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ESPECULAR ES UN PLACER

Cuando ‘Monopoly’ era de izquierdas: los orígenes anticapitalistas del juego de mesa que vuelve cada Navidad

El pasatiempo que dio la vuelta al mundo en el siglo XX se concibió como una herramienta para aleccionar sobre los peligros del capitalismo bulímico, el cual, tras años de evolución, ha terminado encarnando

Edificios, mucho dinero y azar: lo que se encontraba en Atlantic City (New Jersey) en 1935 y en cualquier versión de 'Monopoly'.
Edificios, mucho dinero y azar: lo que se encontraba en Atlantic City (New Jersey) en 1935 y en cualquier versión de 'Monopoly'.MONTAJE: PEPA ORTIZ
Miquel Echarri

Por culpa del Monopoly, el más popular de los juegos de mesa patentados en el siglo XX, casi todos hemos ejercido en alguna ocasión de especuladores inmobiliarios. Ha sido nuestra escuela particular de capitalismo bulímico y darwinismo social. Nos ha enseñado a coleccionar calles y hoteles como quien colecciona sellos, a concebir la vida como una frenética carrera en círculos en la que se trata de cobrar peajes, acumular ronda a ronda cantidades indecentes de dinero, aplastar a la competencia y hacer todo lo posible por eludir ese par de maldiciones gemelas que son cárcel e impuestos.

Uno de los rituales de paso de niños y adolescentes barceloneses ha sido durante décadas gastar un quintal métrico de dinero de juguete en comprar el dúo de calles azules que iba a hacernos ricos, Balmes y Passeig de Gràcia. Lo mismo los madrileños con los paseos del Prado y la Castellana, los estadounidenses con Boardwalk y Park Place, los parisienses con la rue de la Paix y los Campos Elíseos o los londinenses con Mayfair y Park Lane. Y también existen ediciones dedicadas a El Cairo, Hong Kong, Singapur, Málaga, Tokio, Nairobi, Bilbao, Ciudad del Cabo, Praga, Berlín, Estambul, Bogotá o Lima.

En total, más de 200 ediciones locales o temáticas repartidas entre 103 países distintos contribuyen a dar una dimensión universal a este juego traducido hasta la fecha a 37 idiomas y del que se han vendido, según estimaciones de Hasbro, actual propietaria de sus derechos, más de 250 millones de copias. Es tal su implementación que entre 1975 y 2015 se disputó un campeonato mundial de Monopoly, en sedes como Nueva York, Montecarlo, Bermudas, Londres, Berlín, Las Vegas o Macao. En 2004, un madrileño, Antonio Zafra Fernández, se proclamó en Tokio campeón mundial, el rey de los especuladores inmobiliarios de mesa, y se embolsó una cantidad en metálico equivalente al total del dinero que se movía en la versión original del juego: 15.140 dólares.

Juego de lágrimas

Seguro que en estos días de asueto navideño muchos de ustedes han vuelto a incurrir en el placer culpable de jugar al Monopoly en familia o entre amigos. Es mucho más democrático que el ajedrez, más intuitivo que el Stratego o el Cluedo, menos pueril que la oca o el parchís, más sustancioso que el tres en raya, no tan estresante como el Trivial y algo menos deprimente e ideológicamente cuestionable que el Risk.

Tiene detractores feroces, por supuesto, y muchos de ellos insisten en lo que a estas alturas resulta poco menos que obvio: que es un pasatiempo anticuado (tanto, que en él los ricos siguen yendo a la cárcel), que por lo general solo se disfruta si vas ganando, que las partidas tienden a eternizarse, que tarde o temprano acabará sacando a flote al depredador sin escrúpulos que todos llevamos dentro, que ganar o perder es una simple cuestión de suerte (por mucho que los que ganen se consideren a sí mismos genios de las finanzas y formidables estrategas) y que sus reglas, pese a que todo el mundo cree conocerlas, siguen siendo objeto de controversia infinita.

Sin embargo, si algo puede reconciliarnos con el Monopoly es su azarosa y muy poco convencional historia. Porque este brazo lúdico del capitalismo global fue, en realidad, creación de una feminista de izquierdas que lo concibió como una herramienta pedagógica, una especie de curso acelerado sobre los riesgos de la especulación y la toxicidad del capitalismo sin mesura. Años más tarde, un viajante de comercio que había perdido su empleo como consecuencia de la Gran Depresión se apropió de esa idea ajena, la desvirtuó sin apenas pretenderlo y acabó vendiéndosela a una multinacional del juguete por entonces aún incipiente, Parker Brothers.

