Donde la noticia vale una vida
En México, el narco y la corrupción policial ponen límites a la libertad de prensa. Con un sueldo ínfimo y una vocación a prueba de balas los periodistas se enfrentan a la muerte como en ningún otro lugar del planeta.
En toda la II Guerra Mundial murieron 68 periodistas, 36 en la guerra de los Balcanes, y solo en México, un país oficialmente en paz, más de 70 en la última década. La lista se cierra, por ahora, con los cuatro caídos en Veracruz hace menos de 15 días, últimas periodistas caídos en la guerra contra el narcotráfico, un combate largo, costoso y asimétrico en el que, como dice Luz del Carmen Sosa, reportera de El Diario de Juárez, “no se sabe dónde están los buenos y dónde los malos”. “No somos corresponsales de guerra. Ellos van, están unos meses y regresan a su casa. Nosotros vivimos permanentemente en zona de conflicto”, apunta Marcela Turati, fundadora de la organización Periodistas a Pie.
Lucy Sosa comenzó a cubrir la información sobre el crimen organizado en 2008. La primera noticia que tuvo que redactar fue el asesinato de Armando Rodríguez, el compañero que se ocupaba de la fuente policiaca, o la nota roja, como se dice aquí, el 13 de noviembre de ese año. Choco, como se le conocía en la redacción, llevaba meses ocupándose de la guerra que enfrentaba en Ciudad Juárez, en la frontera con Tejas, a los carteles de Sinaloa, el que dirige Joaquín, el Chapo Guzmán, y los remanentes del de Juárez, fundado por Amado Carrillo Fuentes, El Señor de los Cielos, veinte años atrás. El combate entre los dos grupos criminales había sumergido Juárez en un baño de sangre sin precedentes, 791 muertos en octubre, 729 en noviembre... La ciudad era ya para entonces la más violenta de México y, probablemente, del mundo. Una fría mañana de un jueves, junto a su casa, cuando se disponía a llevar al colegio a su hija de ocho años en su modesto automóvil, el reportero recibió 10 balazos, la mayoría en el abdomen.
El Diario de Juárez inició las averiguaciones del crimen en colaboración con las autoridades. El principal sospechoso del asesinato “por hocicón” del periodista resultó ser un policía judicial del Estado de Chihuahua miembro de La Línea, el grupo de agentes al servicio del cartel de Juárez, y su pecado fue investigar los vínculos de familiares de la procuradora (fiscal) general, Patricia González, y del narco. Dos años después, el periódico lanzó una llamada de auxilio al mundo con un dramático editorial titulado ¿Qué quieren de nosotros? tras el asesinato de otro redactor, Luis Carlos Santiago.
"Ahora, el miedo no es poner mal un dato. El miedo es que maten a alguien por tu culpa o que te maten a ti"
La ola de violencia que recorre México, que ha causado desde 2007 más de 50.000 muertos, ha cambiado la forma de hacer periodismo. Muchas fuentes se han secado por miedo, se ha sacrificado la exclusividad y, en gran número de casos, las firmas. Publicar un vídeo, una pancarta o levantar un teléfono puede costar vidas. “Dejamos de firmar la información de alto riesgo, salimos a cubrir los sucesos siempre acompañados y nos avisamos unos a otros entre los distintos medios para ir juntos a ver un cadáver”, cuenta Sosa, que desde agosto no se dedica a la información policial. “Fui amenazada. Por eso me apartaron”.
“Procuro no ir sola, y cuando lo hago informo constantemente sobre dónde estoy o, incluso, alguien monitorea mi ubicación con un GPS. Evito hablar con taxistas o desconocidos. Nunca digo que soy periodista, y no transmito información desde el teléfono móvil”, afirma Marcela Turati. Y añade: “Ahora, el miedo no es que tu artículo tenga un dato mal puesto. El miedo es que maten a alguien por tu culpa o que te maten a ti por lo que escribes”. Por eso, valorar si una historia debe publicarse o no es más que un debate profesional: es moral. “Muchos familiares de víctimas acuden a nosotros antes que a nadie para contarnos algo y que lo demos. Les decimos que, si hacemos lo que piden, lo más probable es que alguien los mate. Pero algunos suplican, son muertos en vida, personas que han perdido a un hijo y ya no tienen nada”, dice la periodista.
