¿Y si Antonio Gades fue el español más elegante del siglo XX?
El bailarín patentó una sobriedad flamenca y con carga política que sigue inspirando a los diseñadores de hoy
El año pasado, cuando preparábamos un reportaje sobre nuevos creadores de moda en París, surgió el nombre de Antonio Gades. Fue durante una conversación con Arturo Obegero, un diseñador asturiano que estudió en Londres y acaba de firmar uno de los vestidos que Beyoncé luce en su gira. Obegero me contó que, mientras ideaba su colección de graduación, la imagen más importante de su panel de inspiración era una foto de Antonio Gades. De hecho, su primera colección incluía un pantalón llamado así, Gades, que replicaba la cintura alta, la cadera ajustada y las perneras holgadas de los pantalones que el coreógrafo solía lucir.
Me encantó descubrir esta referencia, porque para mí Gades fue el español más elegante del siglo XX. Su archivo gráfico no palidece ante el de ninguna estrella del Hollywood clásico: no tiene una foto mala. Y qué bien vestía, aunque no aparentara preocuparse demasiado por ello. En una entrevista, la bailaora Cristina Hoyos, que trabajó mano a mano con él, contó que al creador de Fuenteovejuna no le gustaban los colores chillones, porque le parecían engañosos y cercanos al souvenir folclórico para turistas. Gades, admirado por Nureyev, que no se perdía ni una de sus funciones, ideó un vestuario escénico que bebía del simbolismo lorquiano y de la dignidad del obrero. Sobre el escenario vestía pantalón oscuro y camisa blanca, pero mis momentos favoritos son esas secuencias rodadas por Carlos Saura (Bodas de sangre, Carmen, El amor brujo) donde aparece ensayando o dirigiendo con un jersey de cuello vuelto tan pluscuamperfecto como el de Terence Stamp en Teorema.
También es imbatible en Los tarantos (Rovira Veleta, 1963), su primera película, donde baila en las barriadas de Barcelona descamisado y con cazadora. Gades, que había empezado desde abajo, supo transformar en danza y en atuendo la lucha de clases sin manierismos ni imposturas. Era elegante como era elegante la danza española, esa disciplina que bebía del flamenco y del ballet clásico y que dio otros momentos memorables. Por ejemplo, Antonio el Bailarín reivindicando la sofisticada Escuela Bolera —una danza clásica y académica inspirada en el folclore español— al son de una sonata barroca en Duende y misterio del flamenco (Edgar Neville, 1952). O Vicente Escudero, el bailaor que se mudó al París de las vanguardias, retratado por Man Ray y por Oriol Maspons en Barcelona. Estos días, por cierto, se clausura en el Patio Herreriano de Valladolid la primera exposición dedicada en décadas al legado de Escudero, que murió en 1980 y que concedía una importancia fundamental a la posición y, por tanto, a la silueta. Ojalá algún joven diseñador la haya visitado, tome nota y convirtamos a Escudero (y a Gades, y a Antonio) en el nuevo Cocteau, que ya está suficientemente trillado.
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