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¿Dejar el alcohol o no dejarlo? Esta es mi experiencia tras un año como abstemio

La sobriedad es un tema sobre el que abundan los relatos moralizantes, pero diversos estudios apuntan en diferentes direcciones y la propia naturaleza de la borrachera es demasiado mística como para intentar racionalizarla. Por eso, aquí va un relato en primera persona sobre lo que puede pasar (o no) al dejar de beber

“Cuando corté con el alcohol, mi vida mejoró. Cuando corté con el alcohol, recuperé mi energía. Una vida evolucionada necesita equilibrio. A veces hay que cortar con algo para encontrar equilibrio en todo lo demás", dice Sarah Hepola en 'Lagunas'. Montaje: Blanca López-Solorzano.
“Cuando corté con el alcohol, mi vida mejoró. Cuando corté con el alcohol, recuperé mi energía. Una vida evolucionada necesita equilibrio. A veces hay que cortar con algo para encontrar equilibrio en todo lo demás", dice Sarah Hepola en 'Lagunas'. Montaje: Blanca López-Solorzano.

Hoy es viernes y muchos se pondrán una copa. A todos ellos se dirige este artículo que da cuenta de mi experiencia como abstemio reciente. Si me decido a contar algo tan común como si fuera un caso singular es porque la sobriedad es un tema sobre el que no abundan los relatos aburridos —y normalizadores—, sino que suele narrarse como una aventura, con abundancia de giros, mutaciones y epifanías.

Es posible que haber dejado de beber en situación de pandemia no tenga mucho mérito. Que sea algo como de surfista que presume de no haberse echado al mar en Austria. Al fin y al cabo, con los bares y discotecas cerrados permanentemente o durante la noche, y con las fiestas prohibidas o desaconsejadas, las ocasiones para conocer extraños se han reducido y los tímidos ya no necesitamos de esa ayuda que tan bien describió el londinense Kingsley Amis: “En la era de los jolgorios de todo tipo, los extraños no paran de asomarse a tu horizonte. El motivo por el que suelo acabar disfrutando de esas criaturas es la bebida. La raza humana no ha descubierto otro sistema mejor para eliminar barreras, conocer con prontitud al de enfrente y romper el hielo.”

Pero el alcohol no es solo un lubricante para las reuniones sociales, sino también una forma de desahogar tensiones o apartar la mente, al menos por un rato, de una realidad desagradable. Usando palabras del también británico Aldous Huxley, ahora más que nunca parece necesario tomarse “unas vacaciones circunstanciales respecto de la realidad”. A pesar de ello, y quizá por saber que, con el abuso, es la propia sustancia la que genera situaciones indeseables, dejé de beber hace más de un año. Quizá me influyeron dos libros recientes: Lagunas, de Sarah Hepola, y La última copa, de Daniel Schreiber. Ambos son ejemplos de una posible “moda antialcohólica” refrendada por las estadísticas: los mileniales beben menos que las generaciones anteriores.

Los autores y protagonistas de estas memorias —casualmente dos periodistas culturales en Nueva York— coinciden en las sensaciones tan desagradables que llegó a provocarles la bebida y también en el alivio y el placer que alcanzaron cuando fueron capaces de librarse de ella. Por ejemplo, escribe Sarah Hepola sobre una borrachera destructiva: “No sé cómo describir la tristeza que sentí. No era un deseo de suicidio. Era la sofocante sensación de que ya estaba muerta. De que la vida me había abandonado”. Y termina su libro con estas palabras: “Cuando corté con el alcohol, mi vida mejoró. Cuando corté con el alcohol, recuperé mi energía. Una vida evolucionada necesita equilibrio. A veces hay que cortar con algo para encontrar equilibrio en todo lo demás.”

Yo seré sincero: frente a quienes dejan de beber y, como Sarah, dicen sentirse más despiertos, más ágiles, más alegres o, al menos, más delgados, no he notado nada de eso. Mi atención, mi torpeza, mi ánimo o mi barriga no han mejorado significativamente. Tampoco me siento más sombrío o sufro cuando, en el supermercado, paso de largo ante el lineal de las cervezas. Si algo positivo he notado es que dispongo de mucho más tiempo y ahorro algo de dinero. Quizá yo bebía para devaluar el tiempo, es decir, para no sentirme culpable mientras lo invertía en hablar más que nadie, llegar a la barra el primero o perder la cazadora; en lugar de estudiar, trabajar o leer. Sin embargo, no he ganado tanto, puesto que ahora lleno esos ratos con nuevas ansiedades y manías. Por ejemplo, como más bollos que nunca, pongo la lavadora continuamente y compro muchos más libros de los que puedo leer. Soy escéptico incluso ante una ventaja indiscutible: han desaparecido las tardes de resaca, a menudo infernales, pero también un tiempo sin tiempo, nebuloso e inútil, de cuya placidez mórbida era posible disfrutar.

