“Es una prioridad defender el Estado de Derecho”
Ollanta Humala quiere que la Administración llegue a todos los rincones de su país. Y se muestra contrario a la legalización de las drogas
"Sin disciplina no funciona nada”.
Le bautizaron como Ollanta, “el guerrero que todo lo ve”, y ya en su juventud anidó en él la vocación militar. “Yo aconsejaría a los jóvenes, hombres y mujeres, que vivan esa experiencia. El Ejército me ayudó a conocer mejor el Perú, a valorar su diversidad: es un país informal, a muchos de cuyos territorios el Estado simplemente no llega. También me enseñó el tema del orden, aprendí a trabajar en el seno de una institución. Se ha hecho una lectura equivocada de mi condición de militar. Parte de mi vida la he pasado ahí y por eso lo que quiero es institucionalizar. En mi caso, que procedo de una familia de clase media acomodada, me ha permitido además interactuar con otros niveles socioeconómicos de la población. Es otra forma de escuchar al pueblo”.
En el primer encuentro que sostuvimos, antes de celebrar esta entrevista, me sorprendió su timidez, que le hacía parecer huidizo. También el hecho de que, contra lo que suelen hacer los políticos, estuviera dispuesto a escuchar, sin sentir la necesidad imperiosa de colocarme un discurso, de demostrar que todo lo sabe. Yo tenía de él la imagen estereotipada que la mayoría de los medios occidentales y la casi totalidad de los de su país habían difundido: un militar golpista, un Chávez a la peruana que había cambiado la exuberancia caribeña por la severidad del inca, pero que en el fondo constituía la misma amenaza para la democracia que la representada por cualquiera otro de los caudillos latinoamericanos de nuevo cuño. Cuando, contra muchos pronósticos, se situó como el candidato capaz de disputarle a la hija de Fujimori la banda presidencial, la derecha de su país alineó todas las fuerzas frente a este hombre menudo, cuya sobriedad impresiona. Se acumularon contra él procesos judiciales, historias macabras y acusaciones, algunas tan peregrinas como la de ser propietario de un buen reloj que su esposa le había regalado en su aniversario de boda. Pero incluso los más eclécticos analistas europeos no tuvieron empacho en señalar que la elección entre Keiko y Ollanta era algo muy parecido a optar entre la peste y el cólera. Según ellos, la primera respondía al modelo de capitalismo corrupto y sanguinario que el padre había encarnado mientras el comandante era una versión local del castrismo del siglo XXI que acabaría hundiendo al país en la miseria y la represión. Quien primero me ayudó a escapar de este diagnóstico tan sectario y simplista fue Lula, poco tiempo después de abandonar el sillón presidencial brasileño. Así se lo comenté, por cierto, a Mario Vargas Llosa durante el descanso de un partido Madrid-Barcelona en el Bernabéu. Poco después, un artículo del premio Nobel en EL PAÍS contribuía a disipar los temores y la confusión de muchos votantes que, detestando lo que significaba Keiko, no se decidían a apoyar con su sufragio la llegada al poder de un militar de tintes progresistas. La actitud de Mario resultó probablemente decisiva para el resultado final de los comicios. La derechona no se lo ha perdonado, porque Perú se sumaba así a la lista de las repúblicas de América Latina encabezadas por un gobernante de izquierdas.
—¿De izquierdas? Yo no soy de izquierdas —protesta Humala con rotundidad—. Yo soy un nacionalista que ha recogido las banderas de la justicia social. En realidad, esa división entre izquierda y derecha es algo del pasado. Terminó con la caída del muro de Berlín.
Le comento una frase suya, leída en el único libro en el que ha explicado de alguna manera su ideario, una larga entrevista con el todavía candidato a presidente, realizada por el periodista canario Ramón Pérez Almodóvar.
—Usted dijo que Sendero Luminoso, en su violencia, hizo imposible el proyecto de izquierda en el Perú por muchos años.
