Vuelve a casa: la nostalgia como forma de identidad y negocio
El único animal que añora, el ser humano, es también la diana perfecta de campañas que articulan los recuerdos como palanca de negocio
Maverick, la secuela de Top Gun, llegó en mayo al cine, 35 años después de su predecesora, con unos ingredientes bien marcados: cámaras de última tecnología, efectos especiales renovados y altas dosis de nostalgia. Esta última se materializa en algún diálogo dedicado a aquella primera película de los años ochenta, como cuando uno de los personajes principales dice: “Es hora de pasar página”, y el protagonista responde: “Sí, pero no sé cómo”.
No saber cómo avanzar o querer esa vuelta a un pasado supuestamente radiante se enmarcan dentro de lo que entendemos, a grandes rasgos, como nostalgia. Y no solo es un sentimiento humano, sino una forma de alimentar el mercado, ya sea cultural, político o comercial, como se palpa —aún más— en fechas navideñas. Igual que en el caso del filme producido por Tom Cruise, asistimos habitualmente a revisiones de sagas pertenecientes a otra época, a adaptaciones musicales de melodías pretéritas o discursos que evocan las virtudes de una realidad anterior.
En la primera categoría se encuadran estrenos como el de Cazafantasmas, Scream o Matrix, éxitos globales como Stranger Things o en producciones nacionales como Física o Química: El reencuentro y la anunciada Un paso adelante. En el segundo, basta con escuchar a C. Tangana, estrella internacional, afinando rumbas de El Pescaílla y retomando estribillos de principios de siglo de su hija, Rosario Flores. O viendo cómo Rigoberta Bandini, aspirante a Eurovisión, versiona una canción de Los Payasos de la Tele, programa emitido en la década de los años setenta. Y, dentro de un apartado más discursivo, las soflamas sobre las virtudes de otros periodos históricos.
La nostalgia, en cualquier caso, saca pecho en el mundo actual. Y, aparte de para desatascar el lagrimal, sirve como un gran negocio lúdico: hasta las redes sociales aturden a menudo con recuerdos para publicar de nuevo. Pero también ha sido pasto de diferentes estudios y obras que tratan de aclarar qué supone y por qué anida en nuestros cerebros. El filósofo Diego Garrocho, por ejemplo, defiende en el ensayo Sobre la nostalgia (Alianza Editorial) que es algo propio del ser humano, como único “animal que añora”, y explica su origen: cuenta que es de las pocas emociones de la que se conoce su fecha. “Fue en 1688 cuando Johannes Hofer, un médico alsaciano, acuñó el término para describir la enfermedad que sufrían los soldados lejos de su patria”, anota.
Surge, comenta Garrocho, de la unión de las palabras griegas dolor (algos) y regreso (nóstos). Como enfermedad, se empezó a diagnosticar en el siglo XVIII y, entre sus síntomas, provocaba mareos, erupciones cutáneas e incluso se registró como motivo de muerte. Más tarde ya se empleó para nombrar otro tipo de experiencias, cosas inalcanzables o perdidas: el amor, el infinito… La filósofa francesa Barbara Cassin, que ha analizado el significado de este sentimiento a través de las figuras ficticias de Ulises, Eneas, o de la pensadora Hannah Arendt, señala otro origen. Según apunta, el creador es el médico suizo Jean-Jacques Harder, que unió “casa” y “dolor” para el término Heimweh. “Es la búsqueda de una vuelta al hogar y promete una recompensa”, sintetiza.
Esa recompensa se traduce en una emoción abstracta, compleja. Suele confundirse con la melancolía, un concepto de tonos más oscuros. “La nostalgia es esa añoranza agridulce por el tiempo perdido. Hay pena por la pérdida, pero también placer por recordar intimidades y afectos del pasado. La melancolía a menudo raya la tristeza y un estado de ánimo sombrío, pero a veces también puede haber placer en ella”, aclara la historiadora cultural Tiffany Watt, autora del libro Atlas de las emociones humanas.
Watt cree que hay que prestarle más atención a la nostalgia para comprender y empatizar con el trauma de los refugiados o para conectarnos con las “narrativas profundas” que dan forma a nuestra identidad, incluidas películas o canciones que nos devuelven a la infancia. Nada tiene de malo corear esas estrofas de antaño o mandar memes de objetos desaparecidos, pero no merece la pena recrearse y que nos paralicen. Llevado al extremo, puede generar insatisfacción o el uso capcioso de ciertos discursos.
Sin embargo, también se ha demostrado que una especie de nostalgia “reflexiva”, la que sirve para echar la vista atrás y agradecer tantas buenas vivencias, es positiva para nuestra salud. Tal y como señalan diferentes estudios realizados por el psicólogo Constantine Sedikides, profesor de la Universidad de Southampton, y algunos colegas inspirados en la teoría del manejo del terror (TMT), aquellos participantes que solían mostrar una tendencia hacia la nostalgia eran también los más satisfechos con su vida. A la pregunta de si veían sentido a la existencia y sobre cómo afrontarían su muerte, respondían con mayor seguridad y menos vulnerabilidad. La nostalgia reflexiva actuaría, esgrimen, como una “fortaleza psicológica”.
Y en lo referente a invocar al pasado como un edén, bastan en España dos parámetros objetivos para desmontarlo: la esperanza de vida se duplicó en un siglo, de 1910 a 2009, y ha seguido aumentando; y la tasa de analfabetismo se ha reducido casi a la mitad en las últimas dos décadas, pasando de 1,34 millones de personas que no sabían leer ni escribir en 1998 a unas 730.000 en 2015.
“Hay ahora una lectura muy política de la nostalgia”, apunta Garrocho, que, sin embargo, la ve inevitable “y, de algún modo, un recurso de supervivencia”. Juan Miguel Contreras, filósofo y novelista, coincide en que el cerebro acude a unas circunstancias no tan maravillosas y las maquilla, con la tentación de idealizarlas: “El propio hecho de recordar hace que uno se pregunte cómo era el mundo que vivió, y sobre esa pregunta reconstruye la memoria”, afirma. Uno de los problemas que acarrea esta idealización de otros tiempos es que niega la realidad y crea, tal y como define Garrocho, “una disonancia cognitiva”.
Circunstancia que el mercado aprovecha para cumplir su objetivo: colocar sus productos. La industria se nutre de algo tan humano como “el afán de la inmortalidad”, argumenta Garrocho, y pretende, a través de propuestas tan dispares como muñecos de Dragon Ball o conciertos de éxitos noventeros, detener el tiempo. El disparo no falla: va directo al corazón, a los sueños desvanecidos, y se lleva, de paso, un pellizco del bolsillo. “La nostalgia es, ante todo y sobre todo, una experiencia humana. Quien añora, ignora. Y quien se confiesa ignorante ha dado ya un primer paso para conocer. La nostalgia es, también, una fuente inagotable de creatividad y estoy seguro de que muchas obras maestras han sido inspiradas por la nostalgia”, opina el escritor.
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