Les llaman los ‘contrapocalípticos’. No quieren oír hablar de catástrofes
Antropólogos y pensadores alzan la voz contra la ideología detrás de la inevitabilidad del fin y ponen a circular la noción de ‘contrapocalipsis’
A veces nos asalta un pensamiento: pronto el mundo se va a acabar. Después seguimos con nuestras cosas, aunque ese runrún sigue ahí, agazapado en la recámara mental. Está la catástrofe climática, el apagón digital mundial, la sombra de futuras pandemias o una guerra nuclear. Todas son realidades posibles, y ya nos sentimos condenados. Casi conformes. Pero hay voces que afirman que esa metáfora del fin inminente es una fórmula ideológica que justifica la rueda económica en la que vivimos, esa que deja un devastador paisaje de ruina social y ecológica a su paso. Hay, entonces, que luchar contra los mensajeros del miedo.
Entre brumas, cada vez hay más personas —de los campos de la antropología, la filosofía o la crítica cultural en clave feminista como Anna Tsing, Donna Haraway o Nicholas Mirzoeff— que alzan la voz contra la ideología detrás de la inevitabilidad del fin. Y algunas voces de este grupo han puesto en marcha la noción de contrapocalipsis, cuyo objetivo es contrarrestar el relato de catástrofe cercana “que surge de la unión entre la política financiera y la religión más ultraconservadora, los fundamentalistas de los tiempos de Ronald Reagan”, explica Catherine Keller, autora del libro Facing Apocalypse: Climate, Democracy and Other Last Chances (Afrontar el apocalipsis: clima, democracia y otras últimas oportunidades). La idea es desvelar la poderosa impronta cultural de irreversibilidad que subyace “en esas feroces políticas económicas, tan codiciosas que están dispuestas a la destrucción del planeta”, sostiene. Catedrática de Teología de la Universidad de Drew, en Nueva Jersey, Keller subraya que este movimiento contrapocalíptico “busca un cambio sistémico guiado por la noción de posibilidad, como nos demuestra el caso de la condena a la Shell”, subraya en una charla por teléfono desde Arizona. La multinacional Shell —una de las 25 empresas causantes de la mitad de las emisiones de CO2 que asolan el planeta— fue llevada a juicio hace cinco años por un grupo de personas por no adaptar su modelo de negocio de explotación y producción de combustibles fósiles al cambio climático. Hace unas semanas, los jueces han dado la razón a ese grupo de personas y han ordenado a la Shell que reduzca el 45% de sus emisiones de CO2 en un plazo de 10 años.
Frente a la idea de progreso infinito hasta el fin va tomando fuerza la idea de límite, de escasez y de un futuro de interconectividad. Para Joanna Zylinska, filósofa y teórica de la cultura en Goldsmiths, Universidad de Londres, el contrapocalipsis “quiere ofrecer la idea de removilización, tratar de visibilizar otro tono y otra forma de enfrentarse a las dificultades y las fragilidades, afrontando la realidad de la precariedad”. Zylinska alerta de que en la narrativa apocalíptica siempre subyace la noción de “los elegidos frente a la multitud, los que deciden, justifican y se benefician de situaciones que catalogan como naturales”. En conversación telefónica, Zylinska explica que no es casualidad que la narrativa del fin del mundo “lleva a la desmovilización social y política. La prueba es que la mayoría de los jóvenes están paralizados ante la idea del cambio climático, de que es demasiado tarde para todo”.
El mundo es entonces un escenario ideologizado donde la cuota de ficción es inabarcable. Y voces como la de Zylinska desvelan que el resultado de la depresión apocalíptica lleva a la inacción. Lo cierto es que las pantallas están saturadas de muertos vivientes y todos tenemos un cierto aire zombi, como cantaba Donita Sparks, de la banda L7, en Pretend We’re Dead (Cuando fingimos que estamos muertos). Habrá que decidir qué queremos cultivar: la vida o la muerte, porque parece que la vieja rueda económica, ciega y sin rumbo, ya no sirve. Quizás es el momento de “hacer una pausa y poner en marcha un proceso en busca de nuevos sensores que ayuden a recalibrar el camino”, como reza la descripción del proyecto Reset Modernity!, auspiciado por el antropólogo Bruno Latour, un proyecto que denuncia la modernidad como un sistema “infructuoso a la hora de enfrentarnos a la crisis ecológica”.
El mañana no está definido
Estas voces contrapocalípticas tienen en común la reiteración en la idea de que el futuro no está decidido, sino que está por hacer, aunque la sombra cultural de los libros sagrados —de la Epopeya de Gilgamesh al Antiguo Testamento, del Libro de Isaías de la Biblia hebrea al Corán— pregone alegorías más oscuras. Es este un mundo nuevo que se rige por viejas escrituras, un mundo que lleva interiorizado — son muchos siglos de sometimiento al poder religioso— un relato siniestro de destrucción. Inspirar pasiones tristes es necesario para el ejercicio del poder, decía Gilles Deleuze.
La catástrofe final del mundo es solo una narrativa posible, un relato. Es la metáfora del camino más cruel entre otros probables caminos. Este presente de mascarillas, de pantallas de bolsillo y de drones teledirigidos por robots es el futuro de ayer. El mañana no está definido.
“El poder es la agencia que reduce el campo de posibilidades a un orden prescriptivo”, se puede leer en Futurabilidad, de Franco Bifo Berardi. Ese orden “da lugar a un pensamiento, una imaginación y un conocimiento sometidos a las reglas de la ganancia económica y la violencia, que llevan encadenadas la idea de resignación, sacrificio y destrucción”, escribe Bifo. Y los contrapocalípticos subrayan que se puede cambiar ese orden. Bajo esa luz, el poder es entonces un determinismo engendrado en nuestra imaginación social, moldeada por el chantaje de la superstición. Ahora, como en otros momentos de la historia, en esta sociedad de la pandemia, la vigilancia y el espectáculo, el rastro del apocalipsis ha renovado su brillo.
“Todo relato tiene un principio y un final. Es un rito cosmogónico”, reflexiona Aarón Rodríguez Serrano, doctor en Comunicación y profesor de la Universidad Jaume I. “La diferencia es que ahora esa fantasía se ha acelerado, y el fin del mundo no se frena en el último minuto, como hemos visto en tantas películas. Ahora hay menos utopías y las historias más pesimistas toman protagonismo. Para bien o para mal, la pandemia nos ha demostrado que nuestro sistema simbólico es muy frágil”. Y añade: “En Occidente tenemos una relación complicada con la realidad, y con la pandemia esa realidad —la enfermedad, la vejez, la muerte o la complejidad de las relaciones con los otros— se nos ha metido en casa y no somos conscientes de hasta qué punto. Es un tiempo nuevo”, explica al teléfono Rodríguez.
Quizás entonces asistimos al umbral de un nuevo relato que ponga el acento en nuestra supervivencia como individuos, como comunidad y como planeta. Si no, podemos acabar en un escenario parecido a Tiempo después, la película posapocalíptica de José Luis Cuerda ambientada en el año 9177 —”mil años arriba, mil años abajo”, como dice una voz en el filme— donde la lucha de clases se da entre un puñado de elegidos que viven en un solo edificio y una multitud de desheredados que malviven alrededor.
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