Pero Lucy Sosa asegura no sentir miedo. “Cuando uno tiene un compromiso de vida con el periodismo debe hacer su trabajo. El mensaje para todos los compañeros de Veracruz, Nuevo Laredo, Torreón o Tamaulipas es que no se rindan, que el miedo no se imponga ante la obligación de informar”.
El Estado tolera que seamos un objetivo para los criminales y para cualquiera que se sienta incomodado
Regina Martínez, reportera de Proceso, una revista nacional fundada en 1976 y especializada en el periodismo de investigación, tampoco tenía miedo. El domingo 29 de abril fue encontrada estrangulada en su casa de Xalapa, capital del Estado de Veracruz, al este del país, una plaza en disputa entre el cartel de los Zetas y el de Jalisco Nueva Generación, aliados del Chapo. Y Regina, una periodista honesta, comprometida, seria, incluso hosca para algunos de los que la conocían, firmaba, pese a las amenazas que recibía. De 49 años y con una larga experiencia profesional, siempre dedicada a aclarar las aguas turbias del poder, sus artículos aparecían en la agencia de noticias Apro, que publica el diario Notiver, y eran los únicos que salían en este periódico con su nombre sobre el problema de la inseguridad. Su última información trataba sobre la misteriosa muerte, el jueves 26, también por asfixia, del militante de izquierda Rogelio Martínez Cruz en el puerto de Veracruz.
“Regina era una periodista incómoda. Trabajaba para un medio no controlado por las autoridades y eso le daba una gran libertad”, dice su compañero de Proceso Jorge Carrasco. El periodista denuncia que, desde hace dos años, cada vez que la revista publicaba un reportaje sobre un tema delicado en este Estado, los ejemplares desaparecían. “Era una forma de secuestro. Llegaba un grupo de hombres al quiosco y se los llevaban todos”, explica.
La muerte de Regina Martínez sacudió una vez más, la enésima, las conciencias de los mexicanos. Sin tiempo para reponerse, tan solo cinco días después, cuando se celebraba el Día Mundial de la Libertad de Prensa, eran hallados en un canal de aguas residuales de Veracruz los cuerpos descuartizados de tres reporteros gráficos y una empleada administrativa del diario El Dictamen en cuatro bolsas de basura. Una de las víctimas, el fotógrafo Gabriel Huge, era uno de la docena de periodistas que habían abandonado Veracruz a lo largo del verano pasado tras los brutales asesinatos de Miguel Ángel López Velasco y Yolanda Ordaz, subdirector y reportera de sucesos de Notiver, el único que aún sigue informando sobre los crímenes del hampa.
El Estado mexicano garantiza constitucionalmente la libertad de prensa, y el Congreso acaba de aprobar una nueva ley para proteger a los periodistas. Periódicos, revistas, emisoras, televisiones y unas redes sociales en auge —ya son 10 millones los mexicanos enganchados a Twitter— contribuyen diariamente a un vivo debate público sobre los problemas del país. Pero si contar la verdad de los poderosos —y el narco lo es, y mucho— siempre ha sido una operación de alto riesgo, más aún lo es si se rema en una ciénaga de impunidad. En 2011 fueron asesinados nueve periodistas, dos desaparecieron y otros dos empleados de prensa murieron violentamente. Se registraron ocho ataques con armas de fuego o explosivos contra sedes de medios de información y 172 agresiones relacionadas con el ejercicio del periodismo, según los datos de Artículo 19, una ONG que lucha por la libertad de expresión. La mayoría de las víctimas son periodistas locales, con unos sueldos que oscilan entre los 470 y los 700 euros al mes, de medios modestos, que investigaban casos de corrupción y sus muertes continúan sin esclarecer.
