Richard Burton, el galés temperamental que nunca se acostumbró a ser el esposo de una superestrella
Hace 40 años el mundo dijo adiós a uno de los grandes intérpretes de Hollywood y también a un hombre lleno de conflictos que quería ser actor y acabó convertido en la estrella más perseguida de su tiempo
Cuando una noche de verano el cantante Eddie Fisher se enteró de que Elizabeth Taylor acababa de regresar a Hollywood tras concluir en Italia el colosal rodaje de Cleopatra (1963), se abalanzó sobre el teléfono más cercano para dar la bienvenida a casa a su esposa. Pero quien respondió al otro lado de la línea no fue ella sino una voz masculina. Fisher la reconoció al instante: era la de Richard Burton, nacido en Pontrhydyfen, Gales, en 1925 y fallecido en Suiza tal día como hoy en 1984, hace 40 años. Él era el coprotagonista de la película y Fisher lo había conocido personalmente en un reciente viaje a Roma. Lo que no entendía era qué hacía en su domicilio familiar, pero Burton no le dejó amplios márgenes de duda cuando se lo consultó: “¿Y tú qué crees? ¡Follarme a tu mujer!”.
Los rumores de aquel romance que Burton definía con tan pocas ansias de eufemismo habían provocado una auténtica avalancha de portadas en la prensa amarilla desde el mismo inicio del rodaje. ¿Pero quién podía atender a ellas estando casado con una estrella de la dimensión de Elizabeth Taylor? Ella había sido carne de tabloide desde su más tierna infancia y estaba sumergida desde hacía unos meses en un escándalo que había sacudido hasta a una colonia con los niveles de tolerancia de Hollywood: Taylor y Fisher se habían emparejado solo seis meses después de la muerte en un accidente de aviación del marido de ella, Mike Todd. Apuntemos que Fisher no solo era el mejor amigo de Todd, sino también el esposo de Debbie Reynolds, íntima de Taylor.
El peso de la culpa pareció por un momento apagar aquella historia de amor, pero la decisión de vivirla contra todo y contra todos, desoyendo la desaprobación generalizada, las amenazas de deportación del Congreso estadounidense, incluso la condena directa del Vaticano, terminó aportando a la pareja un aura de romanticismo que haría de ella la más célebre del planeta y redimensionaría el propio concepto de popularidad: Burton diría no haber comprendido qué era realmente la fama hasta el primer día en el que salió a la calle con Elizabeth. Tratándose de uno de los actores más conocidos del mundo, con dos nominaciones al Oscar a sus espaldas, no parecía poco decir.
Richard Burton había nacido 37 años atrás en Pontrhydyfen, un pueblo minero del sur de Gales. Un ambiente inhóspito para un niño huérfano de madre y con un padre ausente: sus desapariciones en la maraña de pubs de la localidad durante días, cuando no semanas, eran parte del paisaje familiar. Aquella soledad terminaría forjando un carácter duro y correoso en un chaval que parecía no conocer el miedo. La primera noche que pasó en Londres coincidió con uno de los habituales bombardeos de la Luftwaffe desde el inicio de la guerra. Lejos de acudir al refugio al escuchar las sirenas, Burton decidió subirse al tejado del edificio para no perderse aquel espectáculo.
Si estaba aquel día en la ciudad era porque había decidido hacer una prueba teatral. Tenía 15 años y su vida parecía consumirse entre el rugby, el tabaco y el alcohol, pero la primera vez que se subió a un escenario sintió una fuerza magnética que pareció dar un nuevo sentido a todo. “Era ya una estrella sin ser consciente de ello”, diría una de sus primeras compañeras, la actriz Claire Bloom. Estudiante brillante, ni tan siquiera conseguiría concluir su formación en Oxford porque no tardó en revelarse como un intérprete prodigioso, reconocido como un igual por John Gielgud y Laurence Olivier, los dos actores con altura de monumento nacional, tras verlo interpretar a Shakespeare. El productor Alexander Korda entendió que tenía allí una mina de oro y no tardó en ofrecerle un contrato para llevarlo a Hollywood.