—Y así es, por eso añado que yo soy de abajo, y ahora soy de todos, el presidente de todos los peruanos, no solo de quienes me votaron.
—También asegura que lo más trabajoso y difícil es construir una alternativa política dentro del sistema democrático y contar con una buena base ideológica. La alternativa la logró, ha llegado al poder. ¿Cuál es su ideología?
No soy de izquierdas. Soy un nacionalista que ha recogido las banderas de la justicia social
—Me he comprometido a respetar el Estado de derecho. Como digo, esas divisiones entre izquierda, derecha y centro están obsoletas, pero sigue siendo difícil construir un movimiento político nuevo.
Esboza una sonrisa pícara cuando le digo que en todo caso vendrá de abajo, pero ahora está arriba, oteando el horizonte como el antiguo jefe inca. “Hay que gobernar para todos”, insiste, “y muchas veces es preciso tomar decisiones que sorprenden a algunos de los que nos apoyaron, pero por lo demás está claro que yo no me identifico con la derecha”.
Se le nota a gusto hablando de estas cuestiones. Todavía en el Ejército, y después de su alzamiento en armas contra Fujimori, del que fue amnistiado durante la transición a la democracia, Humala obtuvo un título en Ciencias Políticas por la Universidad Católica de Lima y más tarde prosiguió estudios de la misma especialidad en París, donde ocupó el cargo de agregado militar en la embajada, igual que en Corea del Sur.
—A mí me interesa que me juzguen por mis hechos, más que por mis palabras. No doy muchas entrevistas, prácticamente ninguna, quizá porque sufrí durante mucho tiempo la animadversión casi general de los medios. La idea que yo tengo del nacionalismo no tiene nada que ver con lo que sugieren los movimientos nacionalistas europeos. Nos encontramos ante realidades muy diferentes. Mientras en Europa es de día, en Sudamérica es de noche; mientras allí es invierno, aquí es verano. En Europa, el nacionalismo contribuyó a la división y el enfrentamiento, generó incluso dos guerras mundiales. En el caso de los llamados Estados emergentes, nuestro nacionalismo trata de integrar la realidad del Estado, y también las relaciones con el resto de los países de la zona.
En mi opinión, le comento, América Latina ha retrocedido en ese proceso de integración. Hay varias líneas de fractura en el continente, algunas tan obvias como la que separa las naciones del Pacífico de las del Atlántico, otras encarnadas por experimentos políticos que amenazan la institucionalidad democrática si no han acabado ya con ella. “Ustedes en el Perú tienen suerte”, añado, “están en la orilla de moda, en la que mira hacia Asia”. Él discrepa de mi análisis. “Han mejorado las perspectivas de integración en la región”, asegura. “No soy partidario de distinguir entre países pro y antidemocráticos. Fortalezcamos lo que nos une. Hemos logrado que América Latina no tenga tropas extranjeras en su territorio. Unasur es una realidad pujante, ayudará a que las decisiones que se tomen en la OEA sean más eficientes, o, en todo caso, puede convertirse en una alternativa…”. ¿Hay forma de solucionar los problemas latinoamericanos en una institución en la que no están los Estados Unidos? Existen allí cincuenta millones de hispanohablantes y el producto interior bruto que generan es superior incluso al de España. En mi opinión —abundo— los Estados Unidos también pertenecen a Latinoamérica. “Pero América Latina no pertenece a los Estados Unidos”, replica. “Unasur responde a una realidad, a un mercado de más de setecientos millones de habitantes en el que hay dos grandes polos, Brasil y México, pero del que se benefician mucho los países medianos y pequeños. Los conflictos entre Ecuador y Colombia, por ejemplo, se han podido resolver gracias a esa organización, que en este punto ha sido mucho más eficaz que la propia OEA. Y tenemos proyectos muy interesantes, como la creación de un cuerpo de observadores electorales latinoamericanos que garantice la limpieza democrática de los comicios. Si vienen observadores de fuera, ¿por qué no podemos nosotros también tenerlos?”.
