Ocho Razzies “a la peor interpretación de Bruce Willis en 2021”: cómo el actor mejor pagado de Hollywood cayó al infierno del cine de saldo
Los anti-Oscar oficializan con una nueva candidatura un sentimiento que desde hace años sobrevuela Hollywood: la estrella de ‘La jungla de cristal’ hace demasiadas películas y todas son muy malas
En 2013, Sylvester Stallone describió a Bruce Willis como “un vago y un avaricioso”, lo cual era, según el intérprete de Rocky y Rambo, “una fórmula segura para el fracaso”. Stallone le había ofrecido tres millones por tres jornadas de trabajo en Los mercenarios 3 y Willis había pedido un millón más. Casi una década después, esos dos reproches, la vagancia y la avaricia, parecen la única explicación para el devenir de la carrera de Willis: quien fuese el actor mejor pagado de Hollywood tiene ahora una categoría propia en los premios Razzies, los conocidos como los anti-Oscar, llamada “Peor interpretación de Bruce Willis en una película de 2021″. Hay ocho candidatas. Todas se han estrenado directamente en formato doméstico. ¿Cómo ha llegado el actor hasta aquí?
Quizá todo empezó en algún momento de los dosmiles. Bruce Willis (Idar-Oberstein, Alemania, 66 años) empezó entonces a dar muestras de haberse cansado de luchar contra su destino, de tener a la crítica en contra y al público de su lado solo cuando interpretaba a perdedores en películas de acción. Lo único que le quedaba era hacer eso mismo, el cine que se esperaba de él. Empezó a aceptar papeles en thrillers de acción genéricos que él interpreta con un pinganillo para no tener que aprenderse los diálogos.
Su último intento de alcanzar el prestigio fue en 2015. Forjado en Broadway pero tras 30 años sin pisar un escenario, regresó al teatro con una adaptación de Misery (la novela de terror de Stephen King) y la crítica lo hundió con adjetivos como “inerte” o “vacío”. Desde aquel fracaso, Willis solo ha hecho películas de bajo presupuesto estrenadas directamente en formato doméstico. Si el público era incapaz de mirarlo sin ver otra cosa que a Bruce Willis, si Hollywood ya no tenía hueco para él porque solo le interesan las franquicias, el propio actor decidió que él podía convertirse en una de ellas. Y el fabricante al por mayor del producto sería Randall Emmet.
Cruzarse con este productor es lo peor que le ha pasado al prestigio de Willis y lo mejor que le ha ocurrido a su cuenta bancaria. Tal y como cuenta la web Vulture, Emmet tiene montado un sistema de producción de películas en masa que consiste en reunir a un equipo de profesionales principiantes con ganas de hacer currículum, convencer a una estrella veterana para rodar un par de días a cambio de un millón de dólares (Travolta, Pacino, Cage, De Niro, Seagal, Malkovich) y utilizar su cara en el póster para conseguir acuerdos de distribución internacionales. La estrella suele salir en tres escenas: una al principio, otra a la mitad y otra al final. En Mercenarios de élite Willis aparecía un total de siete minutos; en Extraction, ocho; en Sobrevive esta noche, casi diez.
Ha rodado 29 películas en ocho años, 20 de ellas con Randall Emmet, 23 se han estrenado directamente en formato doméstico y 16 tienen menos de un 10% de críticas positivas en Rotten Tomatoes. Este tipo de productos, sin embargo, resultan rentables porque siguen teniendo su público: Los conspiradores se coló en el top 10 de Netflix en 2020, cuatro años después de su estreno. Si le ofrecieran algo mejor cabe suponer que lo aceptaría, pero en una industria que ya no sabe qué hacer con él, Willis se ve en la tesitura de quedarse en casa de brazos cruzados o ganar dinero fácil en rodajes donde sigue siendo el rey. La mayoría de veteranos en su situación optan por lo segundo.
