Sexo, drogas y cuadros arrojados al río: vida salvaje de Johnny Hallyday, la primera estrella de rock
El documental ‘Johnny Hallyday: más allá del rock’ aborda la vida de un hombre que no inventó ningún género, pero configuró el comportamiento imprevisible y autodestructivo que luego mostraron las estrellas más indomables de la música
El mismo 5 de de diciembre de 2017 en el que el mundo entero se despertó con la noticia de la muerte de Johnny Hallyday, un periodista estadounidense tuvo la idea de abrir su obituario con la frase “la estrella del rock más grande de la que nunca has oído hablar”. Podría parecer una boutade, pero tras alcanzar un estrellato absoluto en la década de los sesenta hasta en el rincón más recóndito del planeta –de Sudamérica a Irán, de África a Japón, incluso en la China comunista se publicaban sus discos; en vinilo rojo, por supuesto–, el brillo internacional de Johnny Hallyday parecía haber pasado hace ya mucho tiempo.
Claro que esto era en Estados Unidos, unu país habitualmente impasible ante cualquier cosa que suceda fuera de sus fronteras. En Francia las cosas funcionaban de otra manera: el cortejo fúnebre de Hallyday arrastró a un millón de personas en los Campos Elíseos. Desde las de Victor Hugo no se conocían exequias tan multitudinarias en la ciudad; ni tan siquiera la manifestación que celebró la Liberación en 1944 había visto tamaña cantidad de gente por las calles parisinas.
No era para menos, porque Johnny lo había sido todo para Francia desde el mismo momento en el que el país descubriera su existencia. Y lo había hecho por accidente: exactamente, el que sufrió en los ensayos un bailarín que iba a actuar esa noche en horario de máxima audiencia de la única cadena de televisión francesa que existía entonces. Pensando contrarreloj en quién podría suplirlo, alguien se acordó de un chavalito de 16 años que andaba tocando rock and roll por los bares. Una música tan ajena a la Francia de aquellos años que ni las maniobras del operador para ocultar unos movimientos de cadera que superaban cualquier límite permisible evitaron el escándalo nacional.
El país de la chanson rechazaba de plano aquel ritmo salvaje y despreciaba la actitud de aquel muchacho al que acusaba de no saber cantar. Pero cuando al día siguiente, aún abrumado por el revuelo que se había armado a su alrededor, Johnny entró al metro y vio a un grupo de chavales imitándolo entendió que había ganado su primera batalla.
Nadie había visto nada similar en Europa por aquel entonces. Conviene señalar que todo esto sucedía en 1960, cuando los Beatles todavía no habían puesto un pie en la Europa continental, cuando Mick Jagger y Keith Richards ni soñaban con montar una banda juntos y cuando solo Adriano Celentano, en Italia, apuntaba hacia algo medianamente parecido. Pero si Francia no estaba preparada para lo que se le venía encima, aceleró el paso para coger el ritmo. Convertido de la noche a la mañana en estrella, Hallyday pasaría a ser apodado El príncipe del tumulto tras dejar a sus espaldas un reguero de conciertos solo comparables a los efectos sobre la hierba del caballo de Atila.
Ni uno se saldaría sin golpes con la policía, o un pabellón destrozado, cualquier otro tipo de mobiliario urbano. Aquello había desbordado por completo el ámbito de lo musical: Hollyday se había convertido en el catalizador de unos jóvenes que intentaban cambiar radicalmente un orden social que no los tenía en cuenta y los chavales del extrarradio habían asumido que nada como la suma de rock and roll y violencia para canalizar sus frustraciones.