Cuando pasamos, sin embargo, de las generalidades a los casos concretos, aprecio una leve inseguridad en sus respuestas, quizá fruto de un discurso elaborado con posterioridad al triunfo electoral. Pero suena sincero y parece decidido a poner en práctica lo que dice. Ollanta Humala saltó a la fama, en su país y fuera de él, el 29 de octubre del año 2000. Ese día se levantó en armas en la ciudad de Locumba al frente de una tropa de 72 soldados y dirigió un Manifiesto a la Nación, documento que dio carta de naturaleza a sus aspiraciones y visión política. Él ha explicado hasta la saciedad que su pronunciamiento fue en defensa del orden constitucional vulnerado por Fujimori, y también como protesta por la aplicación del Manual de Contrainsurgencia ME 41-7, que ordenaba a los militares la liquidación física de los líderes y colaboradores de los movimientos terroristas, aun cuando no estuvieran armados.
—Aquel documento vulneraba todas las convenciones internacionales sobre trato al enemigo y derecho humanitario. Hubo muchos oficiales que se negaron a aplicarlo, yo entre ellos. El levantamiento de Locumba fue contra Fujimori porque él había violado la Constitución, con el apoyo del alto mando de las Fuerzas Armadas. Como oficial tuve que plantearme si debía ser leal a los vladigenerales (1) o a mi Ejército, la Constitución y las leyes. Decidí esto último.
—Como consecuencia de aquel manual antiterrorista se cometieron muchos delitos de lesa humanidad. Usted protestó durante la campaña por el hecho de que se haya perseguido a militares, la mayoría de baja o media graduación, por la comisión de dichos crímenes, mientras ningún político o autoridad civil, ninguno de los que podríamos llamar autores intelectuales del genocidio, ha sido sancionado. ¿Abrirá ahora desde el poder un proceso de responsabilidades al respecto?
En el Perú y en otros países de América, el problema es la falta de institucionalidad
—Lo que yo he expresado es mi pensamiento, pero no está en nuestras políticas inmediatas exigir una rendición de cuentas. Y no creo que eso deba hacerse desde la Presidencia de la República. En todo caso, le correspondería al Poder Judicial, o al Congreso de la Nación. Nuestra prioridad es pacificar el país. A partir de que eso se logre, podrán asumirse las responsabilidades de los Gobiernos que cometieron delitos.
Humala estuvo destinado en 1992 como capitán de un batallón en el pueblo de Madre Mía, en el Alto Huallaga. Participó en varias acciones armadas contra Sendero Luminoso y fue testigo de la forma de actuar y de relacionarse con la población de aquel movimiento subversivo que tuvo en jaque al Perú durante quince años. En las zonas remotas del país, donde el Estado brillaba por su ausencia, Sendero se comportaba como la verdadera autoridad local, dirigía las actividades educativas y sanitarias, incluso las comerciales, sometiendo a los lugareños mediante la amenaza de enfrentarles a “juicios populares” que les llevaban al fusilamiento si no cumplían con lo establecido. Le pregunto si podría considerarse que lo que vivió Perú aquellos años tuvo las características de una guerra civil.
—¡De ninguna manera! —enfático—. Sendero, en su desesperación porque no lograba los objetivos que perseguía, decidió concentrarse en el terrorismo y el sabotaje. Ni siquiera practicaba la lucha de guerrillas. ¿Qué proyecto político se puede construir en base a ese pasado? El Perú no puede perder la memoria, las heridas no están cerradas y aún quedan grupos violentos que continúan operando en algunas zonas. Todavía no podemos voltear la página, pero lo que está claro es que estos movimientos no tienen ninguna chance, su derrota total es solo cuestión de tiempo.