“El crimen organizado no es el único agresor, si bien es el más riesgoso, pero es el Estado, en sus tres niveles de Gobierno —federal, estatal y municipal—, el que permite y tolera que el periodista se convierta en un objetivo no solo para los criminales, sino para cualquiera que se sienta incomodado”, señala Héctor Gordoa, reportero de investigación de UnoNoticias.
Gordoa es un superviviente. Hace dos años estuvo cuatro días secuestrado junto con dos periodistas de Milenio y Televisa en Gómez Palacio (Estado de Durango) por hombres del Chapo. Los narcos pretendían chantajear a sus medios para que emitiesen vídeos a su favor que contrarrestasen informaciones que consideraban beneficiosas para sus rivales del cartel de los Zetas.
“Por más que haya leyes nuevas y más severas para proteger a los periodistas, por más que haya fiscalías especiales, el periodista sigue estando en el desamparo institucional. La ley no detiene las balas. Cuando te quieren matar, te van a matar”, añade Gordoa, que necesitó 18 meses de terapia psicológica tras su secuestro. “Me costó mucho trabajo regresar porque lo que te roban cuando te secuestran es esa autoestima de que lo que haces merece la pena, de que tiene una utilidad social”, afirma.
Los narcos conocen el valor de la propaganda y están atentos a la cobertura que reciben sus crímenes. Obligan a los medios a entrar en una dinámica perversa porque saben que una decapitación o un puñado de ahorcados en un puente muy frecuentado tendrán mayor despliegue en páginas y minutos de televisión que una balacera. Incluso dejan cadáveres en las calles con mensajes indicando cómo esperan verlo reflejado al día siguiente en el periódico local.
Javier Garza, director del diario El Siglo de Torreón, cuya sede ha sufrido dos ataques desde 2009, decidió que no iban a ser voceros del crimen organizado y quitarle escándalo y amarillismo a sus asesinatos. Desde hace unos cinco años, afirma, los grupos criminales quieren controlar “todo lo que se dice de ellos”. El Siglo no publica fotos con sangre y da el mismo tratamiento a todos los homicidios, salvo cuando caen civiles en el fuego cruzado.
El Sur de Acapulco, un pequeño diario del antiguo paraíso turístico, fue atacado en noviembre de 2010. Un grupo de hombres armados irrumpieron a tiros en la redacción y luego intentaron prenderle fuego. No hubo víctimas. Ahora, los trabajadores del turno de noche cierran el periódico desde sus domicilios, y de día las persianas se mantienen echadas. “No tenemos reportera de información policial. La chica que había, renunció”, dice su director, Juan Angulo, quien asegura: “Debemos informar, pero no me perdonaría que a uno de mis reporteros le pasara algo”.
Angulo señala otras dificultades para ejercer el oficio en este país más allá de las amenazas del narco, como “el boicoteo publicitario de las instituciones, las demandas por difamación o severísimas auditorías anuales”. No son las únicas. Periodistas de Ciudad Juárez, Veracruz y otras ciudades denuncian cómo las autoridades niegan el acceso a la información, las fuerzas de seguridad desprecian sus credenciales o algunas compañías de seguros privadas arrastran los pies a la hora de darles cobertura.
Pero ellos siguen en la línea del frente, a sabiendas de que son un objetivo y sientan cada muerte de un colega como propia. Corresponsales de guerra a su pesar, los periodistas mexicanos han convertido la información local en internacional y, hoy por hoy, la búsqueda de la verdad en su país se paga en sangre. Dicen que el periodismo profesional se está muriendo, pero en México este viejo oficio está más vivo que nunca. Como afirma Héctor Gordoa: “¿Vale una vida una noticia? Yo creo que sí, es una responsabilidad que uno asume”.
