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Café y abrigos de visón para todos: cómo el socialismo de los ochenta intentó reapropiarse de los códigos de las clases altas

Este adelanto del ensayo de Raquel Peláez ‘Quiero y no puedo. Una historia de los pijos de España’ disecciona las contradicciones de un país y un momento donde todo parecía brillar

Isabel Preysler y el exministro socialista Miguel Boyer durante un acto público en los años ochenta.
Isabel Preysler y el exministro socialista Miguel Boyer durante un acto público en los años ochenta.KORPA/CONTACTO PHOTO
Raquel Peláez

En el Kangaroo, al lado del pabellón de Canadá, por 1.200 pelas te daban medio pollo y una jarra de cerveza que dejaba pequeño a un trofeo Carranza. La basca de los noventa, perfumadita por Armani e Yves Saint Laurent, bien pagada por la manguera de la boyantía económica y valiente hasta la condecoración para darlo todo en las trincheras del amor, recalaba en el pub de los australianos para hacer cierta la frase de la chica de Cocodrilo Dundee: «Ese cocodrilo ha estado a punto de comerme viva». Y Dundee le responde: «No lo culpe. Yo he estado a punto de hacerlo un par de veces...». Félix Machuca, periodista, sobre las noches de la Expo de Sevilla

Vestida con una túnica negra y con un enorme colgante de obsidiana al cuello, la peletera Elena Benarroch me enseña, en un pasillo de su casa que conecta la zona noble con la de servicio, fotos de tiempos mejores. Son de antes de que, arrasada por la crisis de 2008, se planteara cerrar su tienda y vender algunas de sus piezas de arte más preciadas (como finalmente hizo), desde un móvil de Calder auténtico hasta la mesa azul de Klein. Por eso estoy aquí esta mañana de 2011, para que me hable del futuro de sus negocios. En las paredes miramos a todos los famosos que han pasado por las legendarias fiestas celebradas en su salón. Ahí están Jean-Paul Gaultier y Almodóvar, ahí están Rossy de Palma y Bibiana, ahí están Joaquín Sabina y Chavela Vargas. Benarroch me cuenta compungida que solía alojar a esta última cuando venía a Madrid desde México, pero que en los últimos tiempos iba ya a la Residencia. Yo respondo, horrorizada: “¡¿Pero la metieron en una residencia?!”, y ella, con los ojos inyectados en una furia que al parecer es muy suya me contesta: “¡La Residencia de Estudiantes, imbécil!”.

Ese nimio detalle le ha hecho darse cuenta al instante de que la periodista que va a entrevistarla (en ese momento aún relativamente joven) no maneja los códigos de un determinado círculo cultural en el que se sabe que la Residencia (sin más) es el sagrado edificio de los Altos del Hipódromo donde Lorca conoció a Juan Ramón Jiménez y que, con el fin de la Segunda República, se convirtió en un símbolo de todo lo que se perdió en la guerra. Cuando por fin consigue remontar el cabreo llama a voces a una empleada que acude presta, vestida con un batín de rayas rosas y solapas blancas. Después pregunta, mirándonos simultáneamente a ella y a mí, si quiero un café.

Elena Benarroch fue en los años ochenta y noventa la gran anfitriona de la gente cercana a los círculos de poder socialista. Su salón, como el de Aline de Romanones en el Madrid de Ava Gardner, fue el lugar donde taconeó todo el que pintó algo en la España de los nuevos vencedores. No estaba en las fotos del pasillo, pero sí mencionó varias veces a “Felipe”, así, por el nombre de pila (haciendo gala del namedropping antes de que llegara este anglicismo). Se refería a Felipe González, gran amigo suyo, con quien comparte la pasión por el coleccionismo de piedras como la que colgaba de su cuello. Del salón de Elena Benarroch, cuya decoración minimalista en tonos tierra recuerda mucho a la del apartamento neoyorquino que el interiorista Peter Marino diseñó para Giorgio Armani, lleno de muebles de Jean-Michel Frank (aunque ella le dio un toque hispánico con esculturas de hierro de Martín Chirino y de su marido Adolfo Barnatán), también fueron invitados habituales los dos ministros responsables de la reconversión industrial de España. Miguel Boyer, el ministro que metió al PSOE de lleno en el liberalismo de la Escuela de Chicago, había estudiado como ella en el Liceo Francés, una institución que durante la Segunda Guerra Mundial había acogido a los franceses que huían de la ocupación alemana y a la que muchas familias madrileñas que buscan una alternativa a la educación franquista mandaron a sus hijos.

Felipe González y Alfonso Guerra cantan, puño en alto, "La Internacional" durante el Congreso del PSOE de 1981 en Madrid.
Felipe González y Alfonso Guerra cantan, puño en alto, "La Internacional" durante el Congreso del PSOE de 1981 en Madrid.EFE

Carlos Solchaga, un economista brillante que había estudiado en el MIT cuando nadie sabía lo que era el MIT, era el sucesor de Boyer y el hombre que cuando todavía se escuchaba el fragor de los antidisturbios en las zonas obreras se atrevió a decir que España era el país de Europa donde uno podía hacerse millonario más rápidamente. Boyer y Solchaga se conocían desde principios de los años setenta, cuando ambos habían trabajado en el servicio de estudios del Banco de España, y eran los interlocutores que el socialismo había elegido para lidiar con las presiones de los clanes empresariales más poderosos del franquismo. Tenían vínculos con sus miembros porque, a diferencia de los barones del partido con pasado proletario (¿qué vínculos con las altas esferas financieras iba a tener un electricista de los altos hornos de Vizcaya como José Luis Corcuera, ministro de Interior?), siempre se habían codeado con gente muy cercana a las verdaderas fuentes del poder económico y habían sido invitados habituales a los fines de semana en La Dehesilla, una finca privada en la sierra de Gredos en la que en los años finales del franquismo se reunían altos cargos del Estado e hijos de grandes empresarios. Boyer y Solchaga habían formado parte de esa disidencia antifranquista que existía también en las jóvenes generaciones de las buenas familias, pero al mismo tiempo siempre habían estado cerca de la sensibilidad de los que no entendían las zafiedades marxistas, porque ellos eran economistas sofisticados que sabían de ingeniería financiera. Como explicó Juan Luis Galiacho, “eran cultos, dominaban idiomas, les gustaba la pintura, coleccionaban antigüedades, escuchaban música clásica, leían filosofía, veían cine de vanguardia, practicaban la equitación y compartían el país de Egipto como vínculo de las culturas tradicionales”. Controlaban eso que Pierre Bourdieu denominó en su ensayo La Distinción como “el habitus” de la gente bien. Habitus: esas actitudes,modales, guiños, gestos sutiles que “son producto de una internalización inconsciente de lo que se ve en el contexto familiar y socio-institucional (la escuela) en el que el individuo es educado en las etapas iniciales de la vida”.

Elena Benarroch dominaba también el habitus: su familia, con un pasado colonial (habían hecho fortuna en Tánger) y una costumbre innata para detectar las posibilidades de negocio, la había educado para ser capaz de recibir conforme a los estándares y modales de esa burguesía acostumbrada a tener “servicio” que disfruta de los grandes placeres de la vida pero nunca dejar pasar una oportunidad de hacer caja. Ambas cosas eran posibles en aquel grupo que había conseguido reunir en torno a ella y que la prensa española denominó beautiful people. La “beautiful” era diferente a la “jet”. Los primeros, pese al anglicismo, eran mucho más castizos y, al mismo tiempo, mucho más cultos: el pensamiento, el diálogo, la reflexión, la creatividad, el talento, esas palabras eran las que les gustaba usar para justificar sus saraos. Si en la Restauración o durante el franquismo la excusa para el networking fue la caridad, en los tiempos del socialismo caviar era la posibilidad de “crear cambio”, con la importantísima diferencia de que los círculos de poder al menos incluían a personas que habían sido elegidas democráticamente por los españoles. Benarroch, además, tenía un carácter muy particular, a medio camino entre la campechanía y el esnobismo, que facilitó la extraña unión con el socialismo de pana que también había nacido en los ambientes culturetas de la Sevilla underground de los setenta y al que pertenecieron la esposa del presidente, Carmen Romero, y el vicepresidente, Alfonso Guerra. Ambos habían formado parte de grupos de teatro experimental y habían frecuentado la escena de rock progresivo que vio nacer a Smash, la segunda gran creación de Alain Milhau (el descubridor de Los Bravos) y Oriol Regàs (fundador de Bocaccio), los dos hombres que pusieron en contacto a la Gauche Divine barcelonesa con el socialismo andaluz que acabaría dirigiendo los destinos de España.

Guerra era el que veía con peores ojos los coqueteos de algunos miembros del Consejo de Ministros con el gran poder financiero y los círculos glamurosos donde los usos y costumbres domésticos se parecían tanto a los de la derecha de toda la vida que no había forma de distinguirlos. Que se hicieran llamar “progresistas” pero comprasen obras de arte carísimas en galerías del barrio de Salamanca, les pusiesen cofia a las empleadas del hogar para distinguirlas del resto de habitantes de la casa, tuvieran el morro tan fino y les gustase mucho la ropa cara era algo que soliviantaba al vicepresidente, quien no entendía que ese universo pudiera ser compartido por defensores de la clase obrera. En ese sentido, estaba en total sintonía con los periodistas de la derecha joker (esos a los que les gusta generar caos solo por joder y que son precursores de publicaciones actuales como Periodista Digital o The Objective) que refugiados en las revistas Ya y Época se dedicaban a desenmascarar a los socialdemócratas por, supuestamente, ser unos fariseos que predicaban las bondades de las legumbres mientras ellos comían huevas de esturión. A menudo sin fotos, solo con relatos de infiltrados, criticaban sus vidas secretas llenas de supuesto glamour.

No mentían. En la casa de Elena Benarroch más que caviar de beluga se comía jamón ibérico servido por el mítico restaurante madrileño El Landó; y además era imposible ocultar la mercancía con la que se hizo rica y que vendió a muchas mujeres de la beautiful: los abrigos de piel, prenda históricamente asociada a las clases altas conservadoras y que ella se había propuesto resignificar. Tampoco era un secreto que la peletera era íntima amiga de Isabel Preysler, la mujer por la que el ministro Miguel Boyer, venido arriba con el eslogan “Por el cambio”, decidió dejar a la reputada e intelectual ginecóloga Elena Arnedo, que tantas tardes había pasado con él en aquella finca de la sierra de Gredos. No era aquel detalle cosa menor, pues cuando se supo la noticia oficialmente, en 1985, Boyer dimitió de su cargo como ministro. Hay quien dice que a Guerra no le hizo ninguna gracia aquel idilio. Tampoco le debió de gustar al marqués de Griñón, el hombre gracias al que Preysler tiene una hija con un título nobiliario.

Pieles diseñadas por Elena Benarroch en un reportaje de moda de Renée López de Haro publicano en 1983 por 'El País Semanal'.
Pieles diseñadas por Elena Benarroch en un reportaje de moda de Renée López de Haro publicano en 1983 por 'El País Semanal'.Gianni Ruggiero

Fue esta beautiful people la que se encargó de crear el imaginario aspiracional de los que habían votado socialismo y aún creían en las doctrinas de Keynes pero al mismo tiempo veían con los ojos como platos Dallas, Dinastía o Falcon Crest, series de televisión que se recreaban en el universo de los millonarios y que venían de los Estados Unidos de Ronald Reagan, donde el liberalismo estaba refundándose en su versión más ultracapitalista.

Los “pijos” de los primeros ochenta recogían los tics conservadores de las clases altas reaccionarias, pero eran jóvenes y aun relativamente inofensivos; la beautiful people, sin embargo, nacía de la intersección del viejo poder con el nuevo y era el instrumento del que se valía el socialismo para apoderarse de un capital simbólico que siempre había pertenecido a otro bando. Esto implicaba también instalarse durante el verano en zonas asociadas desde siempre a las buenas familias “de toda la vida”. Elena Benarroch tenía una casa en Marbella, destino al que iba mucho antes de la llegada del socialismo. Solchaga, por ejemplo, eligió Puerto Sherry (Puerto de Santa María), una zona tradicionalmente ultraconservadora donde aún hoy fondean sus veleros las grandes fortunas bodegueras y ganaderas de Andalucía. Una noche de verano, un señor que no estaba de acuerdo con que un paisano del PSOE (esa banda de rojos) pisase el mismo suelo que él, se dedicó a insultarle durante horas (primero sutilmente y, después de varios cubatas, a voces) desde una mesa cercana. Era Gonzalo de Borbón, el hermano del primo de Juan Carlos I que se casó con una Franco y nunca consiguió reinar.

Pero el Gobierno socialista, a pesar de la percepción que tuviese Gonzalo de Borbón, estaba lejos de ser bolchevique. Y dijese lo que dijese Guerra, el Ministerio de Economía quería “reconvertir” la economía española potenciando áreas en las que creía que podía destacar. Una de ellas era la de la moda. El eco lejano de los años gloriosos del textil español, uno de los pocos sectores que de verdad produjo algo parecido a una Revolución Industrial en este país, les hizo pensar que invertir en promoción y en una pasarela al estilo de las de París, Milán o Nueva York para que las marcas españolas mostraran sus credenciales al mundo lanzaría internacionalmente la creatividad patria. Los diseñadores del momento, con sus ideas vanguardistas, representaban una modernidad que se interpretaba como progresista de inmediato. Aunque algunos de los diseñadores que se hicieron ricos gracias a aquel boom del diseño español propiciado por los socialistas acabasen demostrando ser todo menos de izquierdas (Ágatha Ruiz de la Prad o Adolfo Domínguez, por ejemplo, están increíblemente orgullosos de ser de derechas y así lo manifiestan cada vez que pueden).

Las españolas ya podían informarse de las tendencias, palabra que también había empezado a formar parte del campo semántico de la beautiful people, gracias a que surgieron nuevas revistas como De diseño: revista ilustrada de diseño industrial (1984-1988), ELLE España (1987), Estilo (1988-1991), Marie Claire (1987) o Trapos con estilo (1986). Algunas mujeres de la beautiful people, las más cercanas al Gobierno, se vestían con moda española e incluso admitían que les hiciese de estilista y personal shopper la mismísima Benarroch. Pero las damas de los círculos con dinero viejo preferían ir a las boutiques de la ciudad donde podían encontrar firmas internacionales de renombre y así codearse con socialites casadas con los empresarios del gran poder, que iban a las hermanas Molinero, donde tenían prendas de Valentino o Yves Saint Laurent, o con las esposas de los marqueses, como Isabel Preysler, que iba a Las Tres Zetas. En los ochenta las grandes firmas del lujo multinacional que todo el mundo conoce hoy aún no tenían tienda propia en Madrid, excepto Loewe, Hermès y Chanel. En 1988 llegaría Vuitton y en 1990, Cartier, pero los artículos de estas casas eran patrimonio exclusivo de muy pocas señoras pertenecientes al cogollito del barrio de Salamanca y las relaciones públicas de estas firmas, la mayoría con título nobiliario, no se los vendían sin más a la que tuviese el dinero suficiente para comprarlos. Los bolsos de alta gama y los relojazos, pues, aún no formaban parte del sueño aspiracional de las españolas. Sin embargo, los abrigos de piel, sí. Elena Benarroch consiguió resignificarlos. Por eso El Corte Inglés abrió a la altura de 1989 una línea de crédito específica para que las madres de la segunda clase media pudiesen hacerse con uno. El abrigo de piel era el Levi’s de las adultas, que para darse tono comentaban que en verano tenían que llevarlo a cámaras frigoríficas. También se democratizaron los diamantes: la televisión pública emitía en horarios de máxima audiencia un anuncio dirigido al público masivo que promocionaba las alianzas y anillos de compromiso con esta piedra preciosa.

La inyección de capital que supuso para las comunidades españolas la llegada de las administraciones autonómicas, dentro de aquel nuevo marco mental promovido por la Constitución que hablaba del reparto de “café para todos”, dinamizó el consumo también en el resto del país. En cada región se crearon universos simbólicos de estatus muy curiosos, que con frecuencia venían refrendados por las televisiones autonómicas (también creación socialista), que los amplificaban. Esa España, que se acabaría vaciando, vivió una ilusión de prosperidad, y el marquismo adoptó formas autóctonas, adaptadas a los gustos y costumbres de los pijos de cada emplazamiento. En Coruña o Gijón tenían marcas de surf propias, como Raz, Pure o Freezed Bee. En Vigo prendas náuticas de Amura. En Pontevedra las niñas ideales iban con cárdigan de Marta Morodo, mientras que en Burgos se ponían pantalones de cuero de Ángel Peña. En Valencia tenían los vaqueros Aterrisage, mientras que en Bilbao triunfaban los Sheriff Base. Esos productos se vendían en tiendas multimarca en las que para muchas adolescentes conseguir entrar con el dinero suficiente para comprar era todo un triunfo. Los jóvenes que adquirían aquellas prendas iban luego a lucirlas a discotecas pijas, que muchas veces eran franquicias de las más prestigiosas de la capital. En A Coruña, por ejemplo, hubo Pachá y Green. A ambas solían acudir el tipo de personas que seguían diciendo La Coruña. Y así, el país llegó a los años noventa con un Gobierno de izquierdas que había vuelto a ganar en 1989 su tercera mayoría absoluta a pesar de sus amagos de traición a la clase trabajadora en el ámbito que define precisamente a esa clase: el laboral. Las huelgas habían ido dejando la herida de la decepción en los votantes. Tampoco ayudaba mucho a recuperar la fe en la causa obrera que la cultura del pelotazo propiciado por el “liberalismo socialdemócrata” hubiese acabado dando pábulo a un banquero con pinta de tiburón que iba a todas partes engominado como un Gordon Gekko falangista. Mario Conde, un supuesto genio de las finanzas admirador de Margaret Thatcher, había logrado convertirse en una estrella nacional y eso no era un buen síntoma.

Mario Conde de vacaciones en Mallorca a finales de los años ochenta.
Mario Conde de vacaciones en Mallorca a finales de los años ochenta.Europa Press / ContactoPhoto

Pero muchos españoles que habían vivido en aquellas zonas que en los años cuarenta se habían considerado “infranqueables a los ideales urbanos” no olvidaban que el nuevo Gobierno les había dado la oportunidad no ya de una vida acomodada, sino de coquetear con símbolos que hasta entonces habían sido exclusivos de las clases altas-altas. Cuarenta años de clasismo no se borran tan rápido.

El punto de inflexión determinante se produjo en 1992, el año que se inauguró el índice bursátil IBEX 35. Fue también el año de la Expo y las Olimpiadas de Barcelona, la gran fiesta del felipismo: un momento histórico que también redibujó la imagen del pijo clásico de los años ochenta.

Por un lado, la Expo sirvió al Gobierno socialista para llevar la resignificación de los viejos símbolos de españolidad, patrimonio exclusivo de las grandes familias, un paso más allá. La tradicional Sevilla, predio de los Alba, refugio de los Falcó, orgullo de señoritos, fue durante unos meses una metrópoli internacional a la que llegaba un tren de alta velocidad cargado de cientos de miles de turistas. La ciudad se llenó de jóvenes más bien acomodados de todo el mundo que venían a trabajar en los pabellones que representaban a sus países. Con ellos trajeron nuevas formas de diversión que se convirtieron en moda. Fue el bar del pabellón de Australia el primero de España en el que hubo un karaoke y el primero en el que se vio a los hijos de las familias más respetables subidos a las mesas cantando Sweet Child o’Mine.

Luego, fue el turno de Barcelona, una ciudad históricamente ninguneada por el franquismo, que gracias al acontecimiento deportivo cambió de cara, reivindicó su papel como capital creativa y se convirtió en el nodo turístico internacional que sigue siendo hoy en día. La celebración de los Juegos Olímpicos supuso un enorme empujón para un sector profesional en el que los barceloneses siempre habían sido pioneros, la publicidad. Los publicistas, desde siempre capaces de formas de sibaritismo y sofisticación exageradas, se tomaron muy en serio su pertenencia a una logia del buen gusto que se parecía mucho a la beautiful people. Uno de ellos, el legendario Lluís Bassat, fue quien se encargó de una ceremonia inaugural en la que también se renovaron los símbolos de la españolidad. La catalanísima compañía de teatro La Fura dels Baus dejó boquiabierto a medio mundo, que la vio actuar en un estadio con el nombre de un catalanista republicano, Lluís Companys, donde no hubo casi rojigualdas. Los que ahora claman que el país se rompe cada vez que ven una senyera se hubiesen frotado las manos: el mismísimo Príncipe de Asturias encabezaba el desfile, en un gesto que representaba el apoyo definitivo de la Casa Real a aquella España. Fue una catarsis, hasta para los más fachas.

Pero luego llegó el otoño, con su melancolía. Y cuando amainó la euforia de los fastos, España tuvo que hacer frente a la que se avecinaba: una recesión económica bestial que arrasaría con el empleo juvenil y que llevaría a Felipe González a hacer lo que no se atrevió tras la huelga de 1988. Poner en marcha los contratos basura para jóvenes. No era un buen momento para que Isabel Preysler saliese en la portada de ¡Hola! junto a la hija que había tenido con el marqués de Griñón, Tamara Falcó, y la que ahora compartía con el antiguo ministro socialista presumiendo de nueva mansión en Puerta de Hierro. Pero así fue, en noviembre.

La casa de los Boyer era casi un palacio real: en sus 1.370 metros cuadrados, entre otros dislates, albergaba trece cuartos de baño, una piscina cubierta, una cancha de tenis privada y una caseta climatizada para el perro que ya le hubiese gustado a Snoopy. El escándalo fue absolutamente mayúsculo y aunque Boyer no era ministro desde 1986, aquel gesto se interpretó como indecoroso, una ruptura definitiva del pacto de no-ostentación. Toda la indignación acumulada por los coqueteos de la izquierda con las ideas de la derecha estalló justo ahí. El PSOE perdió la mayoría absoluta en 1993. Nunca hay que subestimar la fuerza simbólica aniquiladora de un chalet. Pablo Iglesias lo sabe muy bien.

“La ‘beautiful people’ y el ‘habitus’: café y abrigos de piel para todos” es un capítulo del libro de Raquel Peláez ‘Quiero y no puedo’ (Blackie Books), a la venta el 18 de septiembre.

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Sobre la firma

Raquel Peláez
Licenciada en periodismo por la USC y Master en marketing por el London College of Communication, está especializada en temas de consumo, cultura de masas y antropología urbana. Subdirectora de S Moda, ha sido redactora jefa de la web de Vanity Fair. Comenzó en cabeceras regionales como Diario de León o La Voz de Galicia.
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