Quedan grupos violentos en algunas zonas, pero su derrota es solo cuestión de tiempo
Institucionalizar, institucionalizar, institucionalizar, esa parece ser la obsesión de este militar metido a político que durante dos horas de entrevista hizo no menos de una decena de referencias a la necesidad de reforzar y respetar el Estado de derecho. ¿Cómo concretar este programa, cuáles son los objetivos a plazo inmediato? “Llevar el Estado al interior del país. Un Estado que garantice la diversidad, la multiculturalidad, pero funcione como una unidad. Fortalecer el mercado interno también, porque no hay una demanda nacional fuerte. Y diversificar la economía”.
—No me negará que por mucho que la diversifique, la minería es un factor esencial en el desarrollo peruano que está generando mucha controversia. Usted enfrenta ahora un contencioso con las autoridades locales de Cajamarca que ha provocado incluso un cambio de gabinete y la caída del primer ministro.
—El cambio de gabinete se debió a la necesidad de mejorar el ensamble del mismo, estableciendo una sola línea política que sea seguida por todos los ministros. Es el presidente el que tiene la responsabilidad de marcar esa línea, porque lo ha elegido el pueblo. En cuanto a lo de Cajamarca, se inscribe en una serie de conflictos que son herencia del pasado. Hay una mala relación histórica entre la minería y las actividades renovables. Perú era una sociedad agraria hasta la llegada de los españoles, que fueron quienes comenzaron las explotaciones mineras. Desde entonces se ha vivido esta tensión, agudizada ahora porque los pueblos altoandinos padecen un estrés hídrico. Simplemente no tienen agua. Mejor dicho, la tienen, pero no se ha construido la infraestructura que permita su represamiento. La población ha perdido además la confianza, tanto en las empresas mineras como en el Estado. Ahora se pretende decir que hay que elegir entre el oro y el agua, pero han coincidido siempre, y pueden seguir haciéndolo. Como nacionalista, pienso que ambos son regalos de Dios, aunque para nosotros lo fundamental es el agua, para el consumo de la población primero y para las actividades agrícolas o industriales después. Se da la circunstancia de que Cajamarca es una zona que aporta mucho al desarrollo minero y sin embargo es de las regiones más pobres del país. Por eso las dudas que exhiben las comunidades son legítimas, y el Estado debe resolverlas, pero también es una prioridad defender el Estado de derecho.
Me permito argumentar nuevamente sobre la importancia de las inversiones en minería para el desarrollo y crecimiento del país y me comenta que solo se explotan ahora entre el 12% y el 14% de los recursos potenciales, al tiempo que insiste en su concepto del necesario orden de las cosas (“me gustan que funcionen dentro de una institución”) y en la prioridad de las atenciones sociales, que deben prestarse incluso antes que la propia actividad de las empresas. “Los proyectos mineros han de ir acompañados de otros de carácter agrícola o ganadero. Minería y agricultura pueden convivir”. Restablecer la confianza sigue siendo algo clave y reitera su deseo de hacerlo mediante el diálogo, sin que nadie “se dé a las trompadas”, de modo que si hay ocupaciones, cortes de carreteras o acciones similares, avisa estar dispuesto a aplicar la ley sin titubeos.
En medio de esa política de impulso a la agricultura, ¿qué hacer con los cultivos masivos de hoja de coca? ¿Qué le parecen los reclamos de expresidentes de varios países como Zedillo (México), Gaviria (Colombia), Lagos (Chile) o Cardoso (Brasil) para legalizarla o despenalizarla?
—Hay que distinguir entre la hoja de coca y la droga.
—De acuerdo, pero la hoja sigue siendo la materia prima indispensable para la fabricación de cocaína.
—Yo estoy en contra de la legalización de las drogas. A las drogas hay que combatirlas mediante la interdicción y la investigación en el lavado de activos y dinero. El agricultor que cultiva coca no es el primer eslabón en la cadena de la droga, sino su primera víctima. Se puede crear una política de cultivos alternativos de modo que, por ejemplo, la Empresa Nacional de Hoja de Coca se plantee comprar también café o cacao, que aun siendo menos rentables empiezan a alcanzar precios competitivos.
