Adolecer de compasión
Me pregunto si algún asesor habrá advertido después a la vicepresidenta del Gobierno acerca de este asunto


Fernando Lázaro Carreter dedicó dos de sus célebres dardos al mal uso del verbo “adolecer” (El dardo en la palabra, 1997, páginas 381 y 490). Anotó y reprodujo varios ejemplos del lenguaje público, como la frase de un narrador futbolístico: “El equipo adolece ahora de velocidad”; y la de un diario, sobre cierto político: “Adolece de comunicación con el pueblo”; y otra, también periodística, sobre una localidad española “que adolece de escuelas y servicios sanitarios”.
Algunas personas creen que “adolecer” significa “carecer de algo” y lo relacionan por error con “adolescente” (cuya etimología va por otro carril: el que está creciendo; de ad-, “hacia”, y alescere, “crecer”), cuando su sentido recto, a partir de “doler”, se refiere a que alguien sufre un defecto, una dolencia metafórica. O sea, que ahí le duele.
Así, cuando un comentarista afirma que el equipo adolece de velocidad está diciendo que la velocidad es mala, lo cual no parece aplicable al caso; y si se asegura que un político adolece de comunicación con el pueblo, eso se presenta como si significara un defecto. Y no hace falta insistir en las bondades de las escuelas y los servicios de salud, mostrados en aquel texto como si fueran un inconveniente.
En esos casos debió decirse que “el equipo adolece de falta de velocidad” o que “adolece de lentitud”, y que el político “adolece de falta de comunicación” o “de mala comunicación”. Y que determinado núcleo rural necesita escuelas y servicios.
Por tanto, “adolecer” ha de acompañarse de un complemento que explicite vicio, lacra, tacha, falta, carencia, privación, imperfección, achaque, enfermedad… o cualquier otra circunstancia negativa.
Viene todo esto a cuento de la declaración de la vicepresidenta Yolanda Díaz tras la muerte del ex primer ministro italiano Silvio Berlusconi, el pasado 12 de junio. Textualmente: “Desde luego mis condolencias a su familia y a sus amigos, respetuosamente; pero entiendan que la disparidad del proyecto político que representó a lo largo de tanto tiempo el señor Berlusconi no adolece de mi compasión. Y es más, muestra la disconformidad con el mismo”.
La declaración no se comprende con facilidad, porque Díaz la enrevesó por todas partes hasta convertirla en un galimatías. No obstante, se puede entresacar el fragmento “el señor Berlusconi no adolece de mi compasión”. Como aquí la compasión representa un sentimiento de gran valor, y que además corresponde a Díaz y no a Berlusconi, encaja mal en compañía del verbo “adolecer”. En un español más pertinente, habría podido decir: “Berlusconi no carece de mi compasión”; o, mejor aún y más extensamente, “Berlusconi tiene mi compasión, pese a la distancia política de su proyecto respecto al mío”.
Me pregunto si algún asesor habrá advertido después personalmente a Yolanda Díaz acerca de este asunto. Los líderes políticos cuentan con consejeros de todo tipo: en economía, relaciones internacionales o estrategias de comunicación; y sin embargo les suelen faltar asesores lingüísticos que los avisen de esos desatinos que tan mala imagen producen entre el público, sobre todo en el segmento más informado y culto. Tales fallos no solamente afectan a quien tropieza sino también a quienes lo rodean, que se muestran así como incapaces de darse cuenta de ello o sin el valor suficiente para decírselo y que no les vuelva a ocurrir.
Los políticos se pueden equivocar en una frase, no pasa nada; pero no deberían fallar todo el rato. Eso haría maliciarse a muchos que nuestros dirigentes adolecen de obcecación... o de incultura.
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