Los títeres
Ahora veo en Rusia una dictadura fascista dirigida por antiguos oficiales del KGB comunista. Un bucle que se cierra
De pequeño, los dos grandes hitos de la humanidad eran para mí la defensa de Madrid y la batalla de Stalingrado. Y el ideal de héroe se encarnaba en el chaval que, tras una de aquellas breves y vertiginosas manifestaciones de los años sesenta, se guardaba la bandera roja bajo la chaqueta: sabía que si le pillaban, antes de ser arrojado a las fieras del Tribunal de Orden Público, iba a sufrir una paliza memorable.
Son cosas que uno aprende en casa.
De 1968 recuerdo una primavera que no ocurría en París, sino en Praga. ¿Era Alexander Dubcek un títere de la CIA, como afirmaba el partido? Recuerdo la invasión de agosto: cientos de miles de soldados del Pacto de Varsovia entrando en Checoslovaquia para rescatar al país de las garras del desviacionismo. Recuerdo que los telediarios franquistas abominaban de esa invasión; en mi cabeza, si la dictadura la condenaba, debía de ser buena. Pero también recuerdo conversaciones en voz baja de los mayores y una perceptible pesadumbre. Yugoslavia y Rumania no se sumaron a la invasión. ¿Había que dudar?
Sí, había que dudar. Ese mismo año visité Rumania. Recuerdo los escaparates polvorientos de las escasas librerías en Bucarest, sin más obras que las de Ceausescu y su esposa. Recuerdo que la comida era infame. Recuerdo que nadie sonreía. Recuerdo mi estupefacción ante el hecho indiscutible pero inasumible de que un país comunista fuera más pobre y triste que la España franquista.
Recuerdo a mi padre, una tarde de verano, diciéndome que, entre la verdad y los intereses de la clase trabajadora, había que optar siempre por los intereses de la clase trabajadora. Porque, en último extremo, la verdad eran los intereses de la clase trabajadora. Recuerdo que le creí. No estoy seguro de que él se creyera a sí mismo.
Recuerdo el asco físico en septiembre de 1973, cuando en Chile murió Salvador Allende y apareció en televisión la imagen de Augusto Pinochet, aquella caricatura de militar fascista con gafas oscuras y voz de eunuco, rodeado de uniformados siniestros.
Recuerdo el alborozo de la revolución portuguesa. Recuerdo la primera vez en que mi padre, probablemente ya muy desengañado, me dijo que había que estar con el partido mientras el régimen de Franco siguiera en pie, pero ni un día más. Otra cosa era la sufrida militancia comunista, siempre respetable. Recuerdo que mi padre se negó a brindar el 20 de noviembre de 1975 porque eso, dijo, era lo que hacían los fascistas: brindar por la muerte.
Uno va haciéndose mayor. Reaccionario, quizá. Revisionista, sin duda. Uno ha acabado bastante convencido de que la revolución soviética supuso una maldición para la izquierda. Pese a la defensa de Madrid y pese a la batalla de Stalingrado. Pese a todo.
Ahora veo en Rusia una dictadura fascista dirigida por antiguos oficiales del KGB comunista. Un bucle que se cierra. Y veo la misma procesión de ciegos de 1968 rezando aquellos mismos misterios dolorosos del rosario del tonto útil. Moscú, que quitas el pecado del mundo, ora pro nobis. Moscú, danos la paz.
No, Alexander Dubcek no fue un títere. Los títeres éramos nosotros. Tan ridículos como los de ahora.
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