Sin abdominales, sin enormes bíceps, sin mandíbula cuadrada: ¿volverá a triunfar el hombre ‘normal’?
En plena era de ‘bros’ de gimnasio, parece que las pantallas empiezan a mirar de nuevo hacia hombres de aire, digamos, corriente. Eso sí, por ahora, al hombre no cincelado en el gimnasio no se le espera en las listas de los más sexis
Ni siquiera en cuestión de sex symbols es posible contentar a todo el mundo. A juzgar por las redes sociales, el público ha recibido con intensa división de opiniones la elección del actor y director John Kraskinski como el hombre vivo más sexy de 2024 por la revista People. A su vez, los detractores de la decisión se dividen entre quienes se sienten decepcionados por la atribución de este honor al enésimo hombre blanco –lo que contribuiría a perpetuar este segmento como aspiración universal en menoscabo de otras realidades raciales– y quienes cuestionan que un señor de 45 años con grandes orejas y papada incipiente sea la mejor opción, existiendo candidatos más canónicos como Glen Powell o los ubicuos Paul Mescal y Jonathan Bailey.
Con el fin de acallar estas últimas voces críticas, han vuelto a distribuirse unas imágenes de la película de Michael Bay 13 horas: Los soldados secretos de Bengasi, estrenada hace ocho años, en las que Krasinski luce un torso cincelado con tanto esmero que nada tiene que envidiar a la escultura del Hércules Farnesio. Asunto zanjado: a estas alturas del siglo XXI, es un cuerpo trabajado a base de gimnasio (y de suplementos alimentarios, y posiblemente también hormonales) lo que concede el derecho a sentarse en el trono de la belleza y la elegancia masculinas.
Este último verano también obtuvo una amplia difusión un vídeo, grabado en la alfombra roja del festival de Venecia, en el que otro actor, Aaron Taylor-Johnson (34 años), vestido de esmoquin, realizaba para las cámaras una esforzada interpretación del icono sexual definitivo. Según algunos comentaristas, con esta performance se estaba postulando para ser el próximo James Bond en sustitución de Daniel Craig (56 años). El vídeo ilustra bien cómo ha evolucionado el concepto de distinción masculina. El volumen de los antebrazos de Taylor-Johnson, que amenazaba con reventar las costuras de la chaqueta, se habría considerado incompatible con toda pretensión de elegancia en cualquier momento del pasado siglo, y desde luego habría descalificado a cualquier aspirante a encarnar al agente 007. Si el primer y más conocido de todos los James Bonds de antaño, Sean Connery, exhibía un físico armoniosamente atlético, los siguientes –David Niven, Roger Moore, George Lazenby, Timothy Dalton o Pierce Brosnan– eran más bien espigados, y no fue hasta Craig (desde Casino Royale, ya en 2006) cuando pudo apreciarse el salto hacia otro paradigma.
Un paradigma más cercano a la actual cultura de los gym bros –hombres musculosos, obsesionados con el gimnasio–, que se asocia a la ideología conservadora que ha triunfado en las últimas elecciones a la presidencia de los Estados Unidos. La toma al asalto del cine comercial norteamericano por las franquicias de superhéroes –imbuidas de la idea del Übermensch, el superhombre de Nietzsche-, muy lucrativas para sus protagonistas, ha influido en este nuevo estándar de estilo que ya parece el único posible. En las entrevistas promocionales de los actores de blockbusters –Paul Mescal y Pedro Pascal en la recién estrenada Gladiator II, sin ir más lejos– raro es que falten las preguntas sobre las rutinas de entrenamiento aplicadas para la preparación del papel. Aunque, en la actualidad, no hace falta pagar una entrada de cine o comprar una revista de espectáculos para contemplar una clase de cuerpos masculinos que hace unas décadas ni siquiera existía: cualquier repaso a las redes sociales da cuenta de hasta qué punto estamos ante una tendencia dominante.
Si acudimos al origen, es cierto que los primeros sex symbols masculinos de Hollywood –Rodolfo Valentino o Ramón Novarro a la cabeza– exhibían unos torsos que en la época quedaban fuera del alcance del hombre occidental medio. Pero también lo es que hoy, visto lo visto, sus cuerpos serían percibidos como del montón. Del mismo modo, en 1934, el Clark Gable de Sucedió una noche provocó desmayos al despojarse de la camisa, cuando es probable que en la actualidad mereciera para muchos el calificativo de tirillas. Después, los físicos masculinos del cine –con excepciones como las distintas encarnaciones de Tarzán o los gladiadores del subgénero italiano del péplum- quedarían a buen recaudo bajo la ropa. Galanes como Cary Grant, Gary Cooper o James Stewart estaban en forma, pero resultaban mucho más interesantes con sus corbatas y sus americanas a medida que sin ellas.
Por su parte, los fornidos Charlton Heston y Burt Lancaster no habían convertido su abdomen en una tableta de chocolate. Y, sobre todo, a mitad de siglo era perfectamente posible que hombres de fisonomías tan poco normativas como Robert Mitchum, Spencer Tracy o Humphrey Bogart interpretaran papeles de galán romántico. De esto es un caso representativo el Bogart de Casablanca (1942); hay que mencionar también que Ingrid Bergman, su compañera en esta película, era una mujer de una belleza sublime, como lo era Lauren Bacall, su pareja en la vida y en cinco filmes, porque las actrices estaban sometidas a distinto rasero.
Poco después, Marlon Brando se convirtió en una bomba sexual gracias a su cuerpo de gimnasio en Un tranvía llamado deseo (1951), pero esta característica física servía para subrayar la brutalidad que constituía el principal rasgo psicológico del personaje. Los esbeltos y desenfadados Paul Newman y Steve McQueen resultaban más admisibles como referentes de estilo en tiempos de contracultura americana, mientras en Europa Marcello Mastroianni recibía la etiqueta de latin lover por su agradable físico de hombre mediterráneo corriente. Y en la Francia de los setenta aparecía un joven ídolo, de nombre Gérard Depardieu, que seguramente sería visto hoy como un tipo con sobrepeso.
Todo indica que la musculatura emerge con especial ímpetu en tiempos conservadores. Por eso no es casual que durante los años ochenta, los de la hegemonía de Ronald Reagan, en Hollywood proliferara una tipología de héroe de acción caracterizada por la hipertrofia muscular, de Sylvester Stallone a Arnold Schwarzenegger o Dolph Lundgren. Pero ese fue un fenómeno bien delimitado, y en ningún caso la norma general: William Hurt, Kevin Coster, Bruce Willis, o incluso los más trabajados Mel Gibson y Richard Gere, estaban muy lejos de tales hechuras. Ya cerrando el siglo, en la adaptación de El talento de Mr. Ripley a cargo de Anthony Minghella (1999), Jude Law aún interpretaba al hermoso Dickie Greenleaf con un deslumbrante despliegue de carisma que excluía una anatomía propia de un box de crossfit, algo que cada vez resulta más inconcebible en el cine comercial.
People publica su lista de hombres más atractivos desde 1985. En cada momento, esa lista se ha hecho eco de la noción imperante sobre la belleza masculina (Jude Law, George Clooney, Hugh Jackman, Channing Tatum, Idris Elba o Michael B. Jordan han ocupado el podio en distintos momentos de las últimas dos décadas), aunque en los tiempos más recientes cabe apreciar cierto esfuerzo por sortear los riesgos del racismo y el edadismo. A cambio, da la impresión de que la heterosexualidad sigue constituyendo un requisito innegociable para encabezar la relación. Como lo son ahora unos pectorales y unos bíceps protuberantes: atrás quedan los tiempos en que Serge Gainsbourg, François Truffaut, Miles Davis, David Bowie o Tony Leung constituían espejos de estilo y elegancia.
Asimismo, el porcentaje de grasa corporal parece marcar otro umbral decisivo. Aquí destaca el caso de Brendan Fraser, quien, cuando ganó peso, pasó del estatus de tío bueno certificado al de actor de carácter, años antes de su Oscar por The Whale en 2022. No parece probable que, de momento, intérpretes como Sean Austin, Denis Ménochet o Hovik Keuchkerian puedan aspirar a la consideración de sex symbols oficiales (ni, por tanto, a papeles de galán al uso o contratos millonarios con firmas de moda y perfumería), a pesar del nutrido grupo de admiradores con el que cuentan. Huelga decir que este prejuicio gordófobo es aún más implacable con las actrices.
También es sintomático que, en la adaptación de 2012 de Ana Karenina de Tolstói dirigida por Joe Wright, fuera precisamente Aaron Taylor-Johnson quien interpretara al conde Vronsky, el protagonista romántico de la historia, papel que en la célebre versión de 1935 recaía en Frederic March, un cuarentón no especialmente atlético. Por cierto, en la versión de Wright, el papel de Karenin, el gris oficial de mediana edad engañado por su esposa, lo interpretaba Jude Law, el mismo actor que había encarnado la belleza y la elegancia masculinas en El talento de Mr. Ripley. Entre medias, solo trece años. Y un cambio de siglo.
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