50 años del ‘Blaxploitation’, el salvaje cine de consumo rápido creado por afroamericanos
Se cumple medio siglo de la llegada de un subgénero que experimenta un inesperado renacer a causa de la siempre candente cuestión racial en los Estados Unidos
Melvin Van Peebles guardaba una bala en la recámara. Siempre quiso ser cineasta y triunfar en Hollywood, pero la vida le había ido llevando por otros derroteros. Afroamericano nacido en Chicago en 1932, había sido pintor en México y periodista, dramaturgo y cantante en Francia. Incluso había grabado un álbum de jazz experimental, Brer Soul. A finales de la década de 1960 volvió a casa para rodar una comedia convencional, Watermelon Man, que le dejó profundamente insatisfecho. Así que se sacó de la guantera un guion que ningún estudio estaba dispuesto a financiarle, la historia de un joven huérfano criado en un burdel y acosado por agentes de policía racistas en la ciudad de Los Ángeles, invirtió en él sus ahorros y consiguió que un mecenas hoy caído en desgracia, Bill Cosby, le prestase 50.000 dólares.
En apenas 19 días rodó una película fértil y delirante, todo un clásico subterráneo, Sweet Sweetbacks Baadassss Song. Cine enérgico y de brocha gorda, filmado, según el propio Van Peebles, con el nervio y la urgencia del que “se muere de hambre y consigue colarse en una despensa”. En ella enroló a parte de su familia, incluido su hijo menor de edad, el futuro actor y director Mario Van Peebles. El joven Mario aparece en una de las escenas más controvertidas, una orgía prostibularia rodada sin tapujos.
La película se estrenó por fin en marzo de 1971, primero en los suburbios afroamericanos de ciudades como Detroit, Nueva York o Chicago. Nadie daba un centavo por ella, pero recaudó más de diez millones de dólares. Un éxito a contracorriente. Su autor quería convertirla en el manifiesto cinematográfico de un “nuevo cine negro”, pero el subtexto político (muy cercano al agresivo separatismo de los Black Panthers) pasó desapercibido a gran parte de su audiencia, que prefirió verla como lo que también era: una película desvergonzada y salvaje, rebosante de sexo, violencia e incorrección política. Hoy la recordamos como la gran pionera en la irrupción de la blaxploitation, una de esas flores raras que proliferaron en el exuberante jardín cultural de los 70. Un subgénero que estos días cumple 50 años, coincidiendo con un inesperado revival de las ficciones negras y de la siempre candente cuestión racial en los Estados Unidos.
¿Todo por la pasta?
La etiqueta exploitation, o cine de explotación, se reserva a películas sensacionalistas, provocadoras, escandalosas o lascivas que intentan recaudar dinero sacando partido de modas pasajeras o explorando los límites de la censura. Suelen ser productos de serie B (o Z), vehículos de una comercialidad oportunista y descarnada, cuando no chapuzas flagrantes o ejemplos de infracine de la peor calaña. La blaxploitation, con todo, consiguió ser mucho más que eso. Una excentricidad y una moda efímera, sin duda, y un paraguas genérico que agrupó películas de pelaje muy diverso, algunas mejores que otras. Pero, sobre todo, como recuerda el escritor y crítico cinematográfico Antonio José Navarro, “un género con profundo arraigo local, que mostró de manera bastante cruda y realista la vida en los guetos afroamericanos”. Películas que “rompieron moldes a nivel mundial presentando a protagonistas negros muy alejados del estereotipo blanqueado y amable que representaba Sidney Poitier”. Afroamericanos que podían ser “tanto héroes como villanos, mujeres de armas tomar, rebeldes, justicieros, prostitutas y proxenetas”. Un sórdido retrato de un microcosmos social que había permanecido oculto para el cine y que aquellas películas libérrimas sacaron a flote con una vitalidad y una contundencia contagiosas.