Al igual que con Cage, De Niro o Pacino, se especula con problemas económicos: no debe de ser fácil renunciar a cierto nivel de vida. Nicolas Cage se metió en el mercado de la serie B porque el fisco le reclamaba 14 millones de dólares y este tipo de películas significan dinero fácil y, sobre todo, rápido: una producción de Hollywood, por la que Cage o Willis podrían cobrar más dinero, tarda años en levantarse mientras que las de Randall Emmet se ponen en marcha en cuestión de semanas. Para producir uno de estos subproductos basta con encontrar un inversor (que puede ser productores de cine, herederos, magnates del petróleo o gurús tecnológicos) que sea admirador de Bruce Willis. El influencer Dan Bilzerian contribuyó a la financiación de El último superviviente a cambio de un papel en Extraction junto a Willis. Por el mismo motivo, en los créditos de Mercenarios de élite figuran 22 productores ejecutivos.
Emmet no tiene miedo de cabrear a sus inversores, a sus directores, ni a sus guionistas. Racanea cada dólar y reduce los días de rodaje al mínimo. Un productor que ha trabajado con Emmet señaló a The New York Magazine que los proyectos con Willis en particular tienen “una naturaleza de explotación y bullying” porque los días de rodaje se van recortando sobre la marcha. Durante el rodaje de Sin escapatoria, el actor decidió reducir su participación de dos días a un solo día: el director debía exprimir de él todas las escenas posibles en una sola jornada.
“¿Por qué Bruce Willis sigue haciendo películas que claramente odia?”, se preguntaba Esquire en 2020. Esa es otra pregunta con larga respuesta. Bruce Willis siempre se ha visto a sí mismo como un perdedor que tiene todo el sistema en contra, al menos eso le dijeron a Vanity Fair en 1991 quienes le conocen bien. El complejo le viene de su infancia. De pequeño sufría una tartamudez que, como le contó en 1996 al periodista David Sheff, superó gracias al teatro: si memorizaba sus frases no tartamudeaba. A partir de ahí, Willis fue construyendo un personaje acorde con su físico: un tipo socarrón, irónico y al que todo le daba igual. Es el personaje que el público después conocería como Bruce Willis y, a lo largo de su carrera, el actor interpretaría diferentes variaciones de él. La primera fue en la serie de televisión Luz de luna, estrenada en España en 1986.
Los ejecutivos de la cadena querían una estrella, así que Willis tuvo que hacer once castings para convencerlos. En el último de ellos había una mujer que se levantó y dijo: “No sé si es un galán o no, pero tiene pinta de que acostarse con él es como follar con el peligro”. Le dieron el papel.
La media sonrisa ladeada era su gesto de seducción más característico. “Me han llamado arrogante algunos de los mejores escritores de este país”, se lamentaba Willis en 1996. “Al principio de Luz de luna todos decían ‘Nos encanta, qué cautivador’. Luego se volvió algo negativo: ‘Me gustaría borrarle esa sonrisa de la cara”.
El fracaso de sus dos películas con el director Blake Edwards, Cita a ciegas (1987) y Asesinato en Beverly Hills (1988) y, sobre todo, la decisión de grabar un disco de R&B con la Motown, titularlo The Return of Bruno y lanzar un sencillo llamado, paradójicamente, Respect Yourself (Respétate a ti mismo) convirtió a Willis en un chiste para las élites intelectuales. Willis era un galán atípico y moderno, un canalla, un obrero al que Hollywood dejó entrar pero nunca le permitiría olvidar que estaba ahí de prestado. Por eso cuando recibió el mayor sueldo de Hollywood hasta la fecha, cinco millones de dólares, por La jungla de cristal, la industria y la prensa enloquecieron. “Si Willis vale cinco millones” titulaba The New York Times, “¿cuánto puede pedir Robert Redford?”. El presidente de Metro-Goldwyn-Mayer, Alan Ladd Jr., expresó la preocupación de la industria: “Esto hará que el negocio se descontrole”.
El estudio Fox insistía en que Willis valía ese dinero. Solo él podía sacar adelante a un héroe de acción que parecía salir de la calle, tan desgraciado y tan cínico que parecía saber que estaba en una película: en la secuela, ambientada en un aeropuerto, exclamaba con toda la razón “¿Qué probabilidades hay de que esto le pase al mismo tío dos veces?”.
