Pablo Batalla, ensayista: “El nacionalismo español es otra religión que llena el hueco de la tradicional”
El historiador asturiano ha estudiado las revueltas de los últimos siglos. Sostiene que nos estamos encaminando a una época revolucionaria, seguramente provocada por el cambio climático
Ya lo tiene algo dejado, cosas de la paternidad, pero Pablo Batalla Cueto (Gijón, 37 años) era muy aficionado a la montaña, desde crío, cuando iba de acampada con su padre y un profesor del colegio. En los últimos tiempos se fue dando cuenta de que la experiencia montañera estaba cambiando: aparecía la ropa técnica o la masificación mientras que el compañerismo era sustituido por el individualismo y la competición. De esa observación nació su ensayo La virtud en la montaña. Vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (Trea, 2019), donde denunciaba la penetración neoliberal hasta el corazón de las montañas. Esa obra le dio a conocer, aunque antes había publicado Si cantara el gallo rojo (Trea, 2017), “biografía social” del sindicalista y político comunista Jesús Montes Estrada, Churruca. Después vino Los nuevos odres del nacionalismo español (Trea, 2021), donde analiza el rearme simbólico del nacionalismo, entre el gol de Iniesta, la gran bandera de la plaza de Colón o los anuncios de Campofrío.
Batalla estudió Historia y un máster en Gestión del Patrimonio en la Universidad de Salamanca, aunque ha desarrollado su carrera en el periodismo, colaborando en numerosos medios y coordinando proyectos como el periódico A quemarropa, de la Semana Negra de Gijón, o la revista cultural El Cuaderno. En su escritura mezcla la erudición y la hondura con una no disimulada ambición literaria. Además, lleva años trabajando en la documentación de la historia reciente de la izquierda asturiana, a través de entrevistas en profundidad a muchos de sus protagonistas.
Hay unos versos de Luis Cernuda que dicen: “Y en la revolución pensábamos: un mar / Cuya ira azul tragase tanta fría miseria”. Son los versos que han inspirado a Batalla el título de su último trabajo La ira azul. El sueño milenario de la Revolución (Trea, 2023). “Cuando pensamos en la revolución pensamos en un fuego, en un incendio, en algo caliente, en el rojo. Pero Cernuda lo imagina como algo azul: frío, como el mar, que, aun así, puede ser muy destructivo”, dice. Para el historiador, la revolución no es una fuerza que enciende fuegos, sino que los apaga. No viene a desordenar, sino a ordenar un desorden existente. Batalla responde en la librería café La Revoltosa, muy cerca de la playa de San Lorenzo, en su Gijón natal.
Pregunta. Usted ha estudiado los últimos 15 años del nacionalismo español.
Respuesta. Es porque empiezo a percibir fenómenos extraños: el éxito de algunas obras de Gustavo Bueno y de Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea, el bum de la novela histórica ambientada en épocas emblemáticas, como la Reconquista o los Tercios de Flandes, la viralización del himno de España de Marta Sánchez, con aquella letra muy de redacción escolar. Dice “rojo, amarillo, colores en mi corazón y no pido perdón”. Ese “no pido perdón” creo que resume todos estos fenómenos.
P. ¿Qué estaba pasando?
R. Veo que el nacionalismo español es otra religión que llena el hueco de la tradicional, en retroceso. Y, como toda religión, necesita ser eficaz en tres niveles de complejidad: necesita teólogos, misioneros y catequistas. El teólogo habla de una cosmovisión de una manera muy compleja, como Tomás de Aquino. El misionero es San Patricio, que va a evangelizar Irlanda y explica la Santísima Trinidad con un trébol de tres hojas, para que lo entiendan los paganos. El catequista enseña la fe a gente ya convertida.
El decrecimiento no es opcional: ocurrirá sí o sí. O de manera ecofascista, como en ‘El cuento de la criada’, o ecosocialista, con un reparto equitativo de la escasez
P. ¿Cómo sería el paralelismo?
R. Los teólogos serían Bueno y Roca Barea. Los catequistas, las novelas históricas o los cuadros de Augusto Ferrer-Dalmau, con motivos de la historia heroica de España, que tienen un éxito tremendo. A modo de misioneros podrían funcionar los grandes éxitos del deporte español, como la selección de fútbol. El lema “soy español, a qué quieres que te gane”: ahí se puede condensar el mensaje, más complejo, de Bueno. Ser español no es cualquier cosa.
