El estrellato, un accidente y el peor marido de Francia: Sylvie Vartan, los 80 años de un icono
La última gran estrella del ye-yé francés cumple ocho décadas anunciando retirada, gira de despedida y un debut en el cine que llega con seis décadas de retraso
París amaneció con lluvia la mañana del 24 de diciembre de 1952 en que los Vartanian descendieron del tren al que se habían subido tres días antes en Sofía. Emprender aquel viaje no había resultado sencillo: Georges, el cabeza de familia, había caído en desgracia tras la invasión soviética de Bulgaria y la etiqueta de “sospechoso” le imposibilitaba salir del país. Pero el azar de haber nacido en un pueblecito de Lorena durante un fugaz destino laboral paterno le abrió las puertas a obtener la nacionalidad francesa y a ella recurrió para conseguir los ansiados papeles que le permitieron buscar una nueva vida fuera de sus fronteras.
Los franceses se lamentaban de la crudeza de aquel invierno endurecido por las restricciones de posguerra, pero no fue aquella la sensación de los dos niños de la familia. Eddie, quince años recién cumplidos, había hecho el recorrido sorprendido por aquellos extraños nombres de ciudades que jalonaban el camino —Ricard, Chlorodont— sin saber que eran de bebidas y dentífricos: en Bulgaria no existía la publicidad. Sylvie, con apenas ocho, quedó fascinada al ver unas naranjas en la cafetería de la gare de Lyon, un lujo que solo había conocido en una fiesta en la embajada a la que la familia fue invitada tiempo atrás. Ninguno de ellos hablaba una sola palabra de francés.
Nueve años más tarde, la vida de los Vartanian era muy diferente a la encontrada a su llegada a París. Georges había renunciado a su carrera diplomática para colocarse en una casquería del desaparecido mercado de Les Halles; su mujer, Ilona, redondeaba ingresos trabajando en una pastelería. Tras muchos sacrificios habían logrado cambiar la habitación sin baño de una pensión de Montmartre por un apartamento de banlieu con piano y hasta un tocadiscos donde Sylvie escuchó por primera vez a Elvis. Los niños avanzaban en sus estudios, Eddie incluso había emprendido una carrera musical en las caves del Barrio Latino recortando su apellido para dar pie a un mucho más francófono Vartan.
Por ello, a Sylvie no le sorprendió que en una comida familiar le pidiera que lo acompañara a un estudio de grabación. La cantante Gillian Hills había cancelado su participación en el dueto que iba a registrar con el protorocker francés Frankie Jordan y necesitaban una voz femenina para suplirla. A sus dieciséis años soñaba con un futuro como actriz y no tenía gran interés por la música, pero a la hora del café se puso por primera vez ante un micrófono. Unas semanas más tarde se veía obligada a abandonar el colegio porque el éxito de aquel Panne d’essence hizo inviable cualquier asomo de normalidad en su vida.
Pocos arranques de carrera tan fulminantes conoció la Europa de los sesenta. Convertida en estrella de la noche a la mañana, Sylvie Vartan vivió de la mano de Eddie el primerizo rock’n’roll y viajó a Nashville para grabar con los músicos de Elvis cuando esta ciudad era todavía un lugar ignoto para cualquier europeo. De aquella sesión salieron dos canciones destinadas a la leyenda: Si je chante, donde versionaba a su principal referente, la rockabilly norteamericana Brenda Lee, y sobre todo La plus belle pour aller danser, un tema compuesto para ella por Charles Aznavour que la lanzó al éxito en toda Europa y más allá. Sylvie se codeaba con Chuck Berry y Paul Anka en los programas de Johnny Carson y Ed Sullivan, pleno prime time estadounidense; sus giras llegaron hasta el África negra; su éxito en Japón fue de tal calado que terminó aprendiendo el idioma para facilitar el contacto con un país donde su aura brilló durante décadas. Cuando en enero de 1964 los Beatles pisaron París para actuar en el Olympia, fotografiarse con ella fue uno de sus principales objetivos.
