¿En España ya no se grita? Por qué se habla tan bajo en series como ‘Élite’ o ‘Querer’
Estrellas como Najwa Nimri lo han convertido en su sello y series aclamadas como ‘Querer’ lo llevan al límite. ¿De dónde viene esa costumbre del susurro y cuál es la diferencia exacta entre susurrar y hablar bajo en la pantalla?
Hay un sketch de Vaya semanita, el programa humorístico del canal autonómico vasco ETB, en el que un hombre, preocupado porque le falla la voz y solo puede comunicarse mediante susurros, acude a la consulta de su médico especialista. Esta no le proporciona una curación, sino una alternativa aún mejor: el paciente puede hacer de la necesidad virtud y labrarse un provechoso porvenir como actor de cine español. La escena hace sangre de lo que se considera una cierta tendencia del cine patrio, aunque lo cierto es que también en Hollywood parece bastante extendida. Aquí y allá, el habla susurrante se ha convertido en uno de los tics más frecuentes del espectro audiovisual.
Nuestro país es pródigo en intérpretes que han hecho del susurro un rasgo de estilo consolidado: Najwa Nimri es el caso más notorio, con Miguel Ángel Silvestre, Lydia Bosch o Mario Casas pisándole los talones. También hay productos audiovisuales, como las series de Netflix Élite y La última noche en Tremor, en la que esta es la expresión dominante de todo el equipo actoral, como han resaltado algunos comentaristas con cierta retranca.
Este factor común también está presente en una de las miniseries nacionales más prestigiosas y premiadas, Querer, que está ambientada en Bilbao. Se diría que la directora, Alauda Ruiz de Azúa, hubiera proporcionado a los intérpretes –en particular a su protagonista, la excelente Nagore Aranburu– estrictas instrucciones de minimizar el uso de sus cuerdas vocales. Cuando el apego de los hombres de esta serie al exceso de velocidad trae dramáticas consecuencias, los personajes coinciden en la sala de espera de un hospital, y es entonces cuando al fin se produce la ansiada sincronización entre escenario y tono vocal. Cabe pensar que la decisión de que los diálogos del guion se pronuncien sotto voce tiene por finalidad subrayar la clase acomodada a la que pertenece la familia protagonista, pero cualquiera que conozca los usos de la burguesía española –y la bilbaína en particular– sabe que no es a través de susurros precisamente como acostumbra a hacerse entender.
En este punto, conviene aclarar que susurrar no es lo mismo que hablar bajo. El susurro es un modo de fonación en el que el aire no atraviesa las cuerdas vocales, y suele asociarse a la revelación de secretos o a la intención de no ser oído por terceras personas. Fuera de estos contextos, es raro que se emplee en la vida real. Tradicionalmente, los actores también habían tratado de evitar su uso, debido a la herencia teatral: en el escenario es necesario proyectar la voz, de modo que el texto resulte inteligible para el público. Los medios técnicos del cine permitieron que el susurro fuera comprendido, lo que en teoría daba vía libre a su uso, pero pocas veces se ha utilizado de manera continuada en las películas. También es cierto que en ocasiones se ha recurrido a él, como a una vocalización deliberadamente defectuosa, en pos de un supuesto naturalismo que alejara a los intérpretes de la rigidez teatral. Pero la primera gran actriz naturalista del cine europeo, Anna Magnani, irrumpió en las pantallas en 1945 gracias a Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini, con un chorro de voz perfectamente modulado.
Una célebre profesora de interpretación escocesa, Kristin Linklater, que instruyó a actores de voz tan poderosa y reconocible como Sigourney Weaver, Donald Sutherland o Patrick Stewart, recomendaba a sus pupilos susurrar el texto antes de entrar en escena, como ejercicio de relajación y para acompasar el pensamiento con la respiración. Linklater desarrolló un método de educación vocal propio cuyo fin era liberar la voz natural de cada individuo. Isabel Arranz, coach vocal de actores que aplica en España el método Linklater, cree que los estilos actorales van evolucionando del mismo modo que lo hacen el propio cine y la sociedad en general.