P. También ha estudiado usted la idea de revolución. ¿El nacionalismo se vende como algo revolucionario?
R. Yo creo que sí. Nos estamos encaminando a una época revolucionaria, seguramente provocada por el cambio climático, igual que pasó hace 200 años. Las revoluciones atlánticas, la americana y la francesa, estuvieron muy marcadas por la pequeña edad del hielo. Eso provocó estragos: ruina de cosechas, hambre, enfermedad, subidas de impuestos, indignación… Ahora estamos entrando en una pequeña edad del fuego que provocará revoluciones. Como dice Yayo Herrero, el decrecimiento no es opcional: ocurrirá sí o sí. O de forma ecofascista, al modo de El cuento de la criada, o ecosocialista, con un reparto equitativo de la escasez.
P. ¿Qué opción es más probable?
R. La iniciativa revolucionaria está correspondiendo al fascismo, que se está movilizando a nivel internacional. Leen a Gramsci, Steve Bannon se ha declarado leninista: están tomando el fundamento teórico de la revolución izquierdista para hacer su propia revolución.
P. ¿Cómo es la revolución?
R. Tenemos la imagen de una epifanía colectiva en la que el pueblo adquiere conciencia de la injusticia y se lanza a asaltar el castillo de los señores. Allí hay una gente que defiende la fortaleza, eso es la contrarrevolución.
P. ¿No es así?
R. Yo lo veo más bien así: el castillo ya se ha desplomado, carcomido por sus contradicciones internas, su incapacidad para adaptarse a cambios tecnológicos o para integrar a nuevas élites que surgen. El orden existente se derrumba, y en mitad de sus ruinas hay una lucha caótica de diferentes fuerzas que pugnan por liderar la construcción del nuevo edificio.
P. ¿Cómo se distingue ahí dentro a los revolucionarios de los contrarrevolucionarios?
R. Como decía Joseph de Maistre, la revolución no es un acontecimiento sino una época. Dura muchos años y hay muchas revoluciones dentro de la revolución, hay gente que pasa de un bando a otro, etcétera. Y la contrarrevolución es también una revolución: son los que pugnan por liderar la nueva época. Tampoco quieren volver exactamente a lo anterior, sino hacerlo con materiales nuevos. No es el pueblo contra la élite: en cada una de esas corrientes hay élite y pueblo.
La iniciativa revolucionaria está correspondiendo al fascismo, que se está movilizando a nivel internacional
P. ¿Por ejemplo?
R. El pueblo absolutista que gritaba “Vivan la caenas” por la vuelta de Fernando VII. No eran tan imbéciles, es que la revolución liberal que llegaba iba a desamortizar las tierras de la Iglesia y los pastos comunales de los que dependía su sustento.
P. ¿Desde cuándo la derecha pretende apropiarse de la revolución?
R. En realidad, no es nuevo. El fascismo, como dice George L. Mosse, fue la revolución burguesa pura: transforma el alma pero no la estructura económica. Pero lo importante es que vamos a entrar en una época revolucionaria en la que todos vamos a ser revolucionarios.
P. Pero la derecha en algún momento toma conciencia y empieza a utilizar ese imaginario.
R. Y al tiempo la izquierda se hace contrarrevolucionaria y empieza a usar términos como escudo social, resistencia o alerta antifascista. La izquierda se alza en defensa del orden existente sin idealizarlo, porque lleva toda la vida luchando contra él. Muchos izquierdistas votan a Pedro Sánchez y lo que haga falta, esperando también compensaciones a ese sacrificio, claro. También Sánchez ha ido cambiando por el apoyo de los sectores más izquierdistas.
P. Más allá de la política, la revolución se usa para todo: tecnologías, libros, modas, hasta revolucionarios métodos de limpieza. ¿Por qué?
