La distribución del poder
La decisión del Tribunal Supremo de EE UU, que ha aprobado la reforma sanitaria de Obama, fortalece la arquitectura institucional y especialmente a la corte suprema
La sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos que ha dado luz verde a la reforma sanitaria de Obama es bastante más que una victoria política para el presidente y para el Partido Demócrata y una victoria social para los 30 millones de ciudadanos que no gozaban de cobertura sanitaria. No hay prácticamente ninguna decisión significativa de la más alta corte americana en la que no entre en juego la pelea por la distribución vertical de poderes entre los Estados federados y el Gobierno federal, con el presidente a la cabeza, y su distribución horizontal entre los tres poderes constitutivos de la democracia, el judicial, el legislativo y el ejecutivo.
Entre los demandantes se hallan 26 Estados de la Unión, gobernados por políticos republicanos, que se rebelaron contra lo que consideraron una restricción de su poder legislativo y una imposición abusiva que limitaba los derechos individuales, al obligar a suscribir a todos los ciudadanos un seguro de enfermedad. Detrás de esta oposición a una reforma sanitaria tachada de socialista y europea por quienes la denigran hay una filosofía política que reivindica un Estado federal mínimo, que deja al albur de los Estados federados las políticas sociales y asistenciales.
Pero los jueces que han dictado sentencia también han discutido sobre los márgenes de acción de la rama judicial ante las decisiones del ejecutivo y las leyes aprobadas en el Congreso. El presidente de la corte, el juez conservador John Roberts, nombrado por George W. Bush, ha sido quien ha decantado la mayoría, en una decisión que marca un momento trascendental en su trayectoria judicial y deja una formidable huella jurisprudencial respecto a los márgenes de acción del Gobierno. En esencia, Roberts ha querido reivindicar el carácter político de la reforma sanitaria, aprobada por los órganos surgidos de la soberanía popular, y la mera función de control de legalidad de los jueces, sin posibilidad de corregirla como pretendían los recurrentes conservadores.
Aunque no es fácil prever las repercusiones de la sentencia en la campaña electoral en curso, y si electrizará a la oposición republicana o, por el contrario, movilizará al campo demócrata, es evidente que levanta el último y mayor obstáculo para la aplicación de una reforma que ocupa un lugar central en el programa presidencial de Obama.
La clave para esta decisión es el mandato vitalicio de los jueces del Supremo, que les permite desatender cualquier consideración que no sea estrictamente su criterio jurídico personal y lo que dicta su conciencia, como ha hecho Roberts de forma inesperada. La decisión fortalece la arquitectura institucional estadounidense y especialmente a la corte suprema, después de una época marcada por la politización de sus sentencias, la polarización política entre demócratas y republicanos y su deslizamiento hacia posiciones ultraconservadoras.
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