Con información de Paula Chouza, Inés Santaeulalia y Salvador Camarena.
Atrapados en la guerra
La noticia generalmente llega con un mensaje al teléfono móvil: balacera en tal colonia. Enfrentamiento en tal avenida. Uno, dos, tres cadáveres tirados en la calle. A veces pasa un par de veces al día, hay periodos de al menos un mensaje diario y hay tramos de tres, cuatro días, sin novedades.
A lo largo de cinco años, en El Siglo de Torreón hemos aprendido a reaccionar de manera automática a este tipo de eventos, mientras la violencia se ha extendido por La Laguna, una de las regiones más inseguras de México.
La ciudad de Torreón ancla una zona metropolitana que se extiende a través de los Estados de Coahuila y Durango y que durante el último lustro ha sido territorio en disputa de grupos del crimen organizado. Los 89 homicidios de 2007 se multiplicaron por más de 10, hasta alcanzar la cifra de 995 en 2011.
Atrapados en esta guerra hemos quedado los medios de comunicación que todos los días reportamos la violencia, mientras los grupos delictivos se mantienen pendientes de lo que se dice de ellos y de sus crímenes.
Nuestro objetivo es doble: minimizar el riesgo de los periodistas que cubren los hechos violentos y evitar ser portavoces de los mensajes que los delincuentes buscan mandar con sus actos.
La saña forma parte del mensaje. Un cuerpo decapitado, por ejemplo, tiene más impacto noticioso que un cuerpo baleado. Una manta con el mensaje amenazante de un grupo es noticia, pero más lo es una balacera en un bulevar transitado.
La forma de responder a estos hechos es publicar la noticia, pero cuidando el apego a la versión más fiel, para no generar pánico innecesario. Reportamos un hecho violento en redes sociales solo hasta tenerlo verificado, levantamos la información preliminar y se elabora una nota con los datos oficiales de las autoridades.
Las medidas de seguridad que hemos desarrollado han sido la respuesta a la ausencia de garantías por parte de autoridades para hacer nuestro trabajo de manera segura. La impunidad en las agresiones a medios y periodistas es casi total, al igual que la impunidad en la inmensa mayoría de los 50.00 homicidios y las decenas de miles de secuestros y asaltos de los últimos años.
¿Privamos al público de información? Eso queda a la opinión de cada lector. Pero siempre hay un dilema, pues el peligro es constante, pues a cada hecho puede seguir el intento del grupo criminal responsable por controlar la noticia. Y la responsabilidad de balancear nuestra seguridad con el deber de informar nos pone en un precario equilibrio.
Si bien la mayoría de los hechos violentos ya no llegan a la primera plana (la violencia es tan común que dejó de ser noticia), de vez en cuando debemos abandonar la cautela ante hechos que tienen un alto impacto social.
Cuando ocurrió una balacera fuera del estadio de fútbol en agosto del año pasado, y la noticia dio la vuelta al mundo, no hubo duda, a pesar de que los criminales que habían provocado el tiroteo podrían lanzar una amenaza.
No la hubo en ese momento, pero eso no significa que el peligro no esté presente. En dos ocasiones hemos pagado por informar. Un grupo armado atacó nuestro edificio con fuego de AK-47 en agosto de 2009. No hubo detenidos, y la impunidad que reinó en ese hecho permitió que, en noviembre de 2011, otro grupo explotara un vehículo fuera del edificio y lo rociara con una ráfaga de metralleta.
Se volvió a abrir una investigación que, otra vez, no llegó a nada.
Es la marca de los tiempos. Ante la ausencia de autoridad, a la redacción siguen llegando las alertas de hechos violentos por toda la zona metropolitana. Solo nos queda nuestro afán por buscar que ese equilibrio entre información y seguridad no se rompa.
Javier Garza Ramos es subdirector editorial de El Siglo de Torreón.
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