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El fenómeno de los fans se cuela en la política

En la era del infoentretenimiento, las prácticas ciudadanas invitan a los políticos a comportarse como ‘celebrities’

Alexandria Ocasio-Cortez tax the rich
La congresista Alexandria Ocasio-Cortez acude a la gala MET celebrada en Nueva York, el 13 de septiembre de 2021, con un vestido en el que pone "subir los impuestos a los ricos".Ray Tamarra (GC Images) (GC Images)

Si Manuel Fraga se hubiese bañado en la playa de Palomares en 2020 y no en 1966, quizás ya lo habríamos olvidado. Lo que entonces convertía al ministro de Información y Turismo franquista en una rara avis —transmitir un mensaje político con códigos del entretenimiento— es hoy el pan nuestro de cada día.

Los políticos contemporáneos adoptan y renuevan registros comunicativos impensables hace no tanto. Cuando en 2014 Pedro Sánchez apareció en Sálvame y El Hormiguero copó titulares; hoy, políticos más tradicionales como el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, han intentado seducir al público en el show de Pablo Motos sin causar ya tanto revuelo. Y ni siquiera Sálvame es la última frontera. Conocida por sus hechuras de influencer, la alcaldesa Ada Colau —que también se asomó a Sálvame hace poco— derrochaba simpatía recientemente al teléfono con Ibai Llanos, cuyo perfil en Twitch, la plataforma de directos, es el cuarto más seguido del globo. También la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. “Una tía chulísima”, decían en Twitter sobre su look de celebrity el 12 de octubre. ¿Por qué ahora los políticos se lo juegan todo a caer bien?

Llegar a esta emulsión de política y entretenimiento no ha sido cosa de un día. El politólogo Pablo Simón habla de décadas de batidora. En los ochenta, el suflé de los partidos de masas se desinfla y las formaciones pierden el monopolio como mediadores entre Estado y sociedad. Es el paroxismo de lo que Guy Debord definió como “aislamiento de las muchedumbres solitarias”. La política reacciona personalizándose en paralelo al auge del infoentretenimiento. La mezcla resultante, cuenta Simón, es la espectacu­larización de la política y el acercamiento de los dos mundos. Es decir, “Pablo Iglesias te comenta [una] serie (…) e Isabel Díaz Ayuso sale en MasterChef”.

Poco después de que el actor Arnold Schwarzenegger cambiara Hollywood por el Gobierno de California en 2003, el profesor emérito de la Universidad de East Anglia John Street describía así la simbiosis entre fama y política: figuras políticas que emplean elementos de la cultura celebrity (fama) y celebrities (famosos) que usan su popularidad para erigirse en representantes políticos. Una dinámica indisociable del auge del marketing en política: “Hay una conexión muy íntima entre cómo se nos persuade para hacer algo como consumidores de entretenimiento y como ciudadanos”, afirma en conversación telefónica.

En 2023 vamos más allá. Estamos ante una celebritización integral. Ni siquiera la vieja política escapa. Para muestra, el reciente lanzamiento del perfil de TikTok del Ministerio de Economía, donde vemos a una Nadia Calviño en el papel del personaje de Paquita Salas Noemí Argüelles. Toda una aceleración de la dinámica descrita por Street. Los políticos se prestan con niveles dispares de acierto.

En un extremo, Jaume Collboni, candidato a la alcaldía de Barcelona del PSC. Su primer vídeo en TikTok tras dejar la coalición con Ada Colau para centrarse en las elecciones resonó no tanto en esta red social —no llegó a 5.000 visitas— sino en Twitter. Allí se le imputó el pecado capital de ser un boomer y dar cringe (grima). Traducido: adoptar un estilo comunicativo que no dominas chirría. En las antípodas, la congresista neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez o AOC (8,6 millones de seguidores en Instagram). Ya en 2020, desgranaba la receta de sus labios escarlata con manierismos de influencer en un videotutorial para Vogue salpimentado de píldoras políticas. El impacto de su vestido en la elitista MET Gala de 2021 con la inscripción “Tax the rich” (impuestos a los ricos) fue tal que hasta Mónica García, candidata de Más Madrid en esa comunidad, replicó el mensaje.

