Europeos soberanos
Un país, Grecia, bajo tutela directa. Varios más, España entre otros, bajo vigilancia. Intervenidos, dicen los más catastrofistas: los embajadores de Alemania, y en menor medida de Francia, ejercen una nueva función, próxima a la de unos virreyes de la moneda soberana; la política europea es política interior alemana y francesa. Unas instituciones europeas, sobre todo la Comisión, disminuida y marginada, no tan solo por la pérdida de peso de la construcción comunitaria en favor de la cooperación intergubernamental, sino también por el perfil mínimo de los altos cargos designados y su escasa vocación de protagonismo (el presidente del Consejo, Herman Van Rompuy, el de la Comisión, Jose Manuel Barroso, y la alta representante de la Política Exterior, Catherine Ashton): por algo les nombraron, para que no interfirieran en las decisiones de los socios soberanos tanto cuando toman decisiones individualmente como cuando las toman multilateralmente. E incluso unos Gobiernos nacionales adaptados a la nueva Europa, adición mecánica de naciones soberanas —cuando no sustracción, resultado de intereses contrapuestos—, que reduce la política europea a política económica; y la traslada casi entera de los ministerios de Exteriores y de Economía, donde estaba radicada hasta que empezó la crisis, a los despachos de los primeros ministros y presidentes, donde reside la sustancia soberana que contribuye al cóctel europeo. Estas son algunas de las pequeñas transformaciones, hijas de la gran transformación que produce la crisis. Es una Europa cruda y real, defensiva y negativa: todo lo que hace es cortar, cortar y cortar. Para evitar lo peor: salvar los muebles, el euro. Entregar una parte de su bienestar histórico, pasar la soberanía de los periféricos a los dos más grandes, estrechar los márgenes de la política y de la democracia hasta el grado cero si es necesario: la tecnocracia en el poder en Grecia e Italia.
En un paisaje tan sombrío es imposible mantener aquel espíritu de familia que Jacques Delors exigía de los socios europeos, hace 20 años, cuando se firmó el Tratado de Maastricht, bajo su presidencia en la Comisión. Entonces todo era más fácil, incluso por el limitado número de socios. Ahora no tan solo ha aumentado el número, sino también la diversidad de culturas políticas e intereses dispares y se ha perdido la solidaridad que conducía a terminar todas las reuniones con un esfuerzo para evitar que alguien pudiera aparecer como vencido o perjudicado por las decisiones de los otros. Hasta la crisis, solo había vencedores y ahora hay momentos en que parece que todos, menos uno, parecen vencidos. La Europa sinérgica es la que Maastricht supo mantener a costa de numerosos esfuerzos, no pocas ambigüedades y una gran voluntad de consenso. Ahora estamos en la era de la Europa de la suma cero, en la que lo que gana uno lo pierden los otros. Parte de lo que ocurre se debe a la simple traslación del peso y tamaño real de los agentes en juego al escenario económico y político. Es la geoeconomía que sustituye a la geopolítica; un regreso suave de las viejas soberanías, sin poder militar de por medio. Francia y Alemania conformaban antaño el doble motor de Europa porque en la resolución de su rivalidad de un siglo, con tres guerras incluidas, se hallaba el secreto de la paz europea. No es ahora el caso; si el viejo motor parece tirar es por otras razones, meramente defensivas: no perder el euro, no hundirse y seguir siendo algo en el mundo. Si tiran juntas es porque no puede tirar ninguna de ellas sola: sobre el papel, podría hacerlo Alemania, pero nadie lo aceptaría; tampoco se aceptaría de Francia, pero no podría hacerlo ni siquiera sobre el papel. La prueba de las deficiencias de este eje renovado es el proyecto de Unión Fiscal acordada en diciembre, a costa de la unidad de los europeos. La suma de dos excluye al tercero, Reino Unido, y somete al resto.
Sarkozy y Merkel sufren una clara corrección a su política de rigor desde Roma, Londres y Madrid
La primera corrección llega ahora de la mano de Mario Monti con la carta de los doce en favor del crecimiento, firmada con Cameron, Rajoy y Tusk, pero sin Sarkozy ni Merkel. Sin descalificar las políticas de rigor ni abrir el grifo a los estímulos, reta a la UE y a sus instituciones (a ellas se dirige la misiva) a que reaviven el proyecto europeo reforzando el mercado único, liberalizando los servicios y abriendo los mercados digitales y de la energía. Es el lenguaje que permite reincorporar al Reino Unido, excluido en diciembre. Luego habrá que pedir mayor realismo en los controles del déficit e incluso la apertura del grifo a los estímulos, a través del Banco Europeo de Inversiones o del presupuesto de la UE. El objetivo de la carta está anunciado en el análisis, ajeno al tándem franco-alemán: es ante todo una crisis de crecimiento, no tan solo de endeudamiento y de déficit. El objetivo es restaurar la confianza para modernizar las economías y competir de nuevo en el mundo global. Sin espíritu de familia, Europa no recuperará el patrimonio familiar de prosperidad y crecimiento.
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