El lenguaje de las máquinas
El escritor chileno Rafael Gumucio ('La deuda') analiza el rescate de los 33 mineros de la mina San José
Lo saben todos los buenos directores de cine: nada habla más que una máquina cuando habla. Las poleas, los cables, la cápsula, con su implacable ritmo ajeno a cualquier especulación, dicen más que todas las caras llorosas y los discursos patrioteros con que la televisión chilena rellenó la espera hasta que los hombres naranjo rojo empezaron a moverse y la cápsula empezó su primer vuelo vertical. El movimiento de la polea sobre el agujero, el vapor saliendo del agujero no necesitaban comentario. Las máquinas, que no especulan, que no mienten, se tomaron por unos minutos enteros el centro del escenario. Los ingenieros convirtieron el sentimentalismo de los periodistas en verdadero sentimiento. Los segundos corrieron en una esquina de la pantalla y Manuel González bajaba por primera vez hacía la oscuridad más reporteada del mundo.
En una extraña justicia poética, el Gobierno y el sector privado han gastado en el rescate de estos 33 mineros lo que nunca gastaron en su salud, educación, o seguridad laboral
Luego vino el encuentro en otro planeta. La silueta de los mineros recibiendo la visita, los abrazos, la felicidad también austera, lenta, cuidadosa. Los periodistas allá arriba rellenaron el tiempo como pudieron de metáforas (la más socorrida fue la de un parto), el presidente preparó su gran momento, nadie estaba seguro de poder creer lo que estaba viendo: Florencio Ávalos disfrazándose como en un juego para dejarse encerrar en esa cápsula con nombre de misión espacial. Lo más parecido que tuvo Chile nunca a la conquista del espacio. Un reencuentro con lo que ha sido el viaje más común entre los que escriben, pintan o cantan en Chile, el viaje hacia al espacio interior de la tierra chilena, ese mismo espacio interior que recorrieron desde Neruda a Violeta Parra, pasando por Manuel Rojas y José Donoso. Un país que incluso en su más sofisticada aventura no puede ni quiere dejar de ser telúrico.
En un país que se enorgullece de aproximarse a los estándares del primer mundo, hemos vuelto a vivir escenas dignas de una novela de Zola (o su émulo chileno Baldomero Lillo), una novela del siglo XIX con un final a la Steven Spielberg en Encuentros cercanos del tercer tipo. Los 33 mineros le dieron una inesperada popularidad al Gobierno que creyó con fe en su rescate cuando nadie creía, pero también lo obligó a poner en su agenda el tema siempre olvidado de la seguridad laboral. El rescate cambió Chile, dicen la mayor parte de los comentaristas, pero quizás sería más correcto decir que lo devolvió a lo que siempre ha sido, una historia llena de riesgo y esfuerzo que empieza muchas veces mal y termina muchas veces bien.
En una extraña justicia poética, el Gobierno y el sector privado han gastado en el rescate de estos 33 mineros lo que nunca gastaron en su salud, educación, o seguridad laboral. Sus rostros completamente anónimos hasta ahora, han recibido de manera condensada y vertiginosa toda la atención que los medios de comunicación solía mezquinarles. Ese pedazo de desierto, lejos de cualquier mapa turístico, se ha vengado de décadas de olvido convirtiéndose en el centro del mundo para contarnos una historia que viene directamente del centro mismo de la tierra. Una historia que es la de todos los que estamos madrugando para seguirla: La de la lucha cuerpo a cuerpo contra la muerte. Una lucha que esta vez ganamos los que siempre la perdemos, los hombres y sus maquinas.
Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) es periodista y escritor chileno. Su última novela es La deuda (Mondadori).
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