Charles Darrow ante un tablero de 'Monopoly' en una imagen sin datar.
Charles Darrow ante un tablero de 'Monopoly' en una imagen sin datar.Bettmann (Bettmann Archive)

A qué jugamos

El penúltimo capítulo de esta intrincada historia arranca una velada de otoño de 1932 en Filadelfia. Esa noche, Charles Darrow, un vendedor a domicilio sin empleo en aquella época, jugó por vez primera, junto a su mujer Esther, a un juego sin nombre en casa de sus íntimos amigos, Charles y Olive Todd. El pasatiempo consistía en recorrer un tablero rectangular de cartón mientras se compraban propiedades, construyendo hoteles y cobrando impuestos de paso a los jugadores que tenían la desgracia de caer en tus posesiones.

Era ágil, sencillo y adictivo, aunque a Charles Darrow le llamó la atención que sus reglas resultasen un tanto imprecisas. Charles Todd insistía en que las había aprendido sobre la marcha, que durante sus viajes de negocios había tenido la oportunidad de jugar al juego en varios rincones del Estado de Pensilvania y que en cada uno de esos lugares se jugaba con reglas distintas. Ante la insistencia de Darrow, Todd hizo el esfuerzo de recopilar todas las reglas que conocía y ponerlas por escrito.

Darrow se quedó con las variantes que le parecían más coherentes, creó un tablero artesanal con mejor aspecto que el que tenía Todd en casa y pidió una cita con los representantes locales de Parker Brothers, a los que ofreció el juego como si fuese de invención propia. La compañía juguetera no mostró un interés excesivo en aquel pasatiempo más bien rudimentario, así que Darrow, pese a su precaria situación (llevaba varios meses desempleado) optó por registrarlo e intentar comercializarlo por su cuenta.

Contra todo pronóstico, tuvo un cierto éxito: vendió varios centenares de copias en los siguientes dos años. Más aún, el juego fue reseñado como novedad curiosa por la prensa de Filadelfia y Nueva York, y Parker Brothers, esta vez sí, se dirigió a Darrow en 1935 para comprarle la patente y hacer una primera edición profesional del juego, que fue bautizado como Monopoly.

Lo patenté porque era mío (o de nadie)

Darrow insistió siempre en que el suyo no fue un acto de apropiación indebida, porque el juego no parecía pertenecer a nadie, se jugaba en tableros improvisados y con reglas no del todo definidas. Era, desde su punto de vista, el fruto de un proceso de creación colectiva que se fue decantando a lo largo de los años, y lo que hizo él fue darle una cierta entidad y coherencia. Convertir un pasatiempo informal y un tanto caótico en un juego de mesa con todas las letras.

Un niño compite con otros 240 aspirantes al título de campeón británico de 'Monopoly' en la estación de Fenchurch de Londres, en 1975.
Un niño compite con otros 240 aspirantes al título de campeón británico de 'Monopoly' en la estación de Fenchurch de Londres, en 1975.Mirrorpix (Mirrorpix via Getty Images)

Tal y como lo explica la periodista Mary Pilon en un artículo en The Guardian, la de Darrow fue durante décadas la versión oficial de los orígenes del Monopoly, “un mito muy sugerente y muy rentable, ya que atribuía todo el mérito a un emprendedor genial que estaba pasando una mala racha, lo que le daba a la historia una cierta dimensión de parábola estadounidense, y garantizaba a Parker Brothers los derechos de explotación del producto”. Pero el caso es que el juego en sí, su concepto general, su tablero y sus reglas habían sido creados y patentados en Washington D. C. 29 años antes de que los Darrow y los Todd pasasen aquella velada de otoño jugando al futuro Monopoly.

La madre de la idea fue la activista, periodista, diseñadora e inventora Elizabeth Magie. En 1903, a sus 37 años, Magie presentó en los círculos izquierdistas ilustrados de la capital de los Estados Unidos una brillante ocurrencia llamada The Landlord’s Game (el juego del casero) cuyo propósito era mostrar de manera práctica las ideas de uno de sus mentores intelectuales, el economista heterodoxo Henry George.

Capitalismo con rostro humano

George pensaba que el pecado original de la economía estadounidense era que estaba controlada por una élite de terratenientes, urbanos y rurales, que suponía un freno para la innovación, el desarrollo tecnológico y la redistribución de la riqueza. En su opinión, era esa casta económica nacida del privilegio, no del esfuerzo ni del talento, la que tenía el deber moral de financiar el desarrollo