¿Islamistas de nuevo cuño?
Los partidos vencedores en las elecciones de Túnez y Marruecos, y sectores de los Hermanos Musulmanes egipcios, dicen haber aprendido del AKP turco
A la primavera árabe parece haberle seguido un otoño islamista. Los partidos confesionales son, de momento, los principales beneficiarios en las urnas de las caídas de los autócratas —casos de Túnez y Egipto— o de las reformas dentro del régimen —caso de Marruecos—. ¿Van a intentar imponer modelos teocráticos? ¿Respetarán las libertades y los derechos de los que no comulgan con sus ideas? ¿Se empeñarán en devolver a las mujeres a los hogares? ¿Aceptarán la alternancia llegado el momento? Ni estos ni otros interrogantes posibles pueden ser respondidos hoy de modo rotundo en uno u otro sentido.
Desde el Magreb al Machrek, la vanguardia de las revueltas que están cambiando el mundo árabe no han sido los islamistas, sino las juventudes urbanas de ideas democráticas conectadas a la modernidad vía Internet y la televisión por satélite. Y sin embargo, a la hora de votar una mayoría de árabes —en ningún caso absoluta— los prefiere a ellos. ¿Por qué? La explicación no es demasiado complicada. Los islamistas se benefician del prestigio que les da haber sido satanizados y perseguidos durante lustros por las autocracias del norte de África y Oriente Próximo. Además, tienen fama de gente honesta y laboriosa, y sus redes de asistencia social son lo único a lo que pueden acceder millones de árabes a la hora de buscar un médico, una escuela o una pensión. Por último, suelen presentarse unidos a los comicios frente a la dispersión de fuerzas laicas, nacionalistas, socialdemócratas o panarabistas.
Pero estos islamistas, a los que la prensa occidental suele llama moderados, parecen de nuevo cuño. Nada más regresar a Túnez tras el derrocamiento de Ben Ali, Rachid Ganuchi, el líder de Ennahda, declaró que su modelo no era ni Arabia Saudí ni Irán, sino la Turquía democrática gobernada por el AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo) de Erdogan. Recuérdese que el AKP suele compararse con la democracia cristiana europea, esto es, un partido de inspiración confesional que se desenvuelve sin problemas insolubles en un escenario de libertad y pluralidad.
En su primera etapa, Burguiba, el fundador del moderno Túnez, fue un progresista que hizo avanzar su país por la senda de la separación de religión y política y de la emancipación de las mujeres, un poco al estilo de Ataturk en Turquía. ¿Respetará ese legado Ennahda, la primera fuerza en las legislativas tunecinas de octubre? ¿Lo ampliará, como deseaba la revolución del jazmín, hacia la conquista de la libertad de prensa y la independencia de la justicia? ¿Aceptará dejar el Gobierno si pierde los próximos comicios?
Los modelos teocráticos de Arabia Saudí e Irán son poco atractivos hasta para los jóvenes piadosos
Preguntas similares pueden formularse a propósito del triunfo en las legislativas marroquíes de noviembre del Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD), cuyo líder, Abdelilá Benkiran, no solo cita al AKP turco como paradigma sino que hasta le ha copiado el nombre. Ignacio Cembrero lo acaba de describir en este periódico como un “hombre jovial, extrovertido, cordial, jactancioso, bromista y comunicativo”. Muy lejos, pues, de la imagen severísima de Jomeini o de la actitud milenarista de Bin Laden. Benkiran, como Ganuchi, se declara dispuesto a gobernar en coalición con la izquierda.
Así que estos islamistas no son exactamente iguales a los del argelino Frente Islámico de Salvación (FIS), cuya victoria electoral en 1991-1992 fue abortada por un golpe de Estado militar, al que siguió una atroz guerra civil. El arabista Gilles Kepel explica que, tanto en Argelia como en otros países árabes, una parte de aquellos islamistas de hace ya dos décadas evolucionó hacia el yihadismo de Al Qaeda y asociados, y fueron los que protagonizaron la delirante primera década del siglo XXI. La muerte de Bin Laden simbolizó su fracaso: no habían logrado derrocar a un solo tirano árabe ni expulsar a una sola fuerza extranjera de tierras musulmanas. Por el contrario, añade Kepel, otra corriente, la mayoritaria, evolucionó hacia el compromiso con la democracia del AKP. Apoyado por Turquía y Catar, ese desplazamiento al centro, ese aburguesamiento, ha dejado a su vez el vacío de extremismo que ahora ocupan los llamados salafistas, influenciados y financiados por la Arabia Saudí.
