Pablo Motos y la necesidad de topar la demagogia
Lo que buscan algunos alentando el descrédito de la política en momentos especialmente vulnerables es para mí un enigma mayor que el éxito de ‘El hormiguero’
Leo en De dónde soy, el último libro de Joan Didion publicado en España, una visión sobre su California natal muy alejada de la mitología. Frente al discurso histórico sobre un terreno conquistado por individuos sin más ayuda que la gracia de Dios, nos muestra las costuras de un estado construido gracias a ingentes fondos federales. Una realidad que el californiano ha preferido ignorar, mejor verse como la víctima de un estado opresor, hiperregulado por políticos innecesarios y corruptos.
Casi 300 años después de que la tatara-tatara-tatara-tatarabuela de Didion pusiese rumbo al oeste, esa antigua soflama sigue resonando tanto en Estados Unidos, donde con la música adecuada incluso pudo conseguir que tipos disfrazados de bisonte asaltasen el Capitolio, como en la vieja, pero no por ello, sensata Europa.
El río revuelto de la pandemia fue un vergel para este tipo de discursos sospechosos, como aquel estomagante “Hola, 2021″ en el que se arremetía contra la clase política al grito de “España necesita un capitán”; una de esas proclamas que llevan a preguntarse si acaso lo que escuchas es añoranza por esas cuatro décadas en las que no hubo políticos en el país.
Meses después fue Ángel Martín quien afirmaba estar “hasta el rabo” de los políticos —es nuestro David Frost— en un discurso tan populista como cínico. Y el cinismo puede tener cierto atractivo en la juventud, pero a partir de una edad solo suena a amargura y frustración mal canalizada.
Este lunes ha sido Pablo Motos el que se ha arrancado con un discurso cursi y melifluo vertebrado sobre un “yo no confío en los políticos, pero confío en la gente”, que más que la apertura de un programa de marionetas parlantes parecía la bienvenida a un congreso de criptomonedas. Lo que buscan algunos alentando el descrédito de la política en momentos especialmente vulnerables —e ignorando que todos los grandes avances sociales se han conseguido gracias a su práctica—, es para mí un enigma mayor que el éxito de El hormiguero. Porque que hay políticos nefastos lo sabemos todos, igual que hay humoristas sin gracia.
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