La independencia periodística, el mejor negocio de los medios
Lionel Barber, que convirtió ‘Financial Times’ en diario mundial de referencia, radiografía en sus memorias la relación entre la prensa y el poder. El periodista subraya que la independencia es el valor más preciado para un medio de calidad y que esta se defiende día a día ante los poderes políticos, económicos y los propietarios
El periodismo se recrea en sus propios mitos. Las complejidades, miserias, tácticas y escaramuzas diarias que supone dirigir un medio de comunicación desaparecen ante una gesta brillante como pudo ser la de Ben Bradlee al frente del The Washington Post. Por eso resulta un hallazgo esclarecedor la publicación del libro The Powerful and The Damned: Private Diaries in Turbulent Times (los poderosos y los condenados: diarios privados en tiempos turbulentos, Penguin Books, todavía no publicado en español), del periodista Lionel Barber, quien durante 15 años (2005-2020) dirigió un icono de la globalización como es el Financial Times. No hay concepto más reconfortante, y simplón, que el de la prensa como último bastión contra “los poderosos”. Pero ¿quiénes son esos poderosos? ¿La clase política, cada vez más apabullada ante un mundo que la desborda? ¿Las grandes multinacionales o los gigantes financieros? ¿Las redes sociales, que han arrebatado a los medios su función de guardianes de la puerta y aireado cruelmente sus incongruencias y carencias?
Leer a Barber es entender que un news editor (como se denomina en el mundo anglosajón al director) es el maestro de ceremonias de un circo de varias pistas en el que la independencia puede y debe mantenerse, pero no como una conquista inamovible y definitiva sino como un empeño diario. Un empeño que exige construir relaciones de confianza y de respeto, transigir a veces en lo accesorio para preservar lo importante y respaldar la tarea de los periodistas bajo sus órdenes con la misma firmeza con que les reclama rigor y profesionalidad. “Alguien me preguntó en una ocasión qué importancia le había dado, al final de todo, al hecho de mantener feliz a la redacción”, confiesa Barber a EL PAÍS en la larga conversación sostenida el pasado martes en uno de los cafés de la londinense estación de Victoria, aprovechando las escasas pausas de quien mantiene una intensa agenda de viajes y trabajo. “Muy poca, realmente. Nunca van a estar felices. Son periodistas. En el caso del Financial Times, son 565 anarquistas brillantes. Lo único que les pedí fue que confiaran en mí. Yo sabía que era uno de los mejores periodistas de la redacción. No podían desafiar mi capacidad de juicio. Y siempre estuve del lado de los reporteros cuando hizo falta. Pero también les dejé claro que necesitábamos cambiar”.
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SUSCRÍBETE AHORALas dos mayores proezas del periodismo británico reciente las han protagonizado el propio Barber, quien ha consolidado al Financial Times como un periódico mundial de referencia a la vez que aseguraba su futuro económico (más de un millón de lectores de pago), y Alan Rusbridger, quien estuvo al frente de The Guardian durante 20 años (1995-2015) y convirtió al bicentenario periódico en una referencia internacional del periodismo progresista —pero sobre todo, del periodismo—. Rusbridger entendió antes que nadie la necesaria transformación digital y tuvo el arrojo de cuestionar el axioma “perro no come perro” con el que los medios se tapaban mutuamente sus vergüenzas. Su denuncia de los indiscriminados pinchazos telefónicos a políticos y a ciudadanos anónimos de los diarios tabloides del magnate Rupert Murdoch acabó con el cierre del infame News of The World. La poderosa prensa conservadora tuvo que tragarse sus intentos de intimidación a Rusbridger y aceptar a regañadientes la catarsis profesional que supuso el escándalo. El director estuvo detrás de las grandes investigaciones periodísticas del siglo XXI, como los cables diplomáticos de WikiLeaks —un esfuerzo al que contribuyó también EL PAÍS, con una descomunal tarea de filtro y valoración y contextualización de toda aquella información—, o la revelación de documentos clasificados de la Agencia de Seguridad Nacional Estadounidense, conseguidos a través del analista tecnológico Edward Snowden. Rusbridger sostuvo la independencia de su diario frente a la caza de brujas desatada desde Washington y respaldada por el establishment británico, que intentó a toda costa sancionar penalmente al periodista.
