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Cuestión de expectativas

La falta de compañía como dolencia es difícil de medir. Su estudio científico, que arrancó en 1959, vive días de auge

Andrea Aguilar
La doctora Frieda Fromm-Reichmann, pionera en el estudio de la soledad.
La doctora Frieda Fromm-Reichmann, pionera en el estudio de la soledad.

Hoy a quien estudia la soledad no le falta compañía, como lo prueban las cientos de trabajos publicados al respecto. Poetas, escritores y filósofos habían tratado el tema pero no fue hasta 1959 cuando la psicoanalista Frieda Fromm-Reichmann publicó On loneliness el primer texto científico sobre este asunto. “No estoy segura de qué fuerzas interiores me han impulsado, en los últimos años, a ponderar y enfrentarme con los problemas psiquiátricos de la soledad. He encontrado una extraña fascinación en pensar en ello y, subsecuentemente, en el intento de romper el aislamiento de pensar sobre la soledad e intentar comunicar lo que creo haber aprendido”, escribió la pionera doctora. “La soledad parece ser una experiencia tan dolorosa y aterradora que la gente haría casi cualquier cosa para evitarla. Este rechazo parece incluir una extraña resistencia por parte de los psiquiatras a buscar una aclaración científica”.

Mucho han cambiado las cosas desde que Fromm-Reichmann acotaba este campo de investigación, pero aun así, la soledad como mal es difícil de definir y complicada de medir. Entender sus causas (¿genéticas?, ¿ambientales?, ¿un estado transitorio que se torna crónico?) y establecer la frontera que separa esta patología de la depresión o de otros trastornos ha sido el foco de muchos trabajos. Estudios con gemelos y hermanos adoptados han probado que la soledad tiene un componente genético. Pero la soledad crónica es resultado de la interacción entre genética y circunstancias vitales imposibles de controlar.

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La conclusión es que sentirse solo es algo subjetivo. Cuestión de expectativas. No se trata de cuán aislado está realmente uno, sino de cómo de aislado se siente. La brecha entre las relaciones interpersonales ideales y las que uno percibe es lo que genera y mantiene ese sentimiento teñido de amargura. Lo que uno desearía tener y lo que siente que tiene. Porque, como señaló Fromm-Reichmann, no se trata de la soledad creativa de un artista, o del sentimiento que puede producir la apabullante naturaleza, ni de la introversión que impone la vida moderna, sino del desamparo y dolor que la falta de conexión con otros genera y retroalimenta.

Desde los años ochenta hay diferentes tests para tratar de medir el grado de soledad que alguien padece. En todos los casos es el paciente quien rellena un formulario, siendo la escala de la soledad desarrollada por la Universidad de California de Los Ángeles (UCLA Loneliness Scale) la más aceptada. Las preguntas (¿con qué frecuencia te sientes parte de un grupo de amigos?, ¿cuán a menudo sientes que hay alguien que realmente te comprende?) evitan emplear el término soledad. Cuando esta palabra aparece en las preguntas de algún cuestionario, surge una diferencia entre sexos: las mujeres señalan afirmativamente, mientras que a los hombres les cuesta más reconocerlo, probablemente debido a “las reglas de los sentimientos”, como las llamó el sociólogo Arlie Hochschild, que aún rigen la expresión de emociones en muchos varones.

De 18 individuos aislados 15 minutos, 12 prefirieron matar el tiempo con pequeñas descargas eléctricas

Pero hay consenso entre la comunidad científica: la soledad no tiene sexo. Y en cuestión de edad parece que son los adolescentes y los ancianos por encima de los 80 quienes más solos se sienten. También hay diferencias culturales: los estudiantes chinos en una universidad estadounidense se sentían más solos que los demás, algo que los investigadores atribuyeron a la “perspectiva colectivista asiática” enfrentada a la sociedad individualista occidental. Factores como la pérdida de un ser querido o el traslado a otro lugar agravan el sentimiento de “mala” soledad.

Una versión abreviada de la escala de UCLA es la que se emplea en encuestas amplias, como las que han demostrado que en Europa los ciudadanos de los países que estuvieron en el bloque soviético se sienten más solos, especialmente en Ucrania.

La resistencia o capacidad para estar solo que uno tiene también es muy variable. Pero como demuestra el estudio de la Universidad de Virginia y de Harvard, dirigido por el doctor Timothy D. Wil­son, la fobia o pánico que se experimenta a estar en soledad sin nada que hacer es considerable. En su experimento, 18 participantes fueron metidos solos en un cuarto unos 15 minutos para que tuvieran tiempo de pensar, 12 de ellos apretaron un botón para recibir pequeñas descargas eléctricas y matar el tiempo. Uno lo apretó 190 veces.

La doctora Fromm-Reichmann creció en una familia judía ortodoxa en Alemania, y al no tener hermanos varones su padre la animó a estudiar medicina. En 1911, esta contemporánea de Freud terminó su formación como psiquiatra y durante la Gran Guerra abrió un centro para atender a soldados mentalmente heridos. El ascenso del nazismo la llevó primero a Francia y más adelante a Estados Unidos. Puede que fuera su propia historia lo que la llevó a pensar y tratar de definir la soledad como un mal destructivo, un estado que produce una espiral de desconfianza y hostilidad de la que es complicado salir.

Sentada frente a una joven paciente catatónica en los años cincuenta, Fromm-Reichmann le preguntó cómo de mal se sentía. Ella levantó el pulgar y mantuvo el resto de los dedos doblados, ocultos tras la palma de su mano. “¿Así de sola?”, le preguntó la doctora. La paciente pareció soltar un gran peso y su expresión mostró gratitud, sus dedos se abrieron. En las siguientes sesiones la tensión ansiosa descendió y salió de su aislamiento. Empezó entonces la historia del estudio de la soledad y de la empatía como el mejor remedio. Una cura, quizá, para que “las estirpes condenadas a cien años de soledad” sí tengan una segunda oportunidad.

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Sobre la firma

Andrea Aguilar
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.

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