Claro que aquella conversión en icono de los sesenta no fue ajena a su encuentro con el auténtico rey de Francia, Johnny Hallyday. Al verla por primera vez sobre un escenario, el cantante se giró hacia su compañero de butaca para decirle: “Colega, a esta me la follaba. ¿Quién es?”. “Mi hermana”, fue la respuesta, pues aquel compañero de butaca era Eddie Vartan. A Sylvie el estereotipo de rocker violento que de él cultivaban periódicos y revistas le repelía, pero al conocerlo no tardó en descubrir que bajo aquella imagen arrogante se escondía un chico marcado por la inseguridad que le había provocado ser abandonado por sus padres cuando no era más que un bebé.
Fueron ellos mismos quienes anunciaron el romance desde un programa de radio. Y con ello despertaron una locura colectiva que tendría escala el verano de 1963 en un concierto conjunto en place de la Nation que supuso la mayor congregación que conocía París desde el Día de la Liberación y culminó en la primavera de 1965 en una boda capaz de dejar en mantillas la de Lolita. Fotógrafos escondidos hasta en el retablo de la iglesia, el cementerio anexo arrasado por la multitud que intentaba presenciar el acontecimiento; más de un millón de ejemplares del especial dedicado a la ceremonia vendió la revista que los había lanzado a la fama, Salut les copains. “Yo seré tu Johnny, tú serás mi Sylvie”, cantaba Gilbert Bécaud en una canción que parecía resumir a la perfección el carácter nacional que alcanzó aquella historia de amor.
El nacimiento del primer hijo de la pareja, David, fue para Sylvie la anhelada oportunidad de emprender una nueva etapa alejada de los focos y centrada en la vida familiar. Pero si a ella la llegada de aquel niño la llenó de felicidad, a Johnny le aterrorizó por abismarlo a un territorio, el de la paternidad, que solo le había provocado sufrimiento desde su infancia. Consciente de atravesar sus años de gloria, tratado de igual a igual por Beatles y Stones y con compañeros de francachela tan poco comedidos como Jimi Hendrix, Sylvie no tardó en entender que la vida de Hallyday no iba a pasar por el lujoso piso burgués que habían comprado en la zona noble de París. Buscó el divorcio, pero la pasión arrebatada de sus reencuentros y el saberse único punto de anclaje para su marido en aquel continuo carrusel de borracheras, drogas y peleas le hizo desistir. Y ahí comenzó una larga historia de tiras y aflojas en la que no faltaron rupturas, reconciliaciones, intentos de suicidio, giras masivas ni discos memorables que reflejaron aquella tortuosa historia de amor.
Françoise Hardy, gran amiga de la pareja y eternamente atormentada por las continuas infidelidades de la suya, Jacques Dutronc, se admiraba por la capacidad de Sylvie de no dar importancia a la sucesión interminable de aventuras de su marido. Y eso pese a haber soportado escenas tan incómodas como la vivida la noche en que algo la despertó en la cama y al abrir los ojos encontró a su lado a Johnny con una desconocida: el muchacho había olvidado que ese día concluía su gira y dormía en casa. Pero la paciencia se agotó con la conclusión de la década. En el recorrido entre dos etapas de un tour Johnny perdió el control de su Citroën Tiburón y Sylvie, que viajaba en el asiento del copiloto, terminaría con el rostro desfigurado al salir disparada por el cristal delantero del coche. La operación para recomponérselo presentaba tal dificultad que solo el hospital Mount Sinai de Nueva York tenía cirujanos capaces de afrontarla. Ni un solo día de los cuatro meses que pasó allí ingresada recibió la visita de su marido; ni uno solo dejó de encontrarse en las portadas a Nanette Workman, una corista de los Stones con la que Johnny se había encaprichado en una gira salpimentada con cocaína y noches de ruleta rusa.
