Amnistía: días de épica tibetana
En el relato de la fascinante historia del sexto dalai lama, ser predestinado y contradictorio, se esconden claves ocultas que nos ayudan a comprender nuestra compleja actualidad
En cierto país se restauró la democracia con una amnistía, pero intentaron acusar de forma delirante de terrorismo a un individuo muy crítico con el sistema, y al final le acusaron de corrupción, otra tontería. En vez de huir, decidió quedarse, porque creía en la ley. Fue condenado a muerte, bebió un veneno y la palmó. Hablo de Sócrates y Atenas, todo ha pasado antes —esto fue hace 2.400 años— e incluso acababa peor. Aquí parece el fin del mundo, pero un día estaremos hablando de otra cosa (ojalá lo quieran los dioses). No comparo a Sócrates con nadie de ahora, sería como hacerlo entre una aurora boreal y una pantufla. Al morir, su última frase fue recordar una deuda, no lo que le debían: “Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides”. Aquí, las últimas palabras de algunos serían “Nos roban”, o “Con los moros no hay cojones”.
Pero quería hablar de cualquier otra cosa. No sé si conocen la historia del sexto dalai lama del Tíbet, del siglo XVII. La leí una vez en un librito, los poemas de amor del lama este (Península, 2001). Más bien me fascinó el prólogo, era como un cuento de Borges. Y eso que estaba escrito sin más pretensiones por el traductor, un experto desconocido. Hay que situarse en Tíbet, 1683. Muere el quinto dalai lama, pero el regente lo oculta para evitar un vacío de poder y una incursión del imperio chino (que los lamas se reencarnen en un bebé es una lata, obliga a esperar 18 años hasta que asume el cargo). Se tiraron 15 años disimulando que el dalai lama seguía vivo, hasta que se descubrió el pastel. Entonces ya sacaron al nuevo, para entonces buen mozo. Pero era un tipo singular: salía todas las noches de palacio a acostarse con aldeanas. De ahí salieron sus célebres poemas de amor, junto a otros donde se percibe su angustia por las tramas políticas que le rodeaban, entre mongoles, chinos y manchúes que sojuzgaban su pequeño país. Sé lo que están pensando, y por eso anota el autor del prólogo: “No resulta sencillo de explicar cómo es posible que un dalai lama, ligado por el voto de celibato, puede vanagloriarse de sus aventuras amorosas. Ciertamente, no es una paradoja sencilla de resolver. Quizás no exista ninguna respuesta satisfactoria, o si cabe, la solución se encuentra en las contradicciones inherentes a la misma condición humana”. Sabias palabras. En 1705 los mongoles invadieron Lhasa, desterraron al dalai lama y en un penoso viaje murió a orillas del lago Koke, con 23 años. Para muchos tibetanos no falleció, sino que tuvo una vida secreta que es fuente inagotable de leyendas, y hasta se reencarnó en tres personas a la vez. Aún hoy es un héroe popular.
Me intrigó el autor del prólogo, un profesor que se tiró un invierno en Lhasa en 1999 haciendo esta traducción y dando clases nocturnas a adultos. Este erudito, apasionado de lamas legendarios, opresión imperial y míticos exilios resultó ser una clave oculta de otra cosa. Se llama Josep Lluis Alay y es el hombre de confianza de Puigdemont. Iba con él en el coche cuando lo arrestaron en Alemania en 2018, andaba reuniéndose con espías rusos y está investigado en los casos Tsunami Democràtic y Voloh, de desvío de fondos al procés. También está procesado por malversación por viajar con dinero público a Nueva Caledonia por su referéndum de autodeterminación en 2018. Por eso le quieren meter en el paquete regalo de la amnistía, y de hecho ha sido uno de los escollos de la negociación. En fin, recordando aquel prólogo, esa épica tibetana de predestinación, en este epílogo me espero cualquier cosa. Incluso, que sea otro prólogo.
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