Willis no tenía que fingir esa “actitud macarra”, porque había crecido con ella. De adolescente trabajó en la siderurgia de su padre y, mientras hacía papeles en teatros marginales de Broadway, sirvió copas en los bares de moda de Nueva York hasta que consiguió trabajo en Luz de luna. “Cada vez que se pone un esmoquin” explicó el crítico Alex Pappademas, “parece que viene de pelear contra un toro con él puesto”.
A diferencia de Stallone o Schwarzenegger, los músculos de Willis parecían vulnerables, cada golpe le dolía. Bruce Willis era un héroe de acción mortal. Un perdedor empedernido. Quizá por este aura de desgraciado, tres años después la prensa se apresuró a decretar el final de su carrera. Los fracasos de La hoguera de las vanidades (1990), El último boy scout (1991) y, sobre todo, El gran halcón (1991, coescrita por el propio Willis) parecían demostrar que el éxito de La jungla de cristal y su secuela habían sido dos golpes de suerte. El actor desarrolló una animadversión paranoica hacia la prensa, que según él estaba empeñada en derribarlo. “Hay tanta competitividad que puedes ver cuánta gente quiere verte fracasar”, aseguraba.
Aunque esta neurosis le perjudicase (se sentaba en todas las entrevistas a la defensiva) tenía motivos para creer que la prensa le había cogido manía. Los periodistas lo describían como “una estrella que come con las manos” o “un actor que se ha forrado porque Hollywood se ha vuelto una corporación”. Así que Willis optó por, tal y como describió la revista Movieline en 1999, “acudir a las entrevistas sin su personalidad”. Su estrategia era ensayar sus respuestas para no decir nada destacable, para preservar la imagen pública de Bruce Willis y, de paso, para asegurarse de no tartamudear.
La resurrección de su carrera llegó en 1994, cuando Quentin Tarantino le dio un papel de boxeador en Pulp Fiction en el que, en una profecía de su carrera actual, aceptaba un sobre lleno de dinero a cambio de dejarse derrotar en un combate. Sin embargo, Pulp Fiction también inauguró un patrón en la carrera de Bruce Willis: incluso cuando se marcaba un éxito, la prensa se centraba en otros aspectos de la película. En este caso su narrativa de resurrección quedó eclipsada por la de John Travolta. Del mismo modo, cinco años después, ante el fenómeno de El sexto sentido (1999) la conversación mediática se centró en los descubrimientos de M. Night Shyamalan y de Haley Joel Osment. Parecía que El sexto sentido era una gran película a pesar de Willis, no gracias a él.
Lo que realmente relanzó la carrera de Willis fue la tercera parte de La jungla de cristal y Armageddon, las películas más taquilleras de 1995 y 1998, respectivamente. Y eso confirmaba que lo único que el público quería de Bruce Willis era que hiciera de Bruce Willis. Tenía que disimular que anhelaba el respeto de la crítica, que tenía inquietudes artísticas o que deseaba demostrar versatilidad como actor. De hecho es uno de los actores con la filmografía más variopinta de Hollywood: en cuestión de cinco años hizo de cirujano pusilánime en La muerte os sienta tan bien (1992), de amigo imaginario vestido de conejo de Pascua en Un muchacho llamado Norte (1994), de gánster en El último hombre (1996, remake de Walter Hill de Yojimbo ambientado en los años treinta), de loco al que nadie cree en 12 monos (1995) o de vendedor de coches usados al borde de un ataque de nervios en El desayuno de los campeones (1999). Hasta se interpretó a sí mismo en clave paródica en El juego de Hollywood (1993). En ninguno de estos proyectos era la primera opción para el director. Tuvo que luchar para conseguirlos y reducir su salario al mínimo.
Quizá de tanto fingir que todo le daba igual, a Bruce Willis ha acabado dándole todo igual. Al fin y al cabo, las películas que hace ahora solo existen para la gente que las ve. Y tal y como explicó Michael Caine cuando le preguntaron por su participación en Tiburón: la venganza (1987), otra película con 0 puntos en Rotten Tomatoes: “Es terrible, aunque en realidad nunca la ha visto. Lo que sí he visto es la casa en playa que me compré con el sueldo. Y es magnífica”.
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