La primera película que recogió la herencia de Melvin Van Peebles fue Las noches rojas de Harlem (Shaft), estrenada aquel verano de 1971 en que el cine estadounidense se tiñó la piel de negro. La dirigió un hijo de agricultores afroamericanos del profundo Sur, Gordon Banks. Era turbia, feroz y sarcástica, recaudó unos muy estimables nueve millones de dólares y convirtió a su protagonista, el modelo y actor Richard Roundtree, en una estrella. Y a su personaje, el detective de Harlem John Shaft, con sus impecables jerséis de cuello vuelto, en un modelo de conducta y un icono de estilo. Hoy podría decirse que Banks no inventó nada, que se limitó a llevar las intuiciones geniales de Van Peebles a un terreno más comercial, menos visceral y más estilizado. Pero habría que reconocerle al menos que la suya era una película anfetamínica, rabiosamente cool y que contaba con una banda sonora magnífica.
Negro sobre blanco
El periodista y escritor Lucas Soler, más conocido como Casto Escópico, autor de varios libros sobre serie B, subculturas diversas y subgéneros cinematográficos, considera que tanto ese primer Shaft (dio pie a varias secuelas, y en 2000 se estrenó un remake protagonizado por Samuel L. Jackson) como el osado experimento de Van Peebles “son películas de culto muy estimables que han acabado creando una leyenda”. Jordi Picatoste, periodista y crítico cinematográfico, autor del libro El efecto Tarantino: Su cine y la cultura pop, considera que Las noches rojas de Harlem “es una buena película policíaca, tal vez la mejor del subgénero”. Fue la primera “producida por un gran estudio, y eso se nota en los recursos. Además, el guionista es el autor de la novela original y creador del personaje, Ernest Tidyman, ganador del Oscar al mejor guion ese mismo año por French Connection. El director, Banks, provenía del cine documental y eso se percibe en las imágenes callejeras, que son uno de los principales atractivos del film”.
En años posteriores, decenas de películas explorarían la veta recién abierta e irían refinando y codificando el subgénero. Hubo canalladas con tanta clase como Superfly (1972), epopeyas criminales como Foxy Brown (1974) o The Mack (1973), parodias de éxitos del cine de terror como Abby (1974) o Drácula negro (1972), blaxploitation de época ambientado en las plantaciones de algodón del Sur esclavista como Mandingo (1975) o ultraviolencia en clave feminista como la que ofrecían Coffy (1973) o Cleopatra Jones (1973). Hubo, en fin, toda una riada de películas al límite que, en opinión del periodista y erudito en rarezas Manuel Valencia, aportaron “frescura, irreverencia, rabia y un estilismo molón y vacilón”.
Valencia se declara “muy fan” de esta moda efímera que el considera “admirable, justa y necesaria”. Para él, la blaxploitation está entre lo mejor de la herencia subversiva de los 70 estadounidenses, “que fueron años muy locos, llenos de pasión y de efervescencia social, cinematográfica y cultural”. Él se enamoró de aquellas películas “descaradas y osadas” en el mismo periodo de su vida en que descubrió “los quioscos de barrio y los viejos videoclubs”. Como producto de una época en que todo seguía por hacer y todo estaba permitido, aquellos filmes nacieron con la fecha de caducidad impresa en la solapa. Pero Valencia defiende que el tiempo (y la sensibilidad de una nueva generación de cinéfagos sin prejuicios) ha acabado por darles la razón: “Como los buenos vinos, mejoran con el paso de los años. Antes eran un buen trago, hoy son una gozada”.
Para Antonio José Navarro, “no hay que perder de vista que muchas de aquellas eran producciones bastante precarias y filmadas a toda prisa para subirse al carro de una moda”. En conjunto, “conservan un indudable encanto y cierto interés sociológico, pero algunas no han envejecido del todo bien y hoy piden ser vistas con sentido del humor y una cierta indulgencia”. Una de las excepciones más elocuentes es, en opinión del crítico, Pánico en la calle 110, una intriga criminal estrenada en 1972: “La dirigió un cineasta competente, Barry Shear, y es una historia de racismo y corrupción policial terrible y muy elocuente, rodada en un Nueva York en plena decadencia, insalubre y lleno de ratas”.