La preocupación de Sylvie por el bienestar de su hijo David hará que la separación aún tardara una década en llegar. El detonante fue un aborto que interrumpió el nuevo embarazo en el que la cantante había depositado la última esperanza por encauzar la vida de su marido. Para entonces, ya se había mudado a Los Ángeles, alarmada por la ola de secuestros a hijos de famosos que vivía Francia e intentando alejarse de aquella relación caótica que la estaba destrozando. La distancia fue también musical, pues tomó la determinación de huir de la alargada sombra que Johnny proyectaba sobre sus discos de rock escorándose hacia terrenos del music-hall. En Nueva York había hecho amistad con Jojo Smith, un famoso coreógrafo de Broadway que trabajaba con Barbra Streisand y John Travolta, y este le abrió una oportunidad que terminaría materializando Tony Scotti, gran magnate del show business con el que Sylvie conformó un solidísimo matrimonio aún vigente hoy día. Cansada de vivir tantos años como secundaria, inició un ambicioso recorrido con sus musicales que la llevaría a recintos masivos en Francia y Estados Unidos: el mismísimo Gene Kelly la apadrinó en su presentación en Las Vegas.
Fue el salto definitivo hacia otra etapa de su vida. Aquellos espectáculos de progresiva fantasía derivaron en conversión en diva disco music en los ochenta y como tal en icono de la comunidad gay; la rockera, por su parte, no le perdió el respeto que suscitaba su carácter de pionera y aplaudió giros tan inesperados como el nuevo viaje a Nashville que emprendió en 2013, a punto de cumplir los 70 años, para grabar un disco donde versionó a Bob Seger o Roy Orbison. Y el público masivo, ese que vive al margen de las mitologías musicales, admiró su capacidad para pensar siempre en el bien de David manteniendo un divorcio modélico —nunca una mala palabra, por merecida que fuera— que hizo mantener la ilusión de seguir simbolizando lo mejor de la juventud de todo un país.
Instalada en la placidez de su vida angelina con Tony Scotti, Sylvie sintió con particular intensidad el terremoto que sacudió Francia el 5 de diciembre de 2017 con el anuncio de la muerte de Johnny Hallyday. Cuatro días más tarde un millón de personas se echaban a las calles para despedir al ídolo nacional en una ceremonia transmitida en directo por la televisión francesa. Al concluir el funeral, celebrado en la iglesia de la Madeleine bajo la mirada de tres jefes de Estado y una docena larga de ministros, Sylvie recorrió en soledad el pasillo central del templo y se acercó a besar bajo un silencio sepulcral el féretro blanco que albergaba los restos del hombre con el que había vivido los mejores años de su vida. Imposible encontrar una imagen que resumiera mejor el final de una época.
Hoy Sylvie Vartan cumple ochenta años tras anunciar su despedida de los escenarios. Cumplirá con ella a partir de noviembre con una tanda de conciertos en París que supondrán el adiós definitivo de la que se ha convertido, tras la muerte de Françoise Hardy, en última gran estrella de la generación ye-yé. Pero quién podía imaginar que el destino le deparaba también otra despedida que no puede leerse sino con un cierto halo de justicia poética. Por esas mismas fechas llegará a las pantallas una película que apunta a fenómeno popular: Ma mère, Dieu et Sylvie Vartan, un biopic sobre la historia de superación de un hombre que consiguió trascender sus limitaciones físicas gracias a su devoción por la cantante que no solo lleva el nombre de Sylvie a su título, sino que le ofrece un papel de importancia.
Justicia poética, porque la auténtica vocación de la cantante no fue la música sino la interpretación. Su potencial carrera como actriz se vio frustrada cuando en 1964 no pudo hacerse cargo del papel que hubiera cambiado el rumbo de su carrera: el protagonista de Los paraguas de Cherburgo, que terminaría lanzando al estrellato internacional a su sustituta, Catherine Deneuve, paradójicamente otra de tantas amantes con las que compartió a Johnny durante su matrimonio. Sylvie no llegaría ni tan siquiera a ser consciente de esta posibilidad hasta que se la reveló su director, Jacques Demy, una vez estrenada la película. Para ella había escrito el papel y había hecho lo imposible por tenerla como protagonista, le explicó, pero el mánager que llevaba su carrera y la de Johnny se había negado en redondo. Consciente de los celos que podría sentir su gallina de los huevos de oro al ver a su pareja triunfar en un terreno que también ambicionaba, había optado por rechazar la propuesta sin tan siquiera consultárselo a Sylvie. Aun con 60 años de retraso, Vartan será por fin protagonista de las carteleras francesas.
Puedes seguir ICON en Facebook, X, Instagram,o suscribirte aquí a la Newsletter.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.