No se encontró cómodo en aquel mundo. El dinero llegó a espuertas, el aura de respeto que lo envolvió le hizo ser nominado a los Oscar ya con su primera película, Mi prima Raquel (1953). Pero Burton entendió que allí nunca le ofrecerían papeles a su altura y no dudó en luchar contra aquella maquinaria que en el fondo despreciaba: sonadísima sería su batalla contra el ejército de abogados de la Fox tras romper su millonario contrato con la major para regresar a Londres e interpretar Hamlet a razón de 45 libras semanales. Fue en la fiesta en la que celebró su triunfo donde vio por primera vez a Elizabeth Taylor. Ella lo encontró vulgar y arrogante. Él quedó deslumbrado por aquellos ojos color violeta. Su foco de atención, sin embargo, se desplazaría hacia otro punto de su organismo cuando volvieron a encontrarse en el rodaje de Cleopatra, o al menos así parece indicarlo que al verla Burton la apodara... “Miss Tetas”. A Elizabeth le encantó. Cuando unos días más tarde se presentó bebido en una fiesta que la actriz daba en su lujosa villa de la Appia Antica gritando “¡Elizabeth, ven aquí y méteme la lengua!”, ella no dudó en complacerle delante de todos los invitados.
Aquel reencuentro explosivo pareció anunciar todo lo que daría de sí una década destinada a la mitología, una década vivida bajo el continuo foco de una prensa que los convirtió en quintaesencia del glamour de los sesenta, inmersos en un circo mediático de dimensiones desconocidas hasta entonces, acosados por decenas de fotógrafos que se confundían entre los miles de personas que los seguían allá donde fueran provocando el caos en estrenos, hoteles y aeropuertos. Elizabeth, habituada a aquello desde su infancia, era capaz de mantener la sonrisa. Pero Burton no tenía la misma facilidad para controlar los nervios y las escenas de peleas y puñetazos se convirtieron en habituales.
“Eran dioses”, exclamaría el actor Michael York tras coincidir con ellos en el rodaje de La mujer indomable (1967) y contemplar boquiabierto aquellos camerinos convertidos en suites de lujo con sedas, tapices y obras de arte. Aviones y yates privados, mansiones en todos los rincones del globo, fiestas con los Rotchschild, los príncipes de Mónaco o los duques de Windsor, hasta un pequeño ejército armado para custodiar las joyas de Elizabeth. Una de ellas, legendaria, se la regalaría Burton tras pujar por ella un millón de dólares desde el teléfono de un pub inglés, superando en la subasta a Aristóteles Onassis. El cine no dejó de corroborar aquel brillo deslumbrante que parecía envolverlos: trabajos con Huston, Minnelli o Losey, Oscars y nominaciones, Burton cumpliendo con la que es posiblemente más recordada de sus interpretaciones en Becket (1964).
Nunca escondió la pareja la pasión que los desbordaba, como tampoco los altibajos que marcaban su día a día. Aquello no era sino conjugar un chico de pueblo con una estrella vocacional y las boutiques de lujo en París y Nueva York tenían mal encaje con los fish & chips y los pubs por los que Burton se perdía en cuanto encontraba oportunidad. La gasolina del alcohol, omnipresente, no quedaba fuera de aquella ecuación. Cuando preguntaban a Burton si alguien había conseguido tumbarlo bebiendo, este se jactaba de no haber conocido a un solo hombre capaz de hacerlo. Pero siempre especificaba el sexo, porque sabía que ahí Elizabeth era una competidora imbatible. Y esa dinámica conformaba un combustible altamente inflamable para que aquel amor arrebatado se confundiera con insultos, peleas y puñetazos (algunas biografías de Taylor, como la publicada por J. Randy Tarraborelli, afirman que Burton llegó a golpearla; sin embargo herederos del actor lo niegan categóricamente) que no siempre quedaron en la esfera de lo privado, pues tantas veces las escenas desagradables tuvieron lugar en fiestas, restaurantes, platós y estudios de televisión.
Como actores conscientes de pertenecer a la leyenda, nunca dudaron en convertir todo aquello en material para la pantalla. Su historia de amor quedaría reflejada en una decena de películas conjuntas —”Vamos a acabar como Laurel y Hardy”, solía bromear Burton—, el inicio de su decadencia en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966), adaptación de una incómoda obra de teatro sobre el proceso de destrucción de una pareja que nadie dejó de entender como autobiográfica. Pero con la llegada de los setenta aquel bucle de toxicidad extrema pareció vislumbrar un punto final. En 1969 Burton confesaba en su diario: “Siempre he sido bebedor, pero estos últimos meses Elizabeth y yo hemos estado a punto de matarnos”. A partir de ahí, sus páginas comienzan a tintarse de tonos sombríos hasta quedar interrumpidas bruscamente el mismo día de 1972 en el que una llamada le anunció la muerte de su hermano Ifor, paralizado desde hacía años tras romperse el cuello durante una babilónica borrachera conjunta.
