Conguitos y negritas
Crece la inseguridad entre quienes usan con candidez los mismos vocablos que otros manejan con odio
Algunas personas han decidido que las palabras significan lo que a ellas les ofende. Hubo un tiempo en que surgieron protestas razonables, y por eso mucha gente huye de las expresiones “le ha engañado como a un chino”, “esto es una merienda de negros” o “menuda gitanería te hizo”. Y nos cuidamos de usar como insultos los vocablos “trastornado” o “autista”, entre otros, porque eso denigra a quienes sufren algún trastorno real.
A partir de estos éxitos, una fracción de sus promotores cogió carrerilla y ha ido tejiendo una telaraña que corre el riesgo de resultar molesta incluso para otras personas tan antirracistas como ellos. Así, “tener la negra” se presenta como una ofensa contra los negros, lo mismo que “dinero negro” o “un negro futuro”, expresiones que se refieren a la falta de claridad o transparencia, y no al color. Con ello, el uso racista que una palabra pueda tener en determinados contextos se extiende a cualquiera de los sentidos posibles de ese mismo término, sin reparar en las distintas intenciones con que se pronuncia en cada caso. Más o menos como si el insulto “payaso” proferido contra alguien impidiera mencionar la palabra al salir del circo. El uso que se puede proscribir es el primero, no el segundo.
Viene esto a cuento de que, en la estela abierta hace un año en change.org contra los Conguitos españoles, creados en 1961, la firma Nestlé ha retirado en Chile la marca de galletas Negrita, sustituida por Chokita pese a que la anterior convivía sin problemas con los chilenos desde hacía también más de 60 años. La compañía explicó que había tomado esa medida por “las sensibilidades de distintos grupos sociales” y “la mayor conciencia sobre el uso de estereotipos o representaciones culturales”.
Si a nuestros hermanos chilenos les ha parecido bien eso, no tengo nada que oponer. Pero todo esto da mucha prevención por si se nos va de las manos aquí, tan aficionados como somos a llevar hasta el límite cualquier idea en principio razonable. Habrá quien proponga que en los periódicos y en las editoriales a la letra “negrita” la llamemos también “chokita”, y que al chocolate negro le digamos “oscuro”; y me pregunto si nuestras galletas María estarán incitando a consumir cannabis y si, por tanto, también deberían cambiar de nombre. Con arreglo a ese nuevo sesgo igualitario que ve desigualdades donde no las hay, habrá quien sienta miedo de explicar que alguien se quedó cruzado de brazos ante un conflicto porque esa frase discrimina a los mancos. Y no se elogiará la destreza de otro si se trata en realidad de una persona zurda. Tampoco se criticará que un árbitro no dé una a derechas porque a lo mejor él se ha sentido siempre de izquierdas. En fin, que podemos acabar perdiendo el norte con esto, pero decir eso discrimina a los que nacieron en el sur, quienes a lo mejor no tienen ningún problema en sentirse desnortados.
Lejos de mi voluntad desacreditar la lucha contra la desigualdad real. Sus promotores no producen ninguna prevención, sino estímulo para secundar la causa. Hablo de quienes, seguramente con la mejor pretensión, se apoderan de esos discursos legítimos para distorsionarlos, con lo cual logran infundir el temor y la inseguridad entre quienes usaban con candidez los mismos vocablos que otros manejan con odio. Creo que no conviene entregar a los racistas nuestras palabras bienintencionadas, sino todo lo contrario: usarlas con naturalidad para evitar que se apropien de ellas y nos las dejen inservibles.
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