Esta pequeña decepción me salva, espero, de convertirme en un converso, en uno de esos apóstoles del antialcoholismo de los que el editor Carlos Barral, gran apologeta de todos los licores, dijo que son “cínicos frustrados que vociferan que el mundo sin alcohol es más hermoso, la bondad más fácil de practicar, la letra más fácil de entender, la belleza y la verdad más asequibles”. Además, ni siquiera estoy seguro de que vaya a ser capaz de resistir cuando las noches vuelvan a ser lo que fueron, con sus conversaciones promiscuas e indiscretas, y surjan interrogantes que no tendré muy claro cómo responder. Sobre esta presión social contra los abstemios recuerda con gracia la escritora y crítica Marta Bassols: “Lo más complicado fue resistir los envites de la gente al negarme a sus invites. Me venían con cubatas, chupitos, cañas y vinos cada vez que pisaba un garito y se ofendían muchísimo si no me saltaba mi penitencia con ellos, por ellos. La sociedad es alcohólica, esto ya lo sabían en los ochenta los punks.”

Más allá de la literatura y de sus efectos sobre nuestro espíritu y nuestras costumbres, el alcohol es una sustancia psicoactiva, depresora del sistema nervioso central, que alcanza todos los órganos de nuestro cuerpo a través de la sangre. Y quienes realmente saben lo que ocurre en nuestros cuerpos son los médicos. B.R., neurólogo que prefiere aparecer citado mediante sus iniciales, ha elaborado el siguiente texto tratando de contestar a la pregunta más frecuente y a su reverso: ¿cuánto alcohol es demasiado?, y, entonces, ¿cuánto es poco? “Se desaconseja un consumo medio por encima de 200 mililitros de cerveza al día en mujeres. Este consumo equivaldría a una unidad de bebida estándar (UBE), unos 10 gramos de alcohol. El límite para los hombres será el doble. En cuanto al consumo intensivo, no debería sobrepasar 2 UBE en un solo día para las mujeres, o 4 UBE en los varones. Una ingesta por encima de estos límites aumentará el riesgo de mortalidad y de sufrir diversas patologías. Con un consumo por debajo de estos límites, en ausencia de enfermedad, embarazo o antecedentes familiares de alcoholismo; no existe una evidencia científica fuerte que desaconseje su ingesta. Aun así, algunos especialistas recomiendan abstenerse totalmente. Incluso con un consumo moderado, se puede observar una pérdida de volumen cerebral con el paso de los años. Además, la ingesta de alcohol empeora la calidad del sueño”.

Dicho esto, es razonable pensar que, puesto que se trata de un tóxico, si uno deja de beber alcohol se sentirá mejor. Son embargo, existen múltiples estudios de consumo de alcohol y calidad de vida que observan peores puntuaciones en los extremos, incluyendo a los abstemios. “También existen algunas publicaciones para las que un consumo moderado reduciría el riesgo cardiovascular. Todas estas publicaciones tienen grandes limitaciones, por lo que, a falta de ensayos clínicos aleatorizados con un seguimiento a largo plazo, tampoco podemos asumir que tomar bajas dosis de alcohol sea un hábito saludable. Por no hablar del efecto placebo: si uno está plenamente convencido de que un hábito le será beneficioso, seguramente así será”, anota el experto.

Parece claro que, si moderar el consumo de alcohol será siempre recomendable, no hay razones de peso, estando sano, para renunciar a él por completo. Que una misma sustancia nos pueda proporcionar destellos de felicidad casi mística, difuminando las aristas de la lucidez, y, a la vez, haya conducido a tantos hasta abismos insondables forma parte del misterio (o la tragedia) de la vida. Por eso, quizá lo más práctico sea brindar por la responsabilidad o, como concluye el especialista en los trastornos del sistema nervioso Agustín Querejeta: “Todo lo que suponga que uno pueda tomar decisiones libres de cuánto quiere que le dure la máquina y de lo que está dispuesto a hacer para asegurar su durabilidad (o lo contrario) me parece legítimo.” Palabra (informal) de neurólogo.

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