Acosado por la depresión, una noche Burton se sienta delante del televisor para verse en una entrevista concedida días atrás y no se reconoce en aquel hombre torpe, hinchado, prematuramente envejecido. Fue ahí cuando decidió emprender un primer proceso de desintoxicación. La pareja estaba plasmando aquel final inevitable en el que será su último trabajo común, una película que era en realidad dos, Se divorcia él / Se divorcia ella (1973), donde interpretaron con una crudeza inusitada la historia de un divorcio desde un doble punto de vista. Su director, Waris Hussein, recordaba cómo Burton inició el rodaje limpio, botellín de agua en mano. Pero el mismo día en el que Elizabeth se presentó en el plató el Perrier fue sustituido por el vodka. Aquella nave sin control se hundía definitivamente y el anuncio de la separación llegó ese mismo verano.
Todavía quedaría por delante una reconciliación, incluso un nuevo matrimonio, pero el que Burton regresara de la ceremonia celebrada en Bostwana infectado por la malaria no parecía presentar un buen augurio. Unos meses más tarde llegaría el final definitivo. “Nos terminamos destrozando el uno al otro”, escribía en los últimos coletazos de sus diarios.
Cuando en 1974 Burton se embarcó en el rodaje de El hombre del clan sus apariciones ya habían comenzado a conformar un espectáculo de degradación personal ofrecida a la vista de todos. Compartir protagonismo con uno de los borrachos más curtidos de Hollywood, Lee Marvin, tampoco fue una buena idea. La escena más complicada que presentaba la película era la de su propia muerte a manos del Ku Klux Klan. Al concluirla, el director Terence Young buscó al equipo de maquillaje para felicitarle por el realismo conseguido en la transformación de Burton en un cadáver. No habían tenido que hacer nada, le confesaron. Su aspecto natural había sido suficiente para ello. Al terminar el rodaje fue ingresado de urgencia en un hospital y los médicos no le dieron más de tres meses de vida. Una vez más, les llevó la contraria: consiguió salir adelante, pero nunca volvió a ser el mismo. Vivió bajo continua vigilancia de doctores y enfermeras, durmiéndose en cualquier lectura de guion, apático ante aquella avalancha de películas y telefilmes que solo podían ofrecer su nombre como reclamo y que, para él, eran solo un medio para financiar una sucesión interminable de curas de desintoxicación tan duras e inútiles como las inevitables recaídas.
La vida de aquel actor que había tenido el mundo a sus pies se apagó un 5 de agosto de 1984. Burton no había alcanzado los sesenta años. Su última película fue 1984, una adaptación de la obra de Orwell filmada para conmemorar la llegada de la fecha en cuestión que afrontó con el mismo espíritu rutinario que todas las que conformaron el tramo final de su carrera. Porque la última vivida con satisfacción plena había tenido lugar mucho tiempo atrás, en 1978. Era una cinta de acción titulada Patos salvajes que le permitió reencontrarse con dos viejos amigos, alcohólicos y pendencieros ambos: Richard Harris y Roger Moore. Los periodistas viajaron hasta Sudáfrica para dar cuenta de un rodaje que, con el pasado que a los tres avalaba, se intuía iba a alcanzar rasgos apocalípticos. Pero su sorpresa fue que al llegar al lugar allí no había rastro de alcohol. Al contrario, tras cumplir con profesionalidad cada jornada los tres se sentaban bajo un árbol a charlar, recordar los viejos tiempos y disfrutar con una perpetua sonrisa del espectáculo de los atardeceres de la región. Años más tarde el actor Ronald Fraser revelaría que al llegar al lugar había sentido un olor familiar proveniente de una granja cercana. En ella se había hecho con unas cuantas bolsas de marihuana recién cultivada que distribuyó generosamente entre el equipo. “Fuimos todos muy felices aquellos días”, recordaba.
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