Antonio Gala: epifanía en el capó
El escritor fue el dandi menos obvio y más consumado de una época pródiga en fantasmas de café tertulia


¿Cuántos hombres hacen falta para levantar un automóvil? En sus memorias, Antonio Gala, fallecido en mayo, cuenta cómo, durante un discurso que dio a finales de los setenta en Palma del Río a petición del Sindicato de Obreros del Campo, los jornaleros, emocionados, levantaron en vilo el coche sobre el que se había subido a hablar, “igual que si fuesen los costaleros de un paso de Semana Santa”. El episodio tiene otro punto álgido cuando Gala, que solía llevar al cuello una cadena con un sinfín de amuletos y medallas, hace ademán de ocultársela bajo la camisa. El presidente del sindicato se lo impide. “Sácate la cadena, Antonio, que la veamos todos. Porque a ti te queremos enjoyado, como a nuestras vírgenes”, le dice. No sabría decir si esta es mi anécdota favorita de Gala, que tenía un don para fabricar relatos asombrosos. En otra ocasión, cuando le dio un ataque de peritonitis en casa, pidió a una amiga que le preparara el neceser con lo indispensable para ir al hospital, y ella puso en un maletín “un par de zapatos de color diferente, uno de ellos de esmoquin, una camisa de seda natural, dos bañadores y una corbata”.
Tal vez exagerase, pero son anécdotas a la altura de la leyenda del que fue uno de los hombres más famosos de España durante décadas, un escritor cuyas larguísimas novelas se anunciaban en televisión y cuyos libros incluían un retrato suyo, casi siempre con esos bastones que empezó a llevar por necesidad –después de una operación– y que siguió luciendo por coquetería hasta que volvieron a serle imprescindibles.

La imagen que hemos elegido para esta columna procede de un reportaje en el que pasea por la piscina de su casa madrileña junto a Troylo, su fiel teckel, al que dedicó las columnas publicadas en EL PAÍS que, en forma de libro, serían uno de sus volúmenes más vendidos. Gala, que agotaba decenas de miles de ejemplares en pocos días, que cambiaba de casa tras cada desengaño amoroso grave, que escribía con rotulador sobre una mesa que había pertenecido a Santa Teresa y que mantuvo en estricto secreto la identidad de sus amores con el celo de un personaje de Tennessee Williams, era en sí mismo un personaje filosóficamente queer, probablemente el dandi más consumado, menos obvio y que menos merecíamos de una época pródiga en fantasmas de café tertulia.
Recuerdo leer varias de sus novelas, que me dejaban con sensaciones encontradas —a ratos apabullantes, a ratos plúmbeas—, y reconciliarme después con su teatro y, sobre todo, con sus artículos y colecciones de anécdotas. Creo que son la parte de su obra que mejor ha envejecido, y la que mejor refleja la historia de un hombre querido como pocos, y que supo transformar su legado en una pionera residencia de jóvenes artistas. Da igual cuántos hombres hagan falta para levantar un automóvil: si no lo hicieron, seguro que se les pasó por la cabeza. Y, como escribió Gala en El manuscrito carmesí, “cualquier historia tiene que reducirse, antes o después, al tamaño de un libro”.
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