El regreso de la cazadora de cuero que marcó a toda una generación gracias a ‘Top Gun’
El modelo bomber navy G-1 pasó de la marina de los Estados Unidos al cine gracias a Tom Cruise y, a partir de ahí, a políticos y compradores de a pie que pudieron encontrarla en varias versiones y precios. Con la esperada segunda parte de la película, la prenda vuelve a ser el centro de las miradas y demandada por las tiendas más populares
Si alguna vez se han preguntado si un artefacto cultural tiene poder de seducción suficiente para cambiar vidas, la respuesta la encontrarán en las Arwens, las Daenerys o los Logans que ahora mismo campan felices por Móstoles, Hospitalet o Vigo. Una película puede recaudar una fortuna, pero su verdadera importancia se demuestra cuando pasa a formar parte del acervo pop: frases, gestos, memes y una cascada de plagios más o menos descarados.
Así ocurrió con Top Gun (Tony Scott, 1986), que estrena segunda parte este otoño (Top Gun: Maverick) y que reverdecerá el deseo por la Kawasaki Ninja, los Levi’s 501 y las Ray-Ban Aviator. Tres años antes del estreno de la Top Gun primigenia, Tom Cruise ya había demostrado su toque Midas en Risky Business (Paul Brickman, 1983), cuando las Wayfarer aumentaron su demanda de 18.000 a 360.000 unidades anuales.
Como toda película de culto, Top Gun creó un lucrativo universo de memorabilia que incluía ropa, miniaturas de aviones, cascos de motos o una colección amplísima de parches, perfectos para hacer amigos en cualquier estado del cinturón bíblico –algunos estados ubicados en el centro y sur de Estados Unidos en los que la religión tiene un fuerte componente social– con diseños de la bandera de Texas, el escuadrón de los Tomcatters, el crucero USS Galveston o el de las Seabees, la unidad de la Armada especializada en obras de ingeniería civil, con el logo de una abeja enloquecida que sostiene (tiene seis patas y ella puede) una llave inglesa, un martillo y una ametralladora.
Pero la joya de la corona, la pieza más aspiracional de Top Gun, es la bomber Navy G-1, una chaqueta de aviador diseñada en 1940 y ligada a la historia de los pilotos de élite de la Marina de Guerra de los Estados Unidos. ¿Cómo distinguirla? Por su piel curtida de cabra, el cuello de lana de oveja, los diecisiete parches pulcramente bordados que conmemoran misiones icónicas, los dos bolsillos delanteros y la famosa insignia del ancla de la USN (siglas de United States Navy). Las más espectaculares se encuentran en Internet por unos 950 euros (en AliExpress hay genialidades inflamables por 120 euros) y las webs que las venden siempre escogen modelos clavaditos a un Cruise veinteañero. Todas las casas históricas de equipamiento militar —Avirex, Schott NYC, Rothco, Alpha Industries— ya andan frotándose las manos con las posibilidades de la segunda parte.
Entre la política y la disidencia
Pero, ¿cuál es exactamente el magnetismo de la chaqueta de cuero? Para algunos, los que visten cualquier prenda de piel siempre han parecido sospechosos. Verbigracia: Tyler Durden, protagonista de El Club de la Lucha. En política, esta prenda ambigua se ha usado mucho para dar una imagen de conectado a la realidad; Richard Nixon, George W. Bush, Vladimir Putin o Kim Jong-un han sido vistos con ella. En nuestro país dio la campanada la exministra de Asuntos Exteriores Trinidad Jiménez (que vistió una chaqueta de cuero de Javier Simorra en la precampaña para la alcaldía de Madrid en 2002) y Pedro Sánchez, que la escogió (de Massimo Duti, 199 euros, color marrón) para en 2017 liderar “un nuevo PSOE”. Una vez más –y esto en moda ocurre siempre–, un diseño icónico ligado al inconformismo es fagocitado por el sistema. Adelantándose al estreno, Avirex anunció hace unas semanas cinco corners en El Corte Inglés, que no es precisamente un símbolo de rebeldía.
A pesar de las reticencias de muchos escépticos, la fortaleza de esta chaqueta a través de las décadas confirma que tiene un público fervoroso, sea en su versión biker vestida por Marlon Brando, James Dean o Steve McQueen, o en las interpretaciones que las marcas han ido lanzando estos años: rock’n’roll (Saint Laurent, Gucci), futurista (Acne, Connolly, Loewe), perfecto (Dior, Comme des Garçons, Helmut Lang) o refinada (Loro Piana, Bottega Veneta, Prada).
Por qué ahora
¿Por qué procede ahora una secuela de Top Gun? El film se estrenó en 1986, cuando las heridas de Vietnam comenzaban a cicatrizar y la Guerra Fría parecía aflojar la tensión. Tony Scott no dirigió una película, sino un anuncio para que los norteamericanos volvieran a estar orgullosos de Estados Unidos.
Detengámonos un momento en la biografía de Tony, caballero con una biografía apasionante que se quitó la vida en 2012. Se había formado en el Royal College of Art, y quería convertirse en pintor. Su hermano Ridley, siete años mayor que él y más curtido en la jungla del arte, le sugirió que se uniera a su próspera productora dedicada a la publicidad. El argumento para convencerlo fue tan rupestre como efectivo: en un año tendría un Ferrari. Tony, que era un loco de los coches, se apuntó. Y tuvo su Ferrari.
Esa fue su verdadera escuela: dirigió anuncios durante quince años y en todo ese tiempo aprendió a vender con gracia, efectividad y agresividad. Tony y Ridley formaron parte de una generación de jóvenes directores británicos fogueados en la publicidad —Adrian Lyne, Alan Parker, Hugh Hudson— que llamaron la atención del todopoderoso Jerry Bruckheimer, un productor en la mejor tradición estadounidense del entretenimiento de primera, como (salvando las distancias) David O. Selznick o Cecil B. DeMille.
De los cientos de anuncios dirigidos por Tony, uno cambió su destino. La empresa sueca de aviación Saab le encargó en 1983 Nothing on Earth Comes Close, una bufonada de minuto y medio donde se comparaba el turbo Saab 900 y el caza Saab 37 Viggen.
En ese anuncio ya está todo Top Gun: la masculinidad supuestamente críptica pero más simple que el asa de un cubo, la épica del cacharro, los rituales tribales, la soledad del individualismo y el morbo de la velocidad y el riesgo. Ese mismo año, en 1983, se publicó en la revista California un artículo de Ehud Yonay que describía la vida extraña y excitante de los pilotos en la Estación Aérea Naval de Miramar, San Diego. Los productores Bruckheimer y Simpson detectaron inmediatamente ese colegueo patriótico en el ambiente. Contaron con la ayuda de la Marina en el guión (que cambió algunos detalles) y la producción. Además de rodar maniobras rutinarias, se pusieron a disposición del rodaje varios F-14, y Paramount pagó 7.800 dólares por cada hora extra de los aviones fuera de sus funciones habituales. El piloto acrobático Art Scholl fue contratado para hacer el trabajo de cámara en vuelo para la película. El guión preveía un giro complejo, pero Scholl no pudo recuperar la altitud y se estrelló con su biplano en el Pacífico, frente a la costa del sur de California. La película está dedicada a él.
Esa película que es tantas cosas más
La trama de Top Gun es sencilla. Pete Maverick Mitchell, un indisciplinado piloto con talento, arrogancia y traumas a partes iguales, quiere ganar el trofeo que lo acreditará como el mejor aviador. Tiene un rival, Iceman, pero en realidad él mismo es su peor enemigo. Nuestro héroe se enfrenta a los grandes temas universales (relación padre e hijo, viajes que transforman, presión de grupo) y lo hace con herramientas cavernarias: la velocidad, el ligoteo, la cerveza, la toalla en el vestuario. Maverick, ya lo ven, no tiene la profundidad de un Atticus Finch, pero tiene carisma. La película recaudó 357 millones (costó 15) y la Marina —que instaló puestos de reclutamiento fuera de los cines donde se proyectaba— aumentó en un 500% sus solicitudes de ingreso en Annapolis.
¿Hay un subtexto gay en el film? Así lo creyeron los críticos de cine Pauline Kael (The New Yorker) y Frank Rich (Esquire), que afirmaron que la verdadera lucha de Maverick es contra su identidad. En Duerme conmigo (Rory Kelly, 1994) Quentin Tarantino hace un cameo y un guiño al monólogo sobre Madonna que abre Reservoir Dogs, solo que en esta ocasión expone su teoría sobre Top Gun, un western de los cielos donde todos los pilotos están enamorados entre ellos y la estricta Kelly McGilis encarna a la aburrida heterosexualidad. Lo mejor de las películas es que para cada uno significan cosas distintas, pero solo un apunte final: algunos planos de camaradería, explicó Tony Scott, vinieron inspirados por fotografías de Robert Mapplethorpe y Bruce Weber (el que no entienda el guiño que busque en Google imágenes de estos dos genios).
Producto de marketing o no, algo es seguro: la segunda parte que celebra el 35º aniversario y que se estrena el próximo 19 de noviembre ha despertado entusiasmo en un momento histórico necesitado de alegrías inocentes. Amanece de nuevo en América gracias al renacer de una película que, aún con sus excesos, hace vibrar al público gracias a su diversión primaria. Lo resume una de sus frases emblemáticas: “Tengo la necesidad... la necesidad de velocidad”.
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