“Estoy de la Fashion Week hasta el coño”: Bad Gyal, una diva antisistema rendida al sistema
El documental ‘Bad Gyal: La joia’ no es sobre Bad Gyal, ni siquiera sobre música, sino sobre cómo el sistema discográfico y la lógica capitalista desactivan y vampirizan a una artista que, en principio, había llegado para cuestionarlo todo
El momento más viral del documental Bad Gyal: La joia muestra a la cantante en el asiento de un coche quejándose de sus compromisos promocionales. “Yo la verdad es que estoy de la Fashion Week hasta el puto coño”, confiesa. “Quiero irme al monte con un camping gas y fumarme un puto porro”. Es un instante calculado para el meme, pero también un arranque de sinceridad atípico. La gran mayoría de los documentales musicales de los últimos años están devaluando el propio término de “documental”, ya que pocos dismulan su verdadera intención (ser un publirreportaje) y todos recurren a la estructura clásica del viaje del héroe: inicios difíciles, éxito repentino, obstáculo dramático y triunfo final ante la adversidad. Pero Bad Gyal: La joia (dirigido por David Camarero y estrenado el pasado jueves en Prime Video) se centra solo en el obstáculo. No es un relato sobre Alba Farelo, ni sobre su alter ego Bad Gyal. Es un relato sobre la tediosa burocracia de la industria musical. Y, por momentos, se convierte en un drama psicológico.
Hace diez años, la cuenta de YouTube Desahogada empezó a publicar vídeos de estrellas del pop americanas (Taylor Swift, Lady Gaga, Beyoncé) doblados al castellano y llenos de referencias a las culturas poligonera, gitana, adolescente o de provincias. Desde su salto a la fama en 2017, Bad Gyal se ha comportado como un personaje de Desahogada. Es improbable que Farelo basase su personalidad pública en vídeos como Beyoncé compra en el Mercadona o Lady Gaga es abertzale, así que la explicación más factible es que Desahogada fue pionera en capturar la cultura de las chicas de la generación Z que vivían crónicamente online y Bad Gyal es la destilación más pura de esa cultura: hay cantantes más escuchados (en concreto, en 2024, Feid, Saiko, Quevedo, JC Reyes, Morad, Omar Montes, RVFV, Rels B, Melendi y Lola Índigo) pero ninguno tiene la influencia generacional de Bad Gyal.
Miles de chicas hablan, visten y se comportan como ella. Su actitud, una especie de nihilismo gruñón, medio en broma medio en serio, como si nada la perturbarse o la alterase nunca, es el talante estándar del fenotipo “chica de la generación Z”. O, dicho de otra manera, es más habitual ver a una veinteañera y pensar “me recuerda a Bad Gyal” que a Aitana, Rosalía o Amaia. Y Bad Gyal consiguió todo eso sin sacar un disco siquiera.
Esta actitud ante la vida, como si todo le diera igual y nada le impresionase, se ve muy clara en el documental cuando conoce a los reyes: Farelo recibe un Premio Vanguardia Talento joven internacional que le entregaron los monarcas y por supuesto la cantante se hace un lío con el protocolo. “El de la Casa Real me fundió la cabeza”, explica con ese acento inventado que tantas chicas emulan. “Luego vino la Letizia y me preguntó qué llevaba debajo del vestido, si llevaba pegatinas o ropa interior de color carne”. Ese es el tipo de escena que la gente espera de este documental: Bad Gyal siendo la más chula y desplegando su energía antisistema (para ella “la Letizia” es una mujer como otra cualquiera), pero el problema es que Bad Gyal no opera al margen del sistema en absoluto. Está sometida a él, solo se comporta como si le diera igual. Y sobre esa tensión está construido el documental.
Hay dos motivos por los que el disco La joia salió rodeado de expectación: porque es su primer álbum (tras ocho años sacando canciones sueltas e influyendo en la cultura, lo cual dice mucho del funcionamiento de la industria musical actual en la que se puede ser estrella del pop sin sacar discos) y porque empezó a hablar de él en 2022, cuando ya lo tenía casi terminado. El documental revela la angustia de tener un disco entero metido en un cajón durante dos años porque “la discográfica” (el villano invisible del documental) no quiere sacarlo todavía. Así lo van explicando sus representantes (Alba Blasi, Martín Borragno y Borja Rosal): cada vez que Bad Gyal consigue un nuevo éxito (Pussy, Nueva York, Mi lova, Chulo) su estatus sube, lo cual hace más factible conseguir mejores colaboraciones (Anitta, Tommy Lee Sparta, Ñengo Flow, Morad), lo cual supone otro retraso porque esas colaboraciones requieren meses de espera y negociaciones. Así lo mandan el algoritmo, las estadísticas de consumo y el crecimiento de oyentes mensuales.
De ahí que Farelo se muestre más exhausta, desilusionada y desanimada justo cuando más éxito está teniendo gracias a Chulo. Llega un momento en el que Blasi confiesa que su mayor temor es que Madonna o Beyoncé quieran “subirse al álbum” y la consiguiente burocracia lo retrase otro año más. Los momentos de mayor tensión dramática del documental consisten en abrir un email en el que Anitta ha firmado el acuerdo. “Cuando llegas a un acuerdo con un manager te lo cambian”, explica Rosal. “Salen seis abogados, te doblan el caché y entonces tienes que negociar”. El equipo llega a pasar seis meses esperando a que Sean Paul les autorice el uso de una melodía suya y, ante la ausencia de respuesta, comunican la noticia de que “el clearance de Perdió este culo no salió”.
El problema es que Bad Gyal no opera al margen del sistema en absoluto. Está sometida a él, solo se comporta como si le diera igual. Y sobre esa tensión está construido el documental
Bad Gyal vende una actitud poderosa encima del escenario, pero el documental está lleno de situaciones en las que el sistema le arrebata ese poder. En una entrevista televisiva en Miami le obligan a ponerse una chaqueta y le piden que cierre las piernas, durante el rodaje de un videoclip su mánager tiene que insistir para que le graben más planos caminando en bikini por las calles de Las Vegas (“es lo que habíamos acordado”, insiste) y se ve obligada a asistir a una sucesión de aburridos eventos de moda en París, de los que acaba, efectivamente, “hasta el coño”.
Mientras tanto, sus fans le meten presión e incluso la amenazan: “Trabaja, cerda”, “calla perra, saca el álbum”, “esta rubia no quiere trabajar”. Uno de ellos hasta se hace pasar por Alba Blasi para pedirle a sus productores las canciones: cuanto más tarde la discográfica en darles permiso para sacar el disco, más probabilidades habrá de que se filtre. Y mientras espera a que sus colaboradores firmen el acuerdo, Farelo tiene que contar en las entrevistas que esas colaboraciones “surgen de manera orgánica”. “Siempre le miro sus stories y un día le respondí y le dije: ‘Súbete al remix’”, dice sobre Tokischa.
Aunque haya más escenas de Alba Farelo fumando aburrida que trabajando en sus canciones, el documental deja claro que a Bad Gyal le importa su música más de lo que hace ver cuando sale al escenario como si no fuera para tanto o cuando se quita importancia diciendo cosas como: “Yo no soy cantante de verdad, soy cantante de cajetilla de Camel”. Puede que la burocracia le hastíe, pero en el estudio sí es la que manda: “No necesito vuestro permiso”, les avisa a tres productores masculinos, “solo os estoy pidiendo opinión”. Si algo deja claro Bad Gyal. La joia es que a Farelo le gusta mucho más ser artista que ser famosa.
Y su conflicto surge cuando el complejo industrial de la fama la obliga a pasearse como si fuera una influencer (Blasi repite tanto el verbo “posicionarse” que casi pierde su sentido) en vez de dedicarse solo a su música como ella claramente preferiría, o cuando su facilidad para comunicarse en el dialecto online la convierte en un meme humano (“Zorras, Primavera Sound esta noche, bebés, va a ser iconic”) pero no le hace ninguna gracia que se rían ni con ella ni de ella. Al igual que ocurre con su dicción, que suena a la vez pija y poligonera, lo más interesante de Bad Gyal radica en sus contradicciones inexplicables. Como cuando sale haciendo ejercicios de calentamiento vocal y no queda claro si es una broma o va en serio.
Pero quizá la principal contradicción de Bad Gyal la que hay entre su estética, deliberadamente artificial (con influencias del erotismo pornográfico de David LaChapelle pasadas por el filtro del extrarradio español), y su actitud, obstinadamente auténtica. No hay performance cuando dice: “En verdad quiero el labio como más marrón, dame el del Mercadona”. No finge que no le importa lo que digan de ella (aparece mirando el móvil constantemente), es más seria y formal de lo que las redes han intentado mostrar, no oculta sus inseguridades (cuando va a actuar con Karol G elige un escote porque teme verse “muy plana al lado de ella”) y hasta tiene momentos de introspección, como cuando protesta que “todo el mundo montado, perfecto para el TikTok, get ready with me, todo el mundo hace lo mismo, todos nos vestimos con un look para ser aceptados, aunque yo no me siento aceptada con este look”.
¿Por qué no se siente aceptada? Imposible saberlo. Farelo no concedió entrevista para su propio documental (solo se sientan ante la cámara sus tres representantes), quizá porque lo considera otro trámite tedioso del que está “hasta el coño”. Tampoco le habrá hecho demasiado gracia que el documental incluya su nerviosismo al enterarse de que el personal de limpieza del hotel ha tirado sus porros a la basura. “No vull menjar, el que vull es els meus putos porros, o sea, what the fuck”, es una frase que Desahogada no podría doblar porque ya suena más paródica que la propia Desahogada. Que el resto de esta crisis solo se escuche en audio mientras la cámara enfoca a la ventanilla sugiere que Alba Farelo habría preferido que todo ese segmento no se publicase. Pero, una vez más, fuera del escenario vive sometida a los designios de poderes ajenos a ella. Como cuando tiene que echar cuentas de cuántas relaciones sexuales ha tenido en el último mes solo porque sabe que David Broncano se lo va a preguntar en La resistencia.
Al final del documental, aparecen vídeos de Anitta, Niki Nicole y Mike Towers celebrando a la estrella. Y en lo único que puede pensar el espectador es en lo aburrido que ha tenido que ser conseguir que saquen 30 segundos, que hablen para el vídeo y que meses después firmen la cesión de derechos de imagen. Bad Gyal. La joia no es un documental sobre música. Ni siquiera es un documental sobre Bad Gyal. Es un documental sobre los achaques del turbocapitalismo. “Llevo 12 horas encerrada en una habitación”, confiesa Alba Blasi sin inmutarse. “Sal a que te dé el aire antes de dormir”, le aconseja Farelo mientras le hacen las uñas. La autoexplotación va consumiendo a esas dos mujeres mientras esperan a que los 18 productores (para un total de 15 canciones) firmen los dichosos acuerdos. “Me podría poner punki”, amenaza la cantante. “En plan: lo subo y a chuparla todos”. Eso sí que sería un movimiento muy antisistema. Eso sí que sería muy Bad Gyal.
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