Si los políticos fagocitan los códigos influencers es porque la cultura de internet —a punto de ser mayoritaria— está empapada de códigos de los fans. Lo explica Phoenix Andrews, profesor de Comunicación Digital en la Universidad de Sheffield y autor de una guía sobre este fenómeno en política. Cada vez más, los ciudadanos se convierten en hinchas y, como en democracia la cultura política fluye de abajo hacia arriba, los políticos se suman al carro.

Con la irrupción del fenómeno fan en política llegan los afectos. Al acceder al abarrotado WiZink madrileño para el show del podcast Estirando el chicle (casi 300.000 seguidores en Instagram), las yolanders recibieron a su vicepresidenta como se jalea en Semana Santa en Sevilla a la Virgen de los Dolores. Ojo con subestimar a estas stans, combinación de stalker (acechador) y fan y referida a los forofos acérrimos. Las acólitas de la música popular coreana, el llamado K-pop, llegaron a boicotear un mitin de Trump.

La borrasca fan trae aire fresco. No es casualidad que, como descubrió el profesor de la Universidad de Massachusetts Amherst Jonathan Corpus Ong, durante las campañas electorales de Filipinas, los candidatos prefieran community managers LGTBI+. Curtidos en mil batallas, como la elección de la candidata filipina en Miss Universo, tienen “dominio de las últimas referencias de cultura pop, habilidades exuberantes de gestión de imagen y disciplina para la movilización de fans”, en palabras de Ong.

Si existe esta preferencia es porque el fenómeno fan es históricamente femenino y LGTBI+. Según Andrews, la participación política considerada legítima —en la esfera pública de la democracia deliberativa habermasiana— refuerza un modelo de ciudadanía blanco, masculino y burgués, y es la base de la estigmatización del populismo. “Se trata de qué herramientas tenemos al alcance y para quién”, zanja el sociólogo. “Quienes recurren a la viralidad y al fenómeno fan (…) con frecuencia no se ajustan a nuestra idea de cómo debe ser una persona poderosa”.

La frescura no hace intrínsecamente valiosa a los afectos y la viralidad. El sociólogo por la Universidad de Cambridge y estratega digital Iago Moreno añade una nota disidente. Si bien concuerda con Andrews en que “el 90% de las críticas al fenómeno fan vienen desde sectores rancios, pensar que los débiles solo pueden hacer política desde el entretenimiento es infantilizar y tan problemático como la caduca democracia liberal que cuestionamos”.

Hay más riesgos. La antropóloga de la Universidad George Washington Leen Alfatafta, especializada en procesos de politización, se muestra crítica. Lo ejemplifica a través de AOC. Su progresismo, dice, toca techo en relación con la causa palestina o, más recientemente, con su voto contra una huelga ferroviaria —tras exhortar a los trabajadores a “permanecer fuertes”—. “Los políticos-celebrities domestican la política”, dice Alfatafta. “Su fama obstaculiza la acción real. Son famosos por ser progresistas, así que confiamos en que acometerán acciones progresistas. Pero no siempre lo hacen. De golpe, nos sorprendemos excusándolos: ‘Tiene que salir reelegido’ o ‘No podemos permitirnos perder a X o Y’. (…) Así es como se diluyen movimientos sociales prometedores”.

Quizás, para resultar verdaderamente transformadoras, las nuevas formas de comunicación viral debieran ir hacia lo que la teórica Chantal Mouffe llama “democracia agonística”. Los afectos, opina la belga, pueden politizarse y producir identidades colectivas, pero, si todo es afecto y no hay confrontación, no hay política. Algo está claro, la celebritización de la política ha llegado para quedarse y es, como en el baño de Manuel Fraga, un zarandeo para nuestros abúlicos sistemas políticos.

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