Consultoras: el gran engaño del capitalismo
El abuso de la consultoría dificulta que gobiernos y empresas desarrollen las competencias para transformar nuestras economías en aras del bien común
En los últimos 30 años, la economía de mercado ha dominado las sociedades del mundo entero. Sería absurdo culpar a las consultoras de todos los problemas que ha creado el capitalismo avanzado, desde la financiarización de nuestras economías y el vaciamiento de las organizaciones públicas hasta el agravamiento de la desigualdad y la crisis climática. El sector de la consultoría, sin embargo, ha contribuido a configurar esta situación mientras se beneficiaba de ella, aprovechando las tendencias subyacentes. Las enormes rentas acumuladas no se corresponden ni con el valor de su contribución general ni con la distribución de los riesgos.
El Gran Engaño está impidiendo que los gobiernos y las empresas desarrollen las competencias que necesitan para transformar nuestras economías en aras del bien común y acelerar la transición verde. Esta cuestión —la capacidad de las organizaciones para responder a las necesidades y los deseos de los ciudadanos— es fundamental para la democracia, así como para la innovación. Como hemos visto durante la pandemia, y como veremos a medida que la crisis climática siga desarrollándose en los próximos años, necesitamos que las organizaciones que conforman nuestras economías tomen medidas sin precedentes y den pasos audaces para mitigar el desmoronamiento de nuestras formas de vida.
El Gran Engaño permite que en las empresas se tomen decisiones que minan la creación de valor mediante, por ejemplo, inversiones a largo plazo en capacidades productivas, y facilitan la extracción de valor. Las organizaciones del sector público se enfrentan a problemas concretos para superar el Gran Engaño. Las presiones financieras derivadas de los recortes presupuestarios y los programas de austeridad hacen que muchas veces la capacidad del sector público sea limitada. Un funcionario responsable de ejecutar una nueva iniciativa en un plazo breve puede verse obligado a contratar a una consultora externa que le prometa una buena relación calidad-precio y una respuesta rápida. La externalización rara vez es la única opción, pero si se ha convertido en la respuesta por defecto para cubrir nuevas necesidades, las alternativas suelen encontrar resistencia. Los llamamientos visionarios a invertir en las organizaciones para crear capacidad interna de manera progresiva se consideran heréticos.
Los gobiernos elegidos democráticamente son actores clave que cuentan con la cantidad de recursos y la legitimidad necesarias para conformar las economías y así resolver estos grandes problemas económicos y sociales. Conformar no significa que tengan que hacerlo todo. Pero sí deben aprender a invertir internamente, a coordinar a otros actores y conseguir inversión empresarial. Para eso tendrán que adoptar medidas audaces a escala local, regional y nacional, con el fin de innovar los sistemas y las infraestructuras y, en última instancia, llevar a cabo programas que cuenten con un mandato democrático. (…)
Enfrentarse a los grandes retos actuales exige, por supuesto, que los gobiernos trabajen en colaboración con las empresas, pero hacerlo con eficacia exige que las organizaciones del sector público sean capaces de comprender su entorno, decidir con quién es mejor colaborar y gestionar los contratos necesarios. Nada de esto es posible sin una capacidad y unas competencias internas dinámicas. En la década de 1960, durante el programa Apolo, el director de adquisiciones de la NASA, Ernest Brackett, advirtió que la NASA perdería su inteligencia si seguía externalizando; acabaría “capturada por el folletismo”, hasta el punto de que no sabría con quién trabajar ni cómo redactar los pliegos de condiciones. En todo el mundo, las organizaciones del sector público han sido capturadas por el Gran Engaño y no solo han perdido capacidades, sino el sentido de propósito público y el rumbo. Han sucumbido a la creencia de que, en el mejor de los casos, lo que pueden hacer es corregir los mercados y suscribir contratos opacos de gran escala y alcance. (…)
En la década de 1960, un director de la NASA advirtió de que esta perdería su inteligencia si seguía externalizando
La reinvención del Gobierno, el libro de David Osborne y Ted Gaebler publicado en 1992 que influyó en las políticas de líderes de la tercera vía como Bill Clinton y Tony Blair, ofrecía una visión de cómo los políticos y el sector público podían dirigir la economía para satisfacer las necesidades colectivas. Perfilaba una teoría que pretendía aprovechar los mecanismos democráticos del Estado y la dinámica para maximizar la eficiencia de los mercados. De ese modo, se justificaba el crecimiento continuado de los contratos de consultoría y, en última instancia, el vaciamiento de las organizaciones gubernamentales y de la economía en general.
Sin embargo, al abogar por un Gobierno que “dirija más, reme menos”, fue incapaz de entender cómo se relacionan estas dos funciones. Cuanto menos rema una Administración, menos aprende, menos productiva se vuelve: menos puede dirigir. Y cuando los gobiernos dejan de cumplir una función que sigue siendo necesaria, tienen dificultades para controlar su ejecución. Esta idea del Gobierno también ignora los cambios de poder que se producen cuando este deja de remar y cede los remos a otros actores. En esta situación, no importa cuánto grite desde el timón: si los actores que tienen los remos deciden que no quieren remar, el barco no irá a ninguna parte. Y si deciden que quieren remar en otra dirección, pueden hacerlo. Existen todo tipo de razones por las que nuestros remeros pueden decidir detener la embarcación o cambiar de rumbo. Quizá estemos en una regata y hayan apostado a que gana otro equipo. Quizá quieran unirse a otro equipo, así que le están haciendo un favor al frenar nuestro avance. Quizá se limitan a protestar contra las indicaciones del Gobierno y utilizan el poder que les dan los remos para cambiarlas. Así pues, los gobiernos tienen que remar para poder dirigir el barco a medida que avanza por aguas inevitablemente tormentosas.
En todo el mundo, los gobiernos, los ciudadanos y las empresas han empezado a identificar las consecuencias que tiene recurrir a las consultoras. De Puerto Rico a Suecia, y del Reino Unido a Australia, los políticos y los ciudadanos se están organizando para cuestionar que sus gobiernos recurran a las consultorías cuando esto les perjudica. Quienes trabajan en empresas y en la Administración se sienten frustrados al verse reducidos a gestores de contratos de consultoría y están proponiendo modelos de ejecución alternativos dentro de sus organizaciones. Incluso en las grandes empresas, opacas y muy jerárquicas, que durante tanto tiempo han dominado el sector de la consultoría, los consultores manifiestan su desacuerdo y reconocen que, aunque pensaban que estas podían ser una fuerza para el bien, en realidad están debilitando el progreso.
Esto es solo el principio, y limitarse a criticar la situación actual no servirá de mucho. Debemos desarrollar alternativas al statu quo, aprender lecciones de casos de éxito como los hospitales de Kerala o el Ayuntamiento de Preston. Darnos cuenta de que ampliar esas alternativas nos interesa si queremos una economía capaz de crear valor colectivamente, con instituciones capaces y orientadas a fines concretos. Los retos a los que nos enfrentamos hoy, desde la crisis climática hasta la salud de la población, exigen respuestas ambiciosas. Podemos lograrlo si los gobiernos, las empresas y la sociedad civil fomentan la inteligencia colectiva y la capacidad mutualista. Solo entonces nuestras sociedades empezarán a remar hacia esos objetivos.
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