—¿Está dispuesto a utilizar al Ejército en la represión de las mafias del narcotráfico, como se ha hecho en México?
—No es una tarea que corresponda a las Fuerzas Armadas, sino a la Policía. Y es algo que no podemos hacer solos, se trata de una tarea, ¿cómo diría?... transnacional. Por supuesto, no es imaginable un Plan Colombia para Perú.
—Hablábamos antes de falta de confianza en la cuestión minera. A partir de la actual crisis internacional, esa ausencia de fe en los que gobiernan por parte de numerosos sectores de la población se da en muchos países. Hay una tendencia en Europa a denigrar a la clase política, a todos los políticos, a los que se les califica de ineptos y corruptos de forma generalizada. ¿Siente como propias estas acusaciones?
En el Perú hay seguridad jurídica. Respetamos lo que firmamos
—El político es un hombre público, y todos tienen derecho a opinar sobre él y emitir un juicio particular. Yo creo que en el Perú y en otros países de América Latina el problema fundamental es la falta de institucionalidad, que afecta a muchos sectores, pero primordialmente a la existencia y funcionamiento de los partidos. También es verdad que el político cuando llega al poder tiende a distanciarse de la gente, le rodea una parafernalia de honores y seguridad que le atrapa por completo y no le deja moverse libremente. Yo trato de evitar esta soledad, este distanciamiento, me gusta hacer deporte, correr por las calles vecinas a palacio y manejar mi auto. Cuando lo hago, me detengo en los semáforos en rojo y dejo cruzar a los peatones, que se sorprenden al verme al volante. En la política hago también de chófer. Conduzco una combi (2) que me han dado con muchos pasajeros. No todos quieren que yo sea el que guíe y discuten sobre adónde hay que ir. Además la combi y la carretera no están en muy buen estado y tengo que tener cuidado en las curvas, no agarrarlas a mucha velocidad, no vayan a marearse algunos o tengamos un accidente. Pero yo te aseguro que soy un hombre de palabra y al final de mi periodo les habré conducido hacia donde he prometido hacerlo.
—¿Y a una futura reelección? Usted es muy joven…
—No es un tema en la agenda.
De momento, el autobús se dirige a Europa, a dos destinos muy precisos: España y Davos.
—Usted sabe que Davos está considerado como la feria mundial del capitalismo. ¿Qué les va a decir a los ricos del mundo allí reunidos?
—Les voy a explicar la realidad del Perú y a animarles a que inviertan en el país. Tenemos un manejo serio y estable de la política macroeconómica, perfectamente compatible con nuestra lucha por la inclusión social y en favor de la igualdad. Perú es un país muy atractivo para hacer negocios y las proyecciones apuntan que la economía crecerá en un rango de 5.5% este año, lo que la ubica como una de las de mayor desarrollo de la región, a pesar de la crisis internacional. Pero no todo es crecimiento. Hay que dar la batalla contra la pobreza, promoviendo políticas de inclusión social. Tenemos metas muy claras: eliminar la desnutrición crónica y la mortalidad infantil, por ejemplo. Estamos también garantizando que cada vez haya más hogares que cuenten con servicios básicos como agua potable, electricidad, saneamiento y tecnología. Hemos puesto varios planes en marcha que potencian la educación, a través de la concesión de becas, y mejoran la dieta alimentaria de la población, pues las escuelas proporcionan desayuno y almuerzo diario a todos los alumnos. En el Perú hay mucho potencial para hacer empresa. Lo que queremos es que las inversiones se hagan teniendo en cuenta que el progreso debe ser para todos. En Davos voy a explicar también que en el Perú hay seguridad jurídica para sus inversiones, que respetamos lo que firmamos. Algunos no entienden que yo pueda tener mis sentimientos y convicciones particulares, pero que en ningún caso van a primar respecto a lo que se tiene que hacer. Dicen que soy un pragmático, pero yo considero que más bien soy objetivo, o trato de serlo, así como trato de ser justo. Ser bueno no es muy difícil, lo difícil es ser justo, y a eso me aplico.
