¿Cuántas cosas necesita usted?
Pequeños objetos, como los dos teléfonos de los que habla Perec en ‘Las Cosas’, o como un reloj, encierran un mundo de significados: pregúntele a Shakira por lo del Rolex (o por lo del Casio, da igual)
No sé por qué he empezado a releer Las cosas, de Perec, uno de mis libros favoritos aunque más por la sensación que me dejó que porque recordara nada concreto. Hojeándolo de nuevo, me vuelve la memoria: el autor retrata a una pareja joven en el París de los años sesenta, de profesión encuestadores y habitantes de pequeños pisos que a duras penas reflejan sus aspiraciones de gran burgueses, alimentados por el cine y la publicidad de la época.
Perec describe con diabólica exactitud la casa que la pareja imagina: cuero desgastado, librerías llenas, grabados antiguos y la luz del sol que entra por un par de ventanas con vistas a los árboles. Más adelante, cuenta la angustia que les provocan a Jerôme y Sylvie sus mezquinas perspectivas de futuro: “Alguna codiciada plaza de jefe de servicio o encargado del personal (...). Son buenas colocaciones: los despachos están enmoquetados; hay dos teléfonos, un dictáfono, un frigorífico de salón y hasta, a veces, un cuadro de Bernard Buffet en las paredes”.
Pequeños objetos, como los dos teléfonos de los que habla Perec, o como un reloj, encierran un mundo de significados: pregúntele a Shakira por lo del Rolex (o por lo del Casio, da igual). Justo en París, estuve en una preciosa exposición en el Louvre, por desgracia ya terminada: Les choses, las cosas, una historia del bodegón, o de la representación de las cosas y lo que estas cosas significan para nosotros. Las cosas nos sobreviven: con suerte, intactas y pasadas a tus seres queridos, pero también fuera de nosotros, irreconocibles o alegremente transformadas. En esto indagaba otra exposición, Recycling Beauty, en la Fundación Prada de Milán, que durante unos meses estuvo poblada por frankensteins: un Apolo griego que, con nuevas manos y un caño, acabó convertido en San José como parte de la decoración de una iglesia renacentista; o un grupo funerario del Imperio Romano que, borrados los nombres de los difuntos, siglos después fueron rebautizados como Bruto y su mujer Porcia y colocados en algún palacio.
Muchas veces las cosas escapan de nosotros por las razones más pedestres. La casa de infancia del escritor estadounidense Gore Vidal —lo cuenta en sus memorias— tuvo que ser vendida durante la Segunda Guerra Mundial sencillamente porque salía carísimo calentarla (el problema suena bastante familiar). Otras veces, las cosas son motivo de discusión: “David tiene que cambiar su salón, ahora es como una especie de sala de espera de clase media”, le dice Celia Birtwell a John Schlesinger en A Bigger Splash, la película-documental que David Hockney filmó en 1973 (más sobre esto unas páginas más adelante). El extrañamiento que ella sentía en la casa de su amigo era un síntoma de su distanciamiento.
Por casualidad (mentira: reconozco que la busqué) me encuentro con una cita de Bruce Chatwin, el escritor viajero inglés icono de cierta elegancia y despojo aristocráticos. Pertenece a una de sus novelas, Utz: “Cualquier cosa era mejor que ser amado por lo que tienes”. Aquí conviene puntualizar que, aunque Chatwin tenía cuatro cosas en su pequeño apartamento londinense, el día que se compró un sofá, era uno que había pertenecido a la emperatriz María Luisa. Pero hay que admirar la ligereza con la que algunos van por la vida. Anthony Hopkins, nuestro hombre de portada, resume la receta de la felicidad a los 85 años: “Se acaban las caretas. Hay que estar presente para los demás. Ser amable y divertirse. Disfrutar”. Y aún hay más: “No pidas nada, no esperes nada y acepta todo”. Hopkins no habla de cosas. Está claro que, a cierta edad, las superas.
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