Presidentes taumaturgos
Ni unos eran gafes ni los que han venido a sustituirles tenían poderes.
Los reyes medievales curaban las escrófulas de sus súbditos con una imposición de manos. La soberanía conferida por Dios no incluía tan solo el derecho a cobrar diezmos e impuestos, reclutar soldados o declarar cruzadas, sino que abarcaba poderes milagreros, que les resguardaban a ellos mismos de los ataques de las fieras salvajes. Una reminiscencia de aquellas dotes taumatúrgicas permanece todavía en nuestra época secularizada, en la que el único milagro monárquico es que la añeja institución todavía se sostenga en pie en unos pocos países.
Ahora son algunos presidentes surgidos del sufragio universal los que intentan apoderarse de los perdidos rituales curativos con las escrófulas de nuestro tiempo. Las recetas y programas de los partidos políticos clásicos han perdido todo impulso y capacidad de diferenciación. Las políticas vienen dictadas por las instituciones internacionales y por los intereses de los inversionistas que una deidad llamada mercado ha sabido personalizar en los atributos de su omnipotencia, su omnisciencia y su omnipresencia. Solo queda margen para la palabra —que con frecuencia es demagogia populista— y a veces para los poderes paranormales.
Respecto a la palabra, es difícil encontrar una fuerza política que renuncie a la demagogia. El populismo tan mal visto en Europa es un instrumento sin color negativo en la política estadounidense, al que todo político recurre en un momento u otro. En cuanto al milagro, en cambio, es más exclusivo: solo está al alcance de algunos. En Europa, por ejemplo, donde la derecha campa a sus anchas sobre la crisis de una izquierda que ya no se reconoce ni a sí misma, el argumento de los poderes curativos ante la crisis económica ha sido utilizado como argumento central de algunos discursos conservadores.
La victoria del líder se ha convertido así en un momento mágico para los males económicos, las cifras de paro, la falta de empleo o el déficit público, conjurados como en una imposición de manos por las urnas, y aun más cuando arrojan una rotunda mayoría absoluta. La llegada o permanencia en el poder de un presidente taumaturgo confiere confianza a los mercados, rebaja la prima de riesgo o incrementa incluso el poder adquisitivo de los ciudadanos. El perdedor, por su parte, queda estigmatizado por gafe o malasombra, derivación lógica de sus ideas progresistas.
Los milagros terminan exigiendo la comprobación empírica, sobre todo en esta época tan materialista. Así es como ahora estamos al cabo de la calle; en España después de los cien días de Rajoy y en Francia de cinco años de Sarkozy. Su carisma no ha bastado para sanar la economía. Sabemos lo que valen los presidentes taumaturgos. Ni unos eran gafes ni los que han venido a sustituirles tenían poderes. Todos tropiezan por igual. Tras la etapa sobrenatural, siempre regresa el mundo real, la política.
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