Amartya Sen, democracia y vida próspera
El pensamiento del profesor de Harvard es más vital aún cuando contemplamos atónitos el brutal crecimiento económico de una China sin libertad
¿Qué nos dice más sobre la calidad de nuestra vida, la riqueza que poseemos o nuestra capacidad para vivir con libertad? ¿Y las naciones? ¿Es el crecimiento económico el indicador más adecuado para medir su grado de desarrollo? ¿A qué disciplina correspondería responder a tales preguntas, la economía o la filosofía? Y sobre todo, ¿qué tiene que ver la democracia con todo esto? Nadie como Amartya Sen ha indagado tanto sobre estas cuestiones capitales, llamando nuestra atención sobre la necesidad de incorporar una mirada ética a la economía, y así se lo reconoció con acierto la Academia Sueca con el Nobel de 1998.
Si algo nos enseña este profesor de Harvard de origen bengalí es que una vida próspera no puede valorarse obviando la calidad de las instituciones políticas y económicas, la eficacia o justicia de nuestras estructuras legales o la distribución de bienestar. Porque para medir el bienestar no solo basta con atender a lo que tenemos, a eso que John Rawls llamaba “los bienes primarios”: es necesario detenerse en las capacidades potenciales de las personas y entender que siempre dependerán de las oportunidades ofrecidas por los sistemas que habitamos. En Amartya Sen, la oportunidad está en el hacer más que en el tener, en ese sistema que otorga, potencia o restringe nuestras posibilidades individuales para hacer cosas y lograr metas.
Pensemos, por ejemplo, en esa lógica relacional para entender lo que es un derecho. Reconocer el derecho al sufragio no bastaría si no sabemos leer o no contamos con medios de comunicación independientes para juzgar el mundo, o si carecemos de infraestructuras para desplazarnos allí donde se encuentre nuestro colegio electoral. Los derechos no existen si no sabemos o no podemos ejercerlos. Por eso es esencial hablar de capacidades cuando pensamos en un sistema democrático. La propuesta de Sen entronca con la tradición de John Stuart Mill, pues entiende la democracia como un modelo para el desarrollo individual. Pero frente al utilitarismo que la articula como un mero instrumento para la seguridad y protección de los individuos, Amartya Sen la redefine como un sistema centrado en las personas desde una perspectiva plural, que integra la libertad de actuar y luchar por una vida que tenga sentido para nosotros.
Por eso todos deberíamos celebrar un premio como el de la Fundación Princesa de Asturias al economista que compartió clases en Harvard con gigantes como John Rawls y K. Arrow, el hombre que pensó en la manera de convertir los recursos materiales en libertades concretas promoviendo su distribución equitativa. Su “enfoque basado en las capacidades” fue toda una revolución para las teorías sobre el desarrollo de las naciones, y su defensa es más importante si cabe en la actualidad, cuando contemplamos atónitos el brutal crecimiento económico de una nación como China, inédito, pero sin libertad. Teorías como la de Amartya Sen nos ayudan a poner de nuevo en el centro la importancia de los sistemas democráticos a la hora de definir una vida próspera hoy, cuando los admiradores del auge del gigante asiático pretenden hacernos creer, interesadamente, que la legitimidad de un sistema reside únicamente en su eficiencia, al margen de cualquier fundamentación normativa o de esa mirada ética, sensible a la realidad y desventuras de las personas.
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