Incluso en el seno de los Hermanos Musulmanes, la cofradía que es la madre o abuela todos los movimientos islamistas contemporáneos, el atractivo de Turquía y las pulsiones modernizadoras son intensas entre los más jóvenes y han provocado disidencias como las encabezadas por Abdel Moneim Abul Futuh y Abul Ela Madi, fundador este último de un partido llamado, ni más ni menos, que liberal-islámico. A tenor de resultados parciales difundidos ayer, los Hermanos Musulmanes, bajo la marca Partido de la Libertad y la Justicia, estarían ganando las legislativas en curso, disputándose el segundo lugar los salafistas de Al Nur y los liberales del Bloque Egipcio.
En el tránsito al tercer milenio ocurrió algo relevante: dos islamistas turcos de gran pragmatismo, Erdogan y Abdulá Gul, encontraron una fórmula nueva al fundar el AKP. Dejando atrás la rigidez del partido en el que habían militado, el Refah, disuelto por los militares, elaboraron un programa que algunos califican de posislamista: adhesión a la democracia, voluntad de ingreso en Europa y promoción de la economía de mercado. La fórmula ha sido política y económicamente exitosa, aunque es cierto que Turquía tenía algo de lo que, salvo Túnez, carecen los países árabes: décadas de laicismo autoritario de Ataturk y sus sucesores militares.
Es difícil saber ahora si el nuevo discurso islamista, más democrático, es oportunismo o convicción
El 10 de marzo de 2009, un grupo de intelectuales le remitió a un Obama recién llegado a la Casa Blanca una carta instándole a abordar sin tardanzas la democratización del mundo árabe y musulmán. Los firmantes, entre los que figuraban Francis Fukuyama, John Esposito, Saad Eddin Ibrahim y Mona Eltahawy, no rehuían el debate sobre el porvenir de los islamistas en un régimen de libertades y derechos. Consideraban “legítimo” el temor a su acceso al poder, pero añadían una reflexión interesante: “En países como Turquía, Indonesia y Marruecos, el derecho a participar en elecciones abiertas y creíbles ha moderado a los partidos islamistas y aumentado su compromiso con la democracia. Podemos no estar de acuerdo con lo que dicen, pero si queremos tanto predicar como practicar la democracia, es imposible excluir a los mayores grupos de oposición de la región de los procesos democráticos”.
Al hablar de los nuevos islamistas, los puntos de interrogación forman un palmeral. ¿Son sinceras sus proclamas o corresponden a mero disimulo y oportunismo? Quién sabe, lo cierto es que, como todo en la vida, su evolución hacia un compromiso inequívoco con la libertad y el pluralismo también depende de factores exteriores.
Al final de este trepidante 2011, hay aún más razones que en 2009 para que las democracias occidentales asuman que las democracias árabes tendrán que pasar por un periodo de sarampión islamista. Lo explicaba así Edwy Plenel el 2 de febrero en Mediapart: “¿Por qué en la transición democrática del mundo árabe no puede haber un lugar para familias políticas que se reclaman de la religión dominante, tal como fue el caso, y sigue siéndolo, de los demócratas cristianos en Europa?”. Y continuaba: “A comienzos de 1980, ¿había que desear la represión del sindicato Solidaridad en Polonia porque, bajo su égida, se celebraban ceremonias católicas en los astilleros de Gdansk? ¿Había que desear el mantenimiento del dominio soviético sobre Europa del Este porque su hundimiento amenazaba con liberar fuerzas conservadoras o religiosas, como así ocurrió?”.
La reislamización de las sociedades árabes promovida por los barbudos ha funcionado. Ahora hay más gente practicante que en los años sesenta y setenta del pasado siglo. Y, ciertamente, la palabra laicismo allí vende mal, los islamistas han conseguido identificarla con ateísmo, vicio e inmoralidad. Ahora bien, también es verdad que los modelos teocráticos de la Arabia Saudí suní y el Irán jomeinista chií les resultan poco o nada atractivos a la gran mayoría de los jóvenes árabes, incluidos los muchos que son piadosos. Ellos quieren respirar mucho más libremente. Precisamente ahí se sitúa ese espacio que van a comenzar a explorar los vencedores de las elecciones tunecinas, marroquíes y, tal vez, egipcias.
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