España es nuestro socio más importante en la UE. Creo que acierta al fomentar las cumbres iberoamericanas
—¿En cuanto a España?
—Es nuestro socio más importante en la Unión Europea y nos une a ella un pasado centenario, una lengua, una cultura, una tradición. Nuestras relaciones políticas y empresariales tienen una larga data y son muy importantes para mi país. España acierta en su política de seguir fomentando las cumbres iberoamericanas y es de admirar el esfuerzo que hace el Rey por no estar ausente de ninguna, incluso cuando ha sufrido alguna enfermedad o impedimento físico.
—¿Cómo se comportan los inversores españoles en Perú?
—Son muchos, y algunos muy importantes, como Telefónica o Repsol, pero hay cada vez más pequeñas y medianas empresas que se están instalando aquí, e incluso jubilados que han decidido cobrar la pensión en España y residir en nuestro país. (3) Yo enfatizaría a los dirigentes de esas empresas la importancia de lo social, la necesidad de que establezcan buenas relaciones con las comunidades y contribuyan a las políticas de inclusión. Por lo demás, el Perú es un país de oportunidades, la puerta de América; bueno, ya sé que hay otras puertas, o ventanas, por donde ingresar, pero la nuestra es la principal —sonríe.
—¿Y han hecho los españoles algo mal, de lo que arrepentirse?
—Se llevaron dos cuartos de plata y uno de oro —estalla en carcajadas, rememorando el rescate que los incas pagaron por su jefe Atahualpa, secuestrado por Pizarro. Una vez los españoles hubieron cobrado, asesinaron al inca.
El Perú es un país de oportunidades, la puerta de América. Sé que hay otras, pero la nuestra es la principal
Todavía en España cuando queremos ponderar el alto precio o exaltar la calidad de algo decimos que “vale un Perú”. El antiguo virreinato, en donde los conquistadores persiguieron ávidamente el descubrimiento de El Dorado, se emancipó de la metrópoli en 1821. No mejoraron con ello las condiciones de los indígenas y desde entonces queda pendiente la resolución de eso que Humala llama la inclusión social. Sigue siendo en muchos aspectos un país en busca de su propia identidad, aquella que le permita construir un Estado presente en todo el territorio y asumir una movilidad social que ensanche su clase media y fortalezca el mercado interno, en la estela de las experiencias que Brasil ha protagonizado en las últimas décadas. Este guerrero que todo lo ve y que hoy gobierna el Perú es un hombre correoso y amable. Posee mayores inquietudes intelectuales que la generalidad de los de su profesión y, desde luego, transmite sinceridad y convicción en lo que dice. Proyecta además una imagen de decencia muy necesaria en los tiempos que corren. Humala pertenece a una nueva generación de políticos latinoamericanos que ha emergido de lo que él conceptualiza como golpes de Estado de masas (aunque no se refiere directamente a ello, pienso yo que también en esa categoría encajarían los cambios políticos del norte de África).
—En cierta medida, algo tienen que ver con los indignados. En apenas unos años, las movilizaciones populares tumbaron tres presidentes en Ecuador, dos en Bolivia, uno en Argentina y uno en el Perú (Fujimori). Eso propició el nacimiento de nuevos líderes, pero la clase política peruana tradicional creó una transición que les permitiría seguir en el poder. En otros países, esa clase política fue borrada del mapa. En el Perú no, y hasta seis meses antes de las elecciones no me daban ninguna chance. Y ya usted ve.
Lo que mucha gente quiere saber es si el triunfador del torneo cambiará las reglas del juego. Todo indica que no lo hará.
(1) Los generales corruptos y fieles a Vladimiro Montesinos, hombre fuerte del Fujimorato, actualmente en la cárcel.
(2) Autobús.
(3) Residentes españoles me comentaron que conocen los casos de varios perceptores del seguro de desempleo que están sin embargo trabajando en Lima al tiempo que cobran el subsidio de paro.
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