“¿Ama usted a su país?”, le cuestionó bruscamente el diputado laborista Keith Vaz en la comisión parlamentaria convocada para abordar el asunto. “Por una fracción de segundo me quedé sin habla”, cuenta Rusbridger en el libro Breaking News: The Remaking of Journalism and Why It Matters Now (última hora: la reinvención del periodismo y por qué es importante ahora, editorial Canongate, todavía sin traducción al español). “Me recuperé para contestar que mi patriotismo estaba enraizado en la idea de un Reino Unido que permitía a la prensa libre informar de estos asuntos. Había países donde los servicios de seguridad indicaban a los directores lo que podían o no escribir. No eran democracias. Yo estaba orgulloso de vivir en un país que no se comportaba así”, recuerda Rusbridger.
Su defensa de la independencia de los medios fue la de un coloso, pero esa misma independencia debe preservarse desde otros flancos menos épicos aunque igual de complicados. The Guardian sufre los mismos apuros económicos para sostener un periodismo de calidad que la mayoría de los periódicos, pero depende de un sólido fideicomiso, el Scott Trust (hoy sociedad anónima) que reinvierte en el diario todos los beneficios y garantiza, frente a todo interés, su libertad editorial. Barber se hizo con el timón de un medio que tenía pérdidas millonarias, recursos limitados y un propietario, el grupo Pearson, que apenas se resistía ya a la tentación de deshacerse del diario. Como así hizo. La venta al gigante japonés Nikkei desató las alertas en la redacción. Muchos vieron amenazada la integridad del Financial Times. “Me pidieron que presentara a los japoneses un escrito en el que se comprometieran a respetar nuestra independencia editorial. Pensé que se habían vuelto locos. Así no se hacen las cosas. La clave está en ir construyendo una relación de confianza”, explica Barber. Primer paso, dejar claro desde un principio qué quieres hacer con el periódico, que no era otra cosa que convertirlo en un producto de calidad indiscutible. Segundo, no perder dinero. Tercero, asumir que el producto tiene un propietario al que hay que respetar, conocer y, sobre todo, evitar sorpresas. El director del Financial Times fue realizando pequeñas comprobaciones. Publicaba informaciones sobre la sociedad japonesa (acoso sexual en sus empresas de medios) o sobre aliados económicos de Nikkei para ver la respuesta de sus nuevos dueños. En todo momento fue, cuenta, de profundo respeto. Tuvo la lealtad de explicarles de antemano lo que iba a aparecer en el periódico.
Relata así Barber una verdad sospechada. Que la independencia es el valor más preciado de un medio, pero que requiere mano izquierda para defenderla ante amenazas de todos los frentes. Ante políticos y empresarios, dejándoles claro en todo momento que no eres su amigo. Que les vas a tratar con respeto, pero que serás duro con ellos si mienten. Ante un mundo que ha cambiado drásticamente y persigue, legítimamente pero con todas las armas a su alcance, imponer nuevas reglas de conducta, periodismo riguroso, fundamentado más en los hechos y menos en las opiniones. “Hoy existen nuevas fuerzas en juego, como el movimiento MeToo o el Black Lives Matter. Lo dije en su momento, cuando me puse al frente del Financial Times, y lo sostengo ahora: la diversidad es muy importante, pero no puede ser nuestro principio organizador. Nuestro principio debe ser informar con autoridad, presentar hechos concretos. Porque eso es lo que somos y no todo lo vamos a contemplar bajo el prisma de la diversidad”, asegura desafiante.
Y ante sí mismos y su propio conformismo, los medios también están obligados a preservar su independencia, atada de modo inesquivable a su credibilidad. Porque arremeter con dureza contra Donald Trump, contra Boris Johnson o contra el nacionalismo rampante que trajo consigo el Brexit puede ser necesario pero es fácil. Lo difícil fue en su momento detectar el grado de complacencia y especulación que provocó la crisis financiera de 2008. Lo que no se supo hacer fue atisbar adecuadamente el ascenso del populismo y tomarse más en serio a un personaje como el ultranacionalista Nigel Farage y a su partido UKIP. Se despreciaron por mentirosos o económicamente irracionales sus argumentos y no se mostró la sensibilidad necesaria ante el problema de la inmigración. Y se celebró la globalización sin incidir en sus aspectos negativos. “La prueba está en el pudin”, dicen los ingleses para indicar que el mejor modo de comprobar la pericia de un cocinero es probar sus platos. La independencia de los medios no se proclama, sino que se encargan de demostrarla cada días sus informaciones.
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