La sombra del viejo Harlem
Para Casto Escópico, “salvo excepciones notables, esas películas han envejecido mal”. Eran fast food cinematográfico: “Productos baratos y de consumo rápido. Se nota que la mayoría no contaban con grandes equipos técnicos. Los amantes del kitsch disfrutarán aún hoy de esas indumentarias exóticas y de las interpretaciones agresivas y exageradas”. El periodista reconoce al género virtudes como haber consolidado en el imaginario un nuevo arquetipo de la ficción popular: “El pimp, el chulo putas de suburbio. La novela Pimp, de Iceberg Slim, es un perfecto retrato autobiográfico de ese personaje esencial del cine afroamericano”.
Puestos a rescatar películas concretas de ese caudal “de cine de serie B modesto y lleno de testosterona”, Soler se queda con “el estridente colorismo pop y el desquiciado argumento de espionaje de Cleopatra Jones, protagonizada por Tamara Dobson”. Junto a esta apuesta personal, dos de los clásicos con mejor reputación del subgénero: “Coffy, protagonizada por todo un icono, Pam Grier, y Algodón en Harlem”. La primera, dirigida por un especialista en cine de acción de muy alto octanaje, Jack Hill, es la crónica de la doble vida de una enfermera que dedica sus noches a ajusticiar traficantes de heroína. Y la segunda, vendría a ser una precursora del género, adaptación de una novela de Chester Himes. Para Jordi Picatoste, “se trata de un film menor más allá de su condición de pionero. Es violento y sexual, como casi todo el subgénero, pero rebaja la dosis de la novela tanto en una cosa como en la otra”. Él se queda con Superfly, “aunque solo sea por inmortalizar una actuación del gran Curtis Mayfield antes de que sufriese el accidente que le dejó tetrapléjico”, aunque se apresura a decir que la película le parece, por momentos, “floja y pesada”. Para Manuel Valencia, el especialista consultado que siente mayor entusiasmo por el género, Drácula negro y Foxy Brown son sus dos películas blaxploitation de cabecera: “Han envejecido reventando en mil pedazos cualquier época posterior y cualquier estigma cinematográfico”.
En los últimos años, el cine hecho por afroamericanos (una tradición que, como destaca Navarro, “se remonta al cine mudo de entre 1909 y 1914 y ya contaba con pioneros aislados de tanto interés como Oscar Micheaux”) experimenta un fuerte auge que se ha traducido en un notable interés retrospectivo por la blaxploitation. La renovada vigencia de la cuestión racial en Estados Unidos, según destaca Picatoste, ha traído películas que van por derroteros muy distintos, “como Moonlight, Fences, Black Panther o La madre del blues”. Y en los últimos años se ha estrenado una tardía secuela de Shaft (2019) y una de Superfly (2018), Sin embargo, la auténtica herencia del género hay que buscarla, en su opinión, “en Quentin Tarantino, que es quien amplifica el género y lo reivindica siempre que puede, porque forma parte de su educación sentimental”.
A él se deben homenajes contemporáneos como Jackie Brown y Django desencadenado, que no son blaxploitation en sentido estricto, pero sí se nutren de ese universo y de sus referentes. Para Lucas Soler, “producciones de acción y comedias protagonizadas por negros y operaciones nostálgicas como Yo soy Dolemite (2019), con Eddie Murphy”, demuestran que la sombra del viejo Harlem es alargada, que en aquellos años vibrantes y convulsos se generó un terremoto que aún produce réplicas hoy en día. Navarro invita a “rastrear y reconocer la huella de esas películas de hace cinco décadas en interesantes muestras de cine afroamericano contemporáneo como Nosotros, Antebellum o Déjame salir”. Y Valencia remata con una frase contundente: “Lo bueno nunca pasa de moda. Black power!”.
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