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TRIBUNA

El islam no es la solución

Una democracia adjetivada como islámica es todavía una incógnita en el mundo árabe

Lluís Bassets

Túnez señala la dirección. Las mayorías parlamentarias en los países árabes donde se celebren elecciones democráticas en buenas condiciones se articularán alrededor de partidos islamistas, todos ellos en una u otra forma ramas nacionales o derivaciones de los Hermanos Musulmanes, la veterana organización egipcia fundada en 1928 por Hassan el Bana. Es lo que sucederá en Egipto, que las celebra el 28 de noviembre, y en Libia, que quiere celebrarlas en ocho meses; también en países donde no ha habido cambio, pero sí puede haber transición, como Marruecos, que las celebra el 25 de noviembre.

Occidente no aceptó la realidad del islamismo político en 1991, entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones generales en Argelia que iban a dar la victoria y el poder al Frente Islámico de Salvación (FIS). Los militares, con el beneplácito de todas las capitales occidentales, interrumpieron la transición, iniciada en 1989 con una reforma constitucional y la desaparición del monopolio del partido único, el Frente de Liberación Nacional. Suspendieron las elecciones, disolvieron el Parlamento, obligaron a dimitir al presidente Chadli Benjedid, prohibieron el FIS e implantaron el estado de emergencia, que ha durado hasta 2011. El terrorismo y la represión indiscriminada viraron pronto en una guerra civil que se cobró 200.000 vidas.

Veinte años desde el primer intento no pasan en vano. Durante estos años perdidos ha aparecido una alternativa más extremista y peligrosa como es el proyecto terrorista de Al Qaeda. La tentación violenta ha quedado mayoritariamente desacreditada, aunque todavía recoja adhesiones en lugares como la franja de Gaza. Los partidos islamistas han sufrido bajo las dictaduras, pero también han tenido ocasión de reflexionar sobre sus errores y la evolución de un mundo en cambio, en el que los beneficios de la globalización se desplazan hacia los países emergentes. Y, sobre todo, han estallado las revueltas de la dignidad de punta a punta del mapa árabe.

Durante estos años, el islamismo ha sido la principal fuerza de oposición a las dictaduras. Una parte de su éxito actual viene de la prohibición y la clandestinidad y está ganado en los cadalsos, comisarías y cárceles, como sucedió con el comunismo en países como España. En muchos casos ha actuado como una red social que proporciona a las capas más desfavorecidas la sensación de que alguien se hace cargo de los ciudadanos ante un Estado dictatorial y corrupto. Y cuenta con la fuerza y la popularidad de las mezquitas, es decir, del conservadurismo religioso y de la tradición.

El islamismo no ha hecho estas revoluciones, pero será su principal beneficiario. Los jóvenes, que se lanzaron a las calles de las ciudades árabes desde el Atlántico hasta el golfo Pérsico a partir de enero pasado, poco tenían que ver con las hermandades musulmanas organizadas para restaurar la pureza de la sociedad islámica frente a la corrupción de los dictadores y de la modernidad occidental. En la plaza de Tahrir, de El Cairo, apenas asomaron las barbas los primeros días, pero pronto se presentaron los disciplinados militantes para organizar el rezo de los viernes y segregar a las mujeres. El impulso fue cosmopolita, laico y modernizador, pero la capitalización identitaria, religiosa y tradicionalista.

Todo esto inquieta a los árabes más laicos, que temen por el tipo de Estado y de democracia que se va a construir. Una democracia adjetivada como islámica puede reducir el campo de juego y de la pluralidad o sencillamente contar como una opción más, la mayoritaria, dentro de la pluralidad; al igual que las democracias cristianas dentro de los Estados aconfesionales europeos. Si de los viejos partidos comunistas han salido formaciones reformistas y socialdemócratas, perfectamente acomodadas a las reglas de juego y preparadas para gobernar, nada impide que los Hermanos Musulmanes terminen constituyendo la base de esa democracia islámica.

Los temores no son gratuitos y tienen una base palpable: la segregación de sexos; la limitación de los derechos de la mujer; la ocupación religiosa del espacio público; o la presión sobre los ciudadanos de otras creencias, que en Egipto tiene visos de persecución. La democracia no puede ser un mero trámite en las urnas que abra las puertas a la sharía. Significa instituciones y equilibrios entre poderes públicos, derechos y deberes de los ciudadanos, igualdad ante la ley. Este es el reto del islamismo. Y no hay una sola sharía. Como no hay un solo islam. Incluso en el islam político y conservador hay al menos una bifurcación, con un camino autoritario que lleva hacia Arabia Saudí y otro democrático que conduce a Turquía.

El islam es la solución, reza el eslogan más conocido de los Hermanos Musulmanes. No es verdad. El islam es, como más, el camino obligado e inevitable en esta transición. Como recuerda, una y otra vez, el escritor egipcio Alaa al Aswany en sus artículos, antes y después de la caída de Mubarak, la solución es la democracia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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