R. La revolución es sexy, es algo estéticamente bello. Hubo una exposición en Madrid sobre la revolución, lo cuenta Enzo Traverso, en la que la imagen era una foto de alguien tirando una piedra de una forma muy plástica. Curiosamente, era un joven de Irlanda del Norte, que no era católico, sino unionista, es decir, de la contrarrevolución. Vivimos también una época de inflación de lenguaje: necesitamos cada vez palabras más rimbombantes para cualquier cosa. Llamamos fascismo a tantas cosas, con tanta frivolidad, que al final nada lo es.
Vivimos también una época de inflación de lenguaje: necesitamos cada vez palabras más rimbombantes para cualquier cosa. Llamamos fascismo a tantas cosas, con tanta frivolidad, que al final nada lo es
P. ¿Está la gente hoy en día dispuesta a sacrificarse por una causa, ya sea la revolución, la religión o la guerra?
R. La gente está entretenida con otras cosas: hay smartphones y ordenadores. Pero estamos en fases muy tempranas de la nueva época revolucionaria. Si eso desaparece, tal vez volvamos a ser el mono violento que somos en el fondo y a quemar sinagogas y mezquitas.
P. ¿Qué falta para eso?
R. Al final, tenemos una imagen muy poética de las revoluciones. De los que las viven, solo unos pocos están movidos por un espíritu romántico, los otros tienen motivos más mezquinos o egoístas. O por necesidad. Cuando Lenin llega a San Petersburgo no promete socializar los medios de producción, promete “pan, paz y tierra”.
P. En la segunda mitad del s. XX las condiciones de vida habían mejorado, había pan y paz, y muchos hijos de la burguesía se metieron a terroristas revolucionarios.
R. Eso empieza a pasar con el fascismo. Me llama la atención que cuando hay un atentado islamista te lo cuentan como parte de una trama internacional; pero los atentados fascistas siempre parecen ser lobos solitarios. Pero forman parte de un movimiento internacional, hay una yihad fascista, una inteligencia colectiva que se articula por internet. Se comparten referencias: Brenton Tarrant mató a unas 50 personas a la salida de una mezquita; en sus armas había nombres de esos referentes, entre ellos Don Pelayo. Tal vez no haya una organización sólida, como en una banda terrorista, pero existen las conexiones. Es acorde con el capitalismo actual: la descentralización, la flexibilidad.
La palabra revolución se parece a revelación. Necesitamos creer en algo. También el socialismo funciona así
P. Luego está la revolución del feminismo, la gran revolución de nuestra época.
R. Del feminismo me interesa precisamente eso que comentaba al principio. Por ejemplo, en la izquierda tenemos sobreabundancia de teólogos, como se ve en la sección de ensayo de cualquier librería. Sabemos perfectamente lo que está mal en el mundo: lo que hacen falta son misioneros y catequistas que encapsulen eso y lo difundan. En el feminismo hay grandísimas teólogas, pero también un arte feminista muy interesante, hay novela feminista e incluso gran capacidad para el lema: “hermana, yo te creo”, “solo sí es sí”… O “amiga date cuenta”, que tiene ese punto humorístico, pero que dice muchísimo.
P. ¿Tiene también un tinte religioso la idea de revolución?
R. La palabra revolución se parece a revelación. Necesitamos creer en algo. También el socialismo funciona así: el relato de la revolución que algún día estallará y por la cual el proletariado insurgente redimirá a la humanidad… Es la segunda venida de Cristo contada de otra manera. Hay toda una transposición de figuras: la procesión reemplazada por la manifestación, la misa por el mitin. Para el movimiento comunista mundial, Moscú era el Vaticano; la nomenklatura era la nueva curia, y los congresos eran los concilios. Hay textos sagrados y herejes. Si discutes con marxistas ortodoxos en Twitter [ahora X], te pueden responder con una captura de un libro de Engels, de Marx o de Lenin subrayado, en plan “capítulo tal, versículo tal”, y esa es la argumentación. Conocí a un militante del PCE que tenía en una botella tierra de la URSS. Eso era una reliquia.
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