Hallyday permaneció visible durante años, y de manera deslumbrante. En unos tiempos en los que los discos estadounidenses tardaban meses –si no años– en llegar a Europa, él no dudaba pedirle a su tío Lee, ciudadano estadounidense, que hiciera acopio de novedades para beber directamente de ellas. Suele acusarse a Johnny de no haber inventado nada y no sin razón, pero nadie como él supo entender y sacar chispas a todo lo que sucedía a su alrededor. Y todo a un mismo tiempo: no es difícil imaginar el deslumbramiento del público europeo ante una figura que le había mostrado por primera vez el rock and roll, pero que poco después haría lo propio con el twist, el soul, el beat, la psicodelia, el hard rock y en fin, todo lo que conformó aquella música de los sesenta que parecía haber llegado para cambiar el mundo. Johnny lo aglutinaba todo y con unos discos de primerísimo orden, capaces de luchar de igual a igual con cualquier competidor llegado de fuera.
El género era él
Inventar el rock and roll en Europa conllevaba también inventar qué era ser una estrella de rock, un terreno todavía sin desbravar para el que no había modelo y en el que Johnny no defraudó. No busquen a una figura de vida más excesiva que él, porque no la van a encontrar: hablamos de un intento de suicidio en 1966 tras un mal viaje de ácido con John Lennon, de borracheras con Mick Jagger que, en un caso, terminaron con un lanzamiento de cuadros de Francis Bacon al Támesis, de noches de ruleta rusa entre montañas de cocaína, de cuerpos de seguridad con cascos nazis vigilando unos conciertos donde miles de focos antiniebla provocaban ataques epilépticos entre los espectadores y de cuatro libros autobiográficos en los que no había scrito una sola línea, uno de ellos en volumen triple y encuadernado en piel de cocodrilo.
Y todo ello sin perder nunca el respeto por una música que lo era todo para él, encabezando a toda una generación de músicos que se había lanzado a la conquista del mundo. No solo locales: tras verlo tocar en un garito londinense, Johnny animó a un todavía desconocido Jimi Hendrix a fundar la Experience e hizo debutar al trío como sus teloneros en una de sus multitudinarias giras por Francia.
La carrera de Hallyday se extendió durante 60 años, los suficientes como para vivir todos los altibajos posibles. Hubo caídas en el alcohol y en las drogas, bancarrotas, cientos de peleas y todos los bochornos imaginables en los que una estrella desesperada por recuperar su brillo pudiera caer durante los ochenta: discos lamentables dictados por la discográfica, regrabaciones de sus clásicos al estilo de La Década Prodigiosa y estilismos que escapan a la comprensión de cualquier ser humano por muy fan de Johnny que se sea.
También dejó discos legendarios, colaboraciones con Jimmy Page y los Small Faces y los conciertos más brutales jamás vistos en Europa. Su estadía en el Palais des Sports parisino en 1969 entra dentro de lo legendario: la salida a escena de Johnny, entre faquires, enanos, tragafuegos y mujeres desnudas estaba acompañada por mil focos antiniebla intermitentes que provocaron varios ataques epilécticos entre el público. Al fondo, tras los siete escenarios circulares instalados en el recinto, unos proyectores disparan imágenes de desfiles de la Wermacht y de películas de terror mientras los miembros de seguridad, tocados con cascos nazis, inflan a puñetazos a los espectadores más exaltados, léase drogados, de las primeras filas.
Poco importaba que todos aquellos proyectos fueran momentos legendarios o fracasos sonrojantes: Johnny defendía unos y otros con la misma convicción mientras se sucedían las actuaciones en portaaviones, las entradas en escena descolgándose de helicópteros, los coches deportivos empotrados contra cualquier árbol o muro que se le pusiera por delante y el legendario tropel de amantes ante el que su mujer de entonces, la cantante y actriz Sylvie Vartan, prefirió cerrar los ojos.
¿Y Estados Unidos?
Solo una frustración pesó en Johnny durante años: la indiferencia del público norteamericano, que le impedía cumplir su sueño de actuar en Las Vegas. El día en que entró en su oficina de management diciendo que quería actuar en la inmensa sala de conciertos del Hotel Aladdin, el mismo en el que Elvis Presley se había casado con Priscilla, su gente intentó hacerle comprender la locura que suponía montar un concierto en un lugar donde nadie querría pagar una entrada por verlo. Johnny lo tenía claro: no tenía admiradores en Estados Unidos, pero tenía millones en Francia. Solo era cuestión de llevar a algunos hasta allí.
La operación supuso el mayor puente aéreo intercontinental que había conocido el planeta desde el regreso a América de las tropas estadounidenses que habían combatido en la II Guerra Mundial. En el Aladdin, aquella noche de 1996, no quedaba libre ni una sola butaca libre. También que la tensión había hecho a Johnny perder la voz y que el concierto resultará un desastre, pero a esas alturas qué importaban esas menudencias.
Esta grandilocuencia fue esencia de la carrera de Hallyday. Sobre ese foco centraron siempre el tiro sus detractores, sin darse cuenta de que todo aquello no era más que un intento por cumplir lo que él denominaba “sueños de niño pobre”. De niño pobre abandonado por sus padres, sin la más básica formación, criado por una familia de cómicos de la legua que giraba sin descanso por toda Europa, afectado por una soledad que siempre lo aterrorizó. Johnny buscó suplir estas carencias con una vida desaforada de exceso que estuvo a punto de hundirlo en la mediocridad si no fuera porque a mediados de los ochenta decidió dar un giro radical a su carrera.
Su matrimonio con la actriz Nathalie Baye le animó a apostar por el cine y trabajar con Jean-Luc Godard. Consiguió así el respeto de la crítica internacional. La entrada en la edad adulta le ofrecía al mismo tiempo otro gran reto, el mismo en el que se han estrellado y se siguen estrellando tantos músicos: saber madurar ante sus seguidores, aportar riqueza a sus músicas y sus letras sin salirse de los límites del rock, dejar de fingir una eterna juventud.
Pocos artistas pueden jactarse de haber creado, pasada la barrera de los cuarenta, un repertorio lo suficientemente creíble como para permitirles esquivar ese túnel sin fondo que es repetir noche tras noche sus viejos éxitos. Pero el álbum más vendido de Johnny –y también de la historia de la música francesa– es Sang pour sang, que el cantante publicó con cincuenta y seis. El renacimiento de la estrella se había convertido en una apisonadora de tal calibre que ya nada pudo frenarla. Cuando Johnny decidió celebrar el cambio de milenio con sus seguidores celebrando un concierto gratuito bajo la torre Eiffel se encontró ante sus ojos una multitud que se perdía en el horizonte. La policía parisina la cifró en un millón de espectadores, el triple de asistentes que había congregado unos días antes en aquel lugar el mismísimo Papa de Roma. La figura de Johnny se había convertido en algo tan inabarcable que hasta U2 y los Stones le mostraron sus respetos en sus posteriores conciertos parisinos.
No es difícil, por lo tanto, imaginar el estupor colectivo en el que se sumió Francia al conocer la muerte de Johnny en 2017. Los rumores sobre su salud llevaban ya tiempo circulando: la inquietud era tal que Nicolas Sarkozy, presidente del gobierno, había llegado a interrumpir una cumbre europea para preguntar por su estado. La publicación de Mon pays c’est l’amour, el disco que había dejado concluido pocos días antes de su muerte, tomó forma de exorcismo colectivo: por primera vez, un álbum que no se había publicado en los países anglosajones entraba entre los cinco discos más vendidos de todo el planeta.
Aquello no fue solo una despedida a un artista que encarnó anhelos de todo un país, sino a toda una época en la que la música no era un objeto de consumo sino toda una forma de entender la vida y de enfrentarse a un mundo del que hoy no queda nada. Por mucho que, como señalaba el periodista americano que arrancaba este artículo, nadie en el extranjero pareciera haber oído hablar de Johnny.
Felipe Cabrerizo es autor de ‘Johnny Hallyday: a toda tralla’ (ed. Expediciones Polares) y acaba de publicar ‘Loquillo, la biografía oficial‘ (Penguin Radom House)
Puedes seguir ICON en Facebook, Twitter, Instagram,o suscribirte aquí a la Newsletter.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.