Nigel Farage, el pastor de la tribu del Brexit
El ultranacionalista ha sabido dirigir el rencor británico contra el "enemigo" en Bruselas
Hay en el Reino Unido una tribu perdida de votantes, que despertó a finales de los años 60 Enoch Powell con su discurso racista, nacionalista y antieuropeo, y que durante décadas ha vagado perdida, apoyando a desgana a conservadores o laboristas, hasta que Nigel Farage apareció en el momento oportuno para conducirles a la tierra prometida.
El establishment le desprecia, sin entender que se trata de un producto genuinamente británico que podría haber nacido de la fértil imaginación de Charles Dickens. Farage (Downe, Reino Unido, 55 años) vio a los cinco años cómo su padre, un corredor de bolsa de trago fácil, abandonaba a su familia para emprender sus propias aventuras en el mundo de las antigüedades. Aparentemente, no dejó trauma. Su hijo descubrió por sí mismo lo lejos que se puede llegar con buenas relaciones, la dosis apropiada de carisma y charlatanería, un desarrollado instinto de la oportunidad y un enemigo compartido. Se dedicó al golf, al cricket, a la pesca, a la política (ingresó en el Partido Conservador en 1978) y derivó, sin estudios universitarios, en la City de Londres. Alguien quedó cautivado con la locuacidad y desparpajo del joven Farage (en un campo de golf, precisamente) y le ofreció su primera oportunidad como corredor de comercio en la Bolsa de Metales de Londres.
Aún en su veintena, y con unas copas de más a la salida del trabajo, un coche le arrolló cerca de la Estación de Orpington. Le costó un año recuperarse. Poco después, sufriría un cáncer testicular, que también logro dejar atrás.
Pero no fue esa su epifanía. Su verdadero destino lo encontró cuando decidió abandonar las filas conservadoras, ante la “claudicación” del entonces primer ministro, John Major, que había firmado el Tratado de Maastricht de la UE. Ayudó entonces a fundar el UKIP (Partido de la Independencia del Reino Unido), hasta que se hizo con su liderazgo. Porque Farage no entiende el poder compartido. Y no ha mostrado nunca escrúpulo alguno en quitarse de en medio a los adversarios sin perder la sonrisa. “La lección de la historia, al parecer, es que todo partido político necesita de vez en cuando una purga, como cualquier hábitat necesita el efecto sin duda doloroso pero purificador del fuego”, escribió en su autobiografía Fighting Bull (Toro de Lidia) al referirse a una de las habituales luchas intestinas del partido en la que de nuevo se colocó en el lado ganador.
Especialista en saber cuándo hay que dar un paso adelante y cuándo hay que abandonar el barco, su momento llegó en 2015. Aprovechó las elecciones al Parlamento Europeo, que en el Reino Unido más que en ningún otro país son un vehículo de protesta antes que un ejercicio de responsabilidad política, para dar el campanazo. El UKIP se hizo con la primera posición y desató los temores del entonces primer ministro, David Cameron. Farage había agitado el resentimiento y el racismo de una clase media baja a la que la globalización y la crisis económica habían dejado en la cuneta, incapaz de reconocer a su propio país (o al que hasta entonces habían imaginado) al salir a la calle. Cameron cayó en la trampa, y en el famoso y hoy infame discurso en la sede de Bloomberg, convocó un referéndum para salir de la Unión Europea que nadie había pedido, y que creyó sería el modo de conjurar el fantasma del UKIP.
No entiende el poder compartido, y no tiene escrúpulos en quitarse de en medio a sus adversarios
La campaña por el Brexit fue el momento de gloria de un político que maneja como nadie el discurso del rencor, y derivó esa rabia de sus seguidores contra el “enemigo” en Bruselas. El resultado es conocido, pero su efecto inesperado fue lograr que Farage, una vez alcanzado su cometido, diera la impresión de haber desaparecido del mapa. Era un espejismo. Mantenía su ritmo de vida con la ayuda de amigos multimillonarios encantados de financiar la implosión de la UE desde la isla díscola, y su presencia pública con la continua aparición en programas de televisión y con su propio programa de radio en la LBC, donde preservaba la conversación y la llama con sus fieles seguidores.
Se distanció del UKIP, después de renunciar a su liderazgo. No fue un desencanto sentimental sino una jugada calculada. La formación, en manos de figuras irrelevantes, se desviaba cada vez más hacia un radicalismo poco presentable. Acogió en su seno a personajes como Tommy Robinson, el fascista fundador de la Liga para la Defensa de Inglaterrra.
Farage esperó paciente a ver cómo la anhelada salida de la UE se convertía un fiasco por el torpe manejo de la situación de Theresa May. Y en el momento justo, llegada la fecha del 29 de marzo (el día originalmente concebido para soltar lastre, que Londres y Bruselas acabaron retrasando al 31 de octubre) fundó el Partido del Brexit. Nadie se había molestado siquiera, providencialmente para él, en registrar un nombre tan obvio. No es realmente un partido. No tiene afiliados, solo seguidores. Lo dirige Farage desde la cúpula. Recauda con facilidad pasmosa cientos de miles de libras en donaciones. Cobró a los asistentes de sus actos de campaña (unos tres euros), y la gente pagaba. Pagaba, y registraba sus datos para alimentar una bolsa de fanáticos que la formación puede controlar a su antojo.
De nuevo el partido más votado en las recientes elecciones europeas, Farage vuelve a ser el factor distorsionador del Partido Conservador, que no sabe cómo lograr que esa tribu de votantes perdidos vuelva a casa. El político vive su segundo momento de gloria. Rememora el esplendor pasado de su adorado Enoch Powell. Sin ser consciente, quizá, de la frase por la que aquella figura incendiaria de la reciente historia británica es más recordada: Toda carrera política conduce inevitablemente al fracaso.
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