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ENSAYOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Caminar nos arruina la vida. Es la peor de las vidas mejores

En el paseo, también emerge la verdad: éramos más felices antes, cuando no cumplíamos las recomendaciones médicas

Sergio del Molino
Caminar
Enric Ejarque

Como tantísimos otros ciudadanos, camino a diario. Lo hago al estilo Rajoy, a paso ligero y por prescripción médica. Mi reumatóloga me ha persuadido, con bibliografía y una tonelada de consejos, de que ese ejercicio moderado me va a mejorar la vida. Si persisto, puedo hacer que la enfermedad degenerativa que ya me ha fusionado varias vértebras avance muy despacio o, incluso, se detenga en esta fase, sin amargarme más. No ha sido fácil romper el sedentarismo: el dolor de los primeros días de actividad fue atroz, pero confié en la bibliografía que aseguraba que, si apretaba los dientes y aguantaba, pronto notaría mejoras. Menos mal que hice caso. Hoy, caminar es un placer, casi una necesidad, un hábito que extraño mucho los días en que no puedo hacerlo. Me calzo las zapatillas, me pongo los auriculares y salgo a la calle feliz, a enfilar mi ruta por parques, bosquecillos y cursos de agua.

No quiero negarlo: soy otra persona, una persona mejor. He perdido unos kilos, he recuperado cierta movilidad y ya no sufro esos dolores infernales. Vivo más cómodo y seguramente soy una compañía menos latosa ahora que no tomo analgésicos y puedo agacharme para recoger cosas del suelo sin pedir ayuda, pero me resisto a engañar a los amigos que me celebran el cambio: esta vida mejor es una vida mejor de mierda.

Quizá sea porque camino aislado sonoramente, escuchando podcasts de Radio Clásica que me explican un cuarteto americano de Dvorák, pero mis paseos tienen una consistencia astral. A los pocos pasos, la conciencia flota libre y contempla el mundo con el volumen al cero. A las horas de mis caminatas, en el parque y el bosquecillo solo hay gente que hace ejercicio. Destacan los aristócratas de este reino, los runners, que subrayan su sangre azul llamándose a sí mismos en inglés, renunciando al prosaico corredores. Van equipados con armaduras de Decathlon, lucen escudos heráldicos de Nike y se saben tan dueños del parque que jamás se desvían de su ruta, milimétricamente calculada para sus marcas y objetivos. Como no les oigo venir por detrás, me suelen pasar rozando, y algún día me tirarán y me pisotearán, con el mismo desprecio con el que el señor feudal arrollaba a sus villanos con su caballo. Los ciclistas son otra orden nobiliaria del ejercicio, de hábitos y arrogancias muy parecidos. Tienen en común la forma en que nos desprecian, como los alpinistas a los senderistas. Para ellos, los andarines somos la base de la cadena trófica, una especie que no merece ni ser depredada porque es insípida y sin nutrientes. Prefieren comer barritas energéticas.

No es su desprecio lo que hace de esta vida una mierda. Contaba con él y asumo su clasismo: sin duda lo merezco, pues represento todo aquello que detestan. Si viviéramos en un sistema de castas eficaz, no tendrían que cruzarse conmigo, pero la maldita democracia nos da el mismo derecho a usar los parques, así que procuro hacerlo sin estorbarles. Me acongojan los andariegos como yo, que somos muchos. La mayoría, todo he de decirlo, más viejos. A mis 43, soy el alevín de la tribu. Mis congéneres caminantes me sacan de media 15 o 20 años, y la mayoría lucen tristes y cascados. No sé qué contarán a sus amigos y familias cuando estos les celebren la persistencia en el andar y el tipín que se les está poniendo, pero en el parque no se puede disimular el ánimo. Con la séptima de Shostakóvich en los auriculares, sus caras dicen: vaya mierda.

Quizá con Mozart o con un aria de Tosca, sus caras me parecerían más alegres. Al fin y al cabo, la séptima de Shostakóvich, dedicada al cerco de Leningrado, habla de muerte y canibalismo, pero precisamente por eso me da la medida justa de la verdad. Nadie está contento. Puedo adivinar que muchos andadores (por razones de estadística cardiológica, la mayoría son hombres) han pasado por su primer infarto y están intentando conjurar el segundo. A la vida ya solo le piden un poco más de vida. Saben que su posición negociadora con el destino es débil, que no están para pedir amores arrebatados ni ser estrellas del trap y perrear con Nathy Peluso. Con un poquito más de eso, un poquito más de ese sol de invierno y de ese alivio leve de endorfinas, les vale. Como me vale a mí poder asentir o negar con la cabeza sin que me crujan las vértebras. De ahí nuestra tristeza, de la conciencia aguda del final. Nos quedan pocos memento vita. Hay que conformarse con los memento mori, que son más interesantes en términos literarios, pero maldita sea la literatura.

Me gustaría guardarles el secreto. En un mundo obsesionado por la salud y el cuerpo, la hipocresía social nos obliga a mostrarnos agradecidos y a predicar cuales Saulos de Tarso la buena nueva de la vida activa, pero si yo escucho a Shostakóvich es para evitar la tentación de ponerme esa canción ratonera y elegiaca de Los Enemigos en la que se despide de los bares (“adiós, venteros; / adiós, mármol grasiento. / Salud, caballeros, / yo les cedo mi asiento”). Me siento mejor con esta vida ordenada, baja en grasas y casi abstemia, pero mi vida era mucho más interesante cuando incumplía todas las recomendaciones de la OMS. Con mirada de perro encerrado y triste, mis compañeros de caminata me lo dicen también. El humo de aquellos cigarros y los posos de la última copa de vino tal vez abrieran una vía de alta velocidad hacia la tumba, pero qué tumba tan rica, sutil y acogedora. Se marchaba más feliz en esos vagones de mugre y trasnoche que avanzando paso a paso por la senda arbolada del bienestar.

Lo sabemos nosotros, los andariegos, los que vivimos porque hay que vivir, porque lo contrario sería estúpido, pero caminar, desde Sócrates hasta hoy, pasando por todos los filósofos de los que habla Ramón del Castillo —otro andariego— en su ensayo Filósofos de paseo, es un acto prestigioso, no solo compatible con el pensamiento, sino propiciador del mismo. Y como pensadores que caminan comprendemos que la única forma de acompasar la mente y el cuerpo es mediante el engaño. En el paseo, la verdad aparece molesta e inevitable, y todas las fantasías sobre la juventud eterna y la perfección corporal se vuelven vanas. Uno lo hace porque hay que hacerlo, porque la alternativa aterra, pero no nos infantilicen con autoengaños impropios de un adulto. Éramos más felices antes. Vivir sabiendo que todo aquello acabó quizá nos haga más sabios y quién sabe si ejemplares, pero también un poco sísifos y un poco mecánicos. De algún modo, somos menos humanos, y como la pirámide de la población se invierte y pronto seremos casi todos ancianos que caminan por los parques, la Europa que viene será menos humana, con un tono más pálido, con músicas elegiacas, más tirando a penitas de Shostakóvich que a arrebatos de Beethoven. Seremos más sabios también. Es decir, seremos una mierda.

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Sobre la firma

Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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