“Por ejemplo, no tiene nada que ver una actuación de los años cincuenta con una actual”, explica. “Pero lo importante es que la voz esté siempre en consonancia con la necesidad expresiva del material con el que trabajas”. En este sentido, Arranz apunta a la difusión del método Stanislavski, que buscaba un mayor grado de naturalismo, y que fue adoptado por los actores salidos del Actors Studio desde mediados del siglo XX. Los actores españoles recibieron esta herencia de forma consciente o inconsciente, a menudo distorsionada a través de los doblajes. Quizá fue ese el punto de inflexión que nos ha llevado hasta casos como el de la serie de Movistar+ El inmortal, cuyo elenco masculino ejecuta un catálogo de giros vocales susurrantes que, como puede apreciarse en el tráiler, culmina con la siguiente amenaza del protagonista, Álex García: “Yo no voy a dejar de hacer lo que hago”.
Sin embargo, tampoco faltan ejemplos más ilustres. En el “Rosebud” pronunciado por Orson Welles en Ciudadano Kane (1941) o el “en ocasiones veo muertos” de El sexto sentido, de M. Night Shyamalan (1999), el cuchicheo estaba más que justificado para aportar un clima evocador, íntimo o siniestro a determinadas escenas. Marlon Brando –producto típico del Actors Studio– obtuvo un Oscar gracias a su trabajo en El Padrino (1971), mientras que Christian Bale generó más debate por su Batman de la trilogía El caballero oscuro (2005-2012), lo que es comprensible, dado el estridente sonido que emiten los verdaderos murciélagos. En La bella y la bestia, de Jean Cocteau (1946), el actor Jean Marais interpretaba al monstruo con una peculiar modulación que evitaba que hubiera que alterar su voz por medios artificiales.
En su adaptación de Dune (1984), David Lynch hizo lo mismo con los numerosos pensamientos y comunicaciones telepáticas entre los protagonistas, con lo que la pista de sonido del filme se convertía por momentos en una apoteosis del ASMR. Richard Corliss, crítico de la revista Times, escribió de Francesca Annis, en su papel de Lady Jessica Atreides: “Susurra sus líneas con la urgencia de una revelación erótica”. Y era un halago. En nuestro país destacan las conversaciones entre las niñas Ana Torrent e Isabel Tellería en El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice, que lograban reproducir de forma igualmente hipnótica la propensión a lo misterioso del pensamiento infantil.
Por lo demás, los susurros se han utilizado no tanto por motivaciones expresivas justificadas como para cubrir carencias actorales. En sus inicios, Marilyn Monroe lo empleó casi como un sello de fábrica, y aún es el registro con el que se la asocia, como puede comprobarse en el biopic Blonde (2022), donde la interpreta Ana de Armas. Sin embargo, Monroe fue abandonándolo a medida que su estilo se volvía más rico. Pero ya en una de sus primeras películas importantes, Eva al desnudo (1950), Joseph L. Mankiewicz le hacía proyectar la voz en consonancia con el resto del reparto. Los grandes directores de actores como él, o como Cukor, Kurosawa o Almodóvar, han procurado que sus intérpretes utilizaran todo el rango permitido por sus cuerdas vocales. El que quizá sea el más grande, Ingmar Bergman, tiene una película titulada Gritos y susurros (1973), que contiene unos cuantos gritos agónicos, y donde también se habla en voz baja pero, en realidad, rara vez se susurra. Procede apuntar que Bergman dio sus primeros pasos en el teatro, lo que marcó de forma indeleble su práctica cinematográfica.
Por eso, Isabel Arranz no atribuye tanto esta moda a los propios actores como a los directores para los que trabajan. Además, la coach recuerda que, ya en su día, el método Stanislavski fue criticado por algunos de sus contemporáneos. “Quizá nos anclamos demasiado a lo que se suponía que estaba bien porque era lo conocido”, valora. “Pero los seres humanos tienen necesidades, y eso es atemporal. Lo que debe hacer la voz es ir acorde con esas necesidades”.
También es cierto que hay susurros y susurros, como hay sobreactuaciones y sobreactuaciones. De ambas cosas dio una lección magistral Aurora Bautista en 1948 con su Juana la Loca de Locura de amor, de Juan de Orduña. En la escena cumbre de la película, y ante el cadáver aún caliente de Felipe el Hermoso, Bautista exigía silencio a los presentes: “¡Sssssh! ¡No le despertéis! ¡El rey se ha dormiiiiiido!”. Y se las arreglaba para que esos susurros resultaran atronadores.
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