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Las élites quieren pequeñas reformas del capitalismo para evitar cambios radicales

Los aspirantes a reformistas piden subir impuestos a los ricos y apoyan el “capitalismo verde”

Participantes en la manifestación de asociaciones medioambientales que exigen el fin de los combustibles fósiles, el pasado 15 de septiembre en la Plaza Mayor de Madrid.
Participantes en la manifestación de asociaciones medioambientales que exigen el fin de los combustibles fósiles, el pasado 15 de septiembre en la Plaza Mayor de Madrid.Rodrigo Jiménez ( EPA / EFE )

Existe la inquietud creciente, entre los elementos reformistas de la élite transnacional, de que el empeoramiento de las desigualdades amenace la estabilidad del capitalismo global y de que deba haber algún tipo de redistribución. Estas élites no han parado de revolver en busca de maneras de reformar el sistema con el fin de salvar el capitalismo de sí mismo y de otros cambios, más radicales, desde abajo. En 2017, Mark Bertolini, presidente ejecutivo de Aetna, una compañía de seguros de salud valorada en 250.000 millones de dólares, advirtió: “Con el modelo actual de capitalismo, si no hacemos nada, el capitalismo acabará destruido. Cuando el 65% de la gente menor de 35 años cree que el socialismo es un modelo mejor, tenemos un problema. Por lo tanto, a menos que lo cambiemos nosotros, cambiará él… y, quizá, no para bien”. Es posible que estas preocupaciones se hayan generalizado con la caída en picado del sistema hacia una crisis más profunda. “A veces una crisis se prolonga durante varias décadas”, señaló Gramsci. “Esto significa que en la estructura se han revelado contradicciones insuperables, mientras las fuerzas políticas que operan positivamente para la conservación de la propia estructura se afanan en aliviarla dentro de ciertos límites”. Marx y Engels observaron de igual modo en El manifiesto comunista que hay elementos entre la clase capitalista que “desean mitigar las injusticias sociales, para garantizar de este modo la perduración” de su poder.

A diferencia de la respuesta neofascista a la crisis, la estrategia reformista aboga por imponer ciertas restricciones sobre el objetivo inmediato de obtener beneficios en aras de garantizar la estabilidad general del imperio capitalista. Según los reformistas, la culpa de las desigualdades no recae sobre el propio sistema capitalista, sino sobre una organización institucional concreta. Consideran que el sistema puede reformarse mediante políticas como las propuestas por Thomas Piketty en El capital en el siglo XXI, cuya publicación, en 2013, se recibió con gran entusiasmo entre parte del establishment académico, mediático y político precisamente porque convergía con la agenda reformista de cada vez más élites e intelectualidades transnacionales. Los aspirantes a reformistas piden una nueva regulación limitada de las fuerzas de mercado globales, medidas redistributivas con moderación, como subida de impuestos a corporaciones y ricos, un impuesto sobre la renta más progresivo, la reintroducción de programas de asistencia social y un “capitalismo verde”. También les preocupaba que unos niveles extremos de desigualdad erosionaran las perspectivas de crecimiento y obtención de beneficios. La OCDE, el club de los 34 países más ricos, avisaba en un informe de 2015 de que “la brecha de la desigualdad global ha alcanzado un punto de inflexión”. El informe no se detenía mucho en la injusticia social que representa esa desigualdad, ni en el sufrimiento que conlleva para gran parte de la población. Pero sí subrayaba que “una elevada desigualdad lastra el crecimiento” y recomendaba subirles los impuestos a los ricos.

Es muy revelador que algunos de los propios economistas y legisladores que diseñaron el programa neoliberal y se lo impusieron al mundo a través de instituciones estatales transnacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, así como Estados Unidos y otras naciones poderosas, encabecen ahora la crítica al “fundamentalismo del mercado”, expresión acuñada por George Soros. Este financiero y especulador multimillonario, nacido en Hungría, se hizo famoso en 1992 cuando hundió la economía británica vertiendo libras esterlinas por un valor aproximado de 10.000 millones de dólares en los mercados de divisas internacionales, lo que le valió un beneficio de 1.000 millones de dólares de la noche a la mañana. Este magnate de Wall Street empleó por primera vez la expresión “fundamentalismo de mercado” en su superventas de 1998 La crisis del capitalismo global, donde sostenía que la fe ciega en las fuerzas del mercado estaba provocando un aumento de las desigualdades y unas crisis constantes que amenazaban la estabilidad del sistema. Otra voz destacada entre los reformistas es la de Joseph Stiglitz, quien, como primer vicepresidente y economista jefe del Banco Mundial entre 1997 y 2000, ayudó a imponer el neoliberalismo por todo el planeta, pero luego se reveló como contrario al neoliberalismo tras la crisis financiera asiática de 1997-1998. (…)

Desde que el capitalismo global entró en crisis, estos y otros antaño apóstoles del neoliberalismo han centrado la agenda pública en la pobreza y las desigualdades globales. Sus libros se han convertido en éxitos de ventas y textos de referencia en asignaturas universitarias. Han ayudado a asentar la hegemonía de un discurso comedidamente reformista en esa agenda que, en realidad, aprovecha para abrirle el mundo al capital transnacional dentro de un nuevo marco de regulación transnacional y redistribución moderada a través de la tributación y de redes de seguridad social limitadas. (…) Los reformistas de las élites transnacionales parecen ahora depositar sus esperanzas en la posibilidad de regenerar la economía y evitar más crisis, a través de inversiones a gran escala en infraestructuras mundiales y en un “capitalismo verde” con supuestas tecnologías medioambientales. (…)

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Es probable que la digitalización o un “capitalismo verde” den pie a una nueva ronda de expansión capitalista que compense de manera temporal la crisis de sobreacumulación. Sin embargo, aun asumiendo que “capitalismo verde” no es un oxímoron y que de verdad puede frustrar el holocausto ecológico, esa expansión no tiene por qué hacer retroceder la amenaza de un Estado policial global. Para que eso suceda, tendría que haber una redistribución mundial y hacia abajo de la riqueza, que pudiera reducir las desigualdades globales, la exclusión y la miseria y atenuar el imperativo del sistema de ampliar el control social y la represión. Mientras no se produzca esa redistribución, no hay motivo para esperar que la inversión en un sector o infraestructura de energías alternativas privada y con ánimo de lucro resuelva las penurias de la humanidad excedente y el precariado. También es posible que la digitalización tenga un efecto sobre la economía global y la mano de obra global, o que las políticas reformistas contrarresten la tendencia hacia la expansión de la mano de obra excedente y precaria. Esto significa que la consolidación del Estado policial depende del resultado de la lucha entre fuerzas sociales y sus distintos proyectos políticos.

Las esperanzas depositadas en un “capitalismo verde” respaldado por élites ilustradas son reflejo de no pocos planteamientos que tienden a asumir que la crisis de la humanidad puede resolverse sin una confrontación con los poderes que operan en la sociedad global, y que unos grupos y clases cuyos intereses son en esencia antagonistas pueden juntarse en algún proyecto unificado sobre la base de la persuasión moral o un llamamiento a la razón. La suposición subyacente parece ser que solo hace falta iluminar, con ese llamamiento a la ética y a la razón, a quienes mandan sobre nosotros (o decirles que, para sus intereses estratégicos a largo plazo, les viene bien escoger un camino que no sea el del Estado policial global), en lugar de una lucha para construir un contrapoder desde abajo y destronar a esos gobernantes. Pero hay que repetir una y otra vez que es el impulso implacable del capital por acumular lo que lo lleva a saquear el medio ambiente, a expropiar tierras y recursos, a arrasar y expoliar comunidades del mundo y a imponer un Estado policial global para contener las explosivas contradicciones de un sistema fuera de control.

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