Historia de la soledad: por qué Robinson Crusoe nunca se sintió solo y nosotros, sí
Hubo un tiempo en que estar solo no era un problema: en el siglo XVI, significaba intimidad. Hoy se ha convertido en una aflicción social
Hubo un tiempo en que la soledad no era problemática. Su significado ha ido cambiando con el devenir de las épocas. Su último momento crucial, durante la pandemia. La profesora de Historia Moderna en la Universidad de York Fay Bound Alberti, colaboradora de The New Yorker y de The New York Times, ha publicado Una biografía de la soledad (Alianza), interesante ensayo en el que demuestra que su nacimiento está ligado al desarrollo de la modernidad y es una suma de aspectos individuales y sociales “compuesto por una amplia gama de respuestas que incluyen el miedo, la ira, el resentimiento, la pena, los celos, la vergüenza y la autocompasión” y se manifiesta como un “riesgo inherente al ser humano” de manera diferente según la etnia, el género, la sexualidad, la edad, la clase socioeconómica y la experiencia psicológica
En los siglos XVI y XVII, soledad significaba intimidad, derivaba del término “íntimo”. Es esclarecedor el hecho de que en la edición de 1667 del diccionario inglés se definiera soledad como “vagar solo”, sin ninguna connotación emocional ni negativa. Sí aparecía “solitario”, porque el acto deliberado de estar solo se veía como una manera de meditar, de acercarse a Dios y, a partir del siglo XVII, de estar en comunión con la naturaleza. En la mítica novela Las aventuras de Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, que cuenta la historia de un náufrago que pasa 28 años solo en una isla, no hay ni una mención a que el protagonista se sienta solo o experimente soledad. ¡Nunca se le define como solitario!, ¿cómo es posible? No obstante, si queremos un ejemplo más reciente y más revelador, nada como la película Náufrago, de Zemeckis. Recordemos ese momento en el que el personaje interpretado por Tom Hanks, al no tener a nadie con quien hablar, dibuja una cara en una pelota de vóley y la llama Wilson (hoy en día, esa misma marca vende sin parar réplicas de esa pelota), ahí sí que se conecta con la necesidad innata de compañía del ser humano. En época de Defoe la soledad aún no era problemática. La solitud (solitude en inglés) hacía referencia al estado de estar solo, un término en desuso —se podía asociar a escapar a la naturaleza para encontrar felicidad individual, no era incompatible con la sociabilidad, y era física y mentalmente estimulante—, mientras que loneliness, el estado emocional más común, la soledad que entendemos hoy (más vinculada a la tristeza), no tenía ni tiene esas connotaciones tan positivas que daba la imagen del eremita sabio y espiritual que se retira a meditar, crear, reflexionar.
En su lejana canción Ma solitude, Georges Moustaki presentaba la soledad como una íntima compañera de viaje, una amiga junto a la que podía desplazarse por los cuatro costados del mundo, puesto que, con ella cerca, nunca estaba solo. La soledad se ha convertido en una condición definitoria del siglo XXI. Para bien y para mal. Publicaciones británicas como The Observer o The Economist se han hecho eco de su creciente incidencia en las sociedades contemporáneas, y Noreena Hertz tituló uno de sus ensayos El siglo de la soledad en referencia al siglo XXI y sus “espacialidades” en redes. Sin ir más lejos, en el Reino Unido, un país con nueve millones de personas solas, se ha convertido en un asunto de Estado y el país tiene, desde 2018, su propio departamento en el Gobierno.
En España, los hogares de un solo miembro van acercándose al 30% del total, siendo el 70,9% de esas personas que viven solas, mujeres. Países como Suecia (con más de la mitad de los hogares unipersonales, la proporción más alta de la Unión Europea) o Alemania (más del 40%) tienen los índices más elevados según datos de Eurostat.
En cualquier caso, el mundo lleva tiempo haciendo un hueco a quienes apuestan por vivir solos. Y la soledad ha sido, es y será un revulsivo para la creatividad y una necesidad vital para muchas personas.
Consciente de que en los últimos tiempos la soledad nos persigue y nos tienta y de que el concepto ha devenido en un cajón de sastre emocional, la biografía de Bound Alberti se aleja del tremendismo imperante y trata sobre la idea de la soledad en la historia y en las diferentes formas en que actúa en nuestra mente y en nuestro cuerpo y en nuestras edades, pues no es lo mismo la soledad del niño que la soledad del anciano, o la de un escritor.
Hay, evidentemente, una soledad crónica, ligada a la vejez y lamentablemente a la miseria. Hay una soledad transitoria, la soledad de la que vamos saliendo y entrando durante la vida. Hay también una soledad buscada. Y hay una soledad como aflicción social moderna.
En los últimos tiempos, la soledad nos persigue y el concepto ha devenido un cajón de sastre emocional.
Bound Alberti declara el siglo XX como la época de despegue de esta última. Recuerda que Paul McCartney se acordó de los ancianos solitarios que vio de niño para crear la estupenda Eleanor Rigby, una de las grandes canciones sobre la soledad, que nos recuerda, además, que en los sesenta empezaba a existir un creciente problema de pobreza y sin hogarismo:
Ah, mira a todas las personas
solitarias.
Eleanor Rigby recoge el arroz en la
iglesia donde ha habido una boda.
Vive en un sueño, espera en la
ventana.
Llevando la máscara que guarda en
un frasco junto a la puerta.
¿Para quién será?
Todas las personas solitarias.
¿De dónde vienen?
Toda las personas solitarias.
¿A dónde pertenecen?
Lo que resulta curioso para la autora es que la soledad no haya sido incluida en la lista de las seis grandes emociones que instauró el psicólogo estadounidense Paul Ekman: asco, tristeza, alegría, miedo, ira y sorpresa. Porque la soledad física (la soledad tiene que ver con el cuerpo y con la mente) fue tratada por los antiguos, y ese carácter ha permanecido en expresiones del lenguaje, como por ejemplo llamar “frías” a las personas indiferentes a la compañía y “cálidas” a las que ofrecen compañía. Al respecto, no está de más recordar a la psiquiatra alemana Frieda Fromm-Reichmann, contemporánea de Freud, una de las primeras en identificar la soledad como condición mental patológica, que en 1959 explicó cómo una paciente que sufría depresión esquizofrénica le dijo: “No sé por qué la gente piensa que el infierno es un lugar donde hay calor y en el que arden fuegos. Eso no es el infierno. El infierno es si estás congelado en un bloque de hielo. Ahí es donde he estado”. El calor físico tiene un efecto simbólico, pero no por darnos un baño caliente se va a restituir nuestro frío interior.
En su Anatomía de la melancolía, de 1621, el clérigo y erudito de Oxford Robert Burton no hace en todo el libro ni una referencia a la solitud ni a la soledad, algo impensable hoy, cuando esa falta de compañía se relaciona con la salud mental, con la psicología y con la identidad.
Almas gemelas
Para Montaigne la soledad aseguraba un instante de plenitud. Virginia Woolf consideraba a la soledad necesaria para el proceso creativo incluso siendo dolorosa. Era preciso “ver el fondo del recipiente”, experimentar una realidad diferente a la de la vida cotidiana que abriera las puertas a una nueva comprensión de uno mismo. O sea, la soledad como regalo. Wordsworth, gran poeta que prefigura el Romanticismo inglés, escribe en el poema Narcisos:
vagaba solitario como una nube
que flota en lo alto sobre valles
y colinas
cuando de repente vi una multitud
una hueste de narcisos dorados
porque a menudo, cuando me
acuesto en mi diván
con ánimo ausente o pensativo
brillan en ese ojo interior
que es la felicidad de la soledad.
Fay Bound Alberti hace en su libro un ejercicio de comparación entre dos novelas icónicas como son Cumbres borrascosas, de Emily Brontë, y la reciente saga Crepúsculo, de Stephenie Meyer, dos maneras alejadas en el tiempo pero con un mismo mensaje: el deseo de hallar el amor, pero no solo el amor, sino el “alma gemela”. A estas alturas, entendemos perfectamente el daño que ha causado esa idea contemporánea del amor romántico, pero no nos engañemos, ya hablaban de ello Aristófanes, Platón o Samuel Coleridge. En las dos novelas vemos a figuras femeninas en busca de esa alma gemela, hasta el punto de que Cathy, en Cumbres borrascosas, llega a decir que Heathcliff es ella, “yo soy él, él está siempre en mi mente como mi propio ser…”.
Al hilo del concepto “alma gemela”, una idea más antigua de lo que parece, debemos recordar a Platón, que en El banquete ya habla de la figura de otra persona que “nos completa”. Entre los asistentes a la cena se encuentran Sócrates, el general Alcibíades, el aristócrata ateniense Fedro y el comediógrafo Aristófanes. Mientras el vino corre, el anfitrión invita a hablar de Eros, dios del amor y del deseo, y cuando le llega el turno a Aristófanes, este se viene arriba y dice que antaño existían el hombre, la mujer y una unión de los dos que recibía el nombre de andrógino… Un relato que acaba siendo reconocible en las definiciones modernas que invitan a alcanzar la plenitud por medio de otro y la transformación profunda que se experimenta al encontrarlo, “cuando uno se encuentra con su mitad, la verdadera mitad de uno mismo, la pareja se pierde en un asombro de amor y amistad e intimidad y no quieren perderse de vista el uno del otro ni siquiera por un momento: estas son las personas que pasan toda su vida juntos”. Aristófanes en su mejor versión. Soulmate, alma gemela, fue un concepto tempranamente utilizado por Samuel Taylor Coleridge en una carta a una mujer joven (A Letter to a Young Lady, 1822) en la que reconocía lo letal que resultaba el matrimonio para las mujeres, para las que era “un acto que equivale al suicidio”, al tiempo que les advertía de que, para evitar la desgracia, el compañero de yugo debe ser indefectiblemente un compañero del alma.
La autora de ‘Una biografía de la soledad’ (Alianza) la considera un “riesgo inherente al ser humano”.
En cualquier caso, los siglos XX y XXI son tiempos de lobos solitarios: se han llenado páginas de libros y de novelas (El lobo estepario, El palacio de la luna, Vida y época de Michael K…) y pantallas de cine (El samurái; Paris, Texas; Taxi Driver; Lost in Translation; Her), hasta el punto de que nos sobran referentes. Antes, el lúcido y atormentado Arthur Schopenhauer, máximo representante del pesimismo filosófico, no dudó a la hora de afirmar que la soledad era “la suerte de todos los espíritus excelentes”.
La revista Forbes declaró en 2017 que el número de estadounidenses sin amigos se ha triplicado desde 1985. El problema de hoy es, como sostiene el documentalista galés Jon Ronson, que el ostracismo y la humillación en línea causan soledad y aislamiento en la vida real y en la vida de la red.
En un tiempo como el nuestro, en el que la gastronomía parece serlo todo, Fay Bound Alberti también incide en la vinculación entre la soledad y la comida. Se ha demostrado, nos dice, que las personas solitarias evidencian un mayor deseo de comida y bebida caliente. Los trastornos alimentarios tienen mucho que ver con el aislamiento. Las mujeres obesas, señala la autora, manifiestan niveles de soledad mucho más altos que las mujeres no obesas, algo que no se manifiesta igual en hombres obesos. Decía Elizabeth Finch, la profesora que tuvo Julian Barnes, que detestaba embuchar a los alumnos con cifras “como a un ganso cebado; pues lo único que se consigue con eso es una hipertrofia en el hígado, lo cual no suele ser sano”, así que vamos a seguir su consejo, dejemos de comer, pongamos a Bach, y que su música nos indique el camino.
Se trata tanto de una experiencia mental e individual tanto como social y física.
Combatir la soledad con música es lo que hizo el autor de Contrapunto. Recuerdos de Bach y de duelo (Alpha Decay), Philip Kennicott, el crítico de arte y arquitectura de The Washington Post, para quien la música no consuela, al contrario, desasosiega o, al menos, distrae de cosas que son más dolorosas. Que la soledad debe estar presente en cualquier historia de las emociones ya lo sabíamos, pero conmueve leer en este ensayo que lo que hace la música en realidad es desnudarnos, nos hace más vulnerables al dolor de la pérdida y de la soledad, a la nostalgia y al recuerdo. Para Kennicott, que tras la desaparición de su madre solo halló refugio en las avanzadas líneas melódicas de la Chacona y en las Variaciones Goldberg, Bach se adapta como nadie a todos los estados de ánimo, independientemente de dónde nos encontremos, de con quién estemos, de qué estemos haciendo, ya que su música deleita igual en mitad del bosque, en un vuelo transoceánico o en la cocina preparando café.
Resumiendo: la primera complicación de la soledad es que carece de su contrario, uno puede sentirse solo en compañía, rodeado de amigos, es subjetiva y se percibe de forma diferente en lugares y en momentos distintos. Es decir: es una experiencia mental e individual tanto como física y social.
Apúntate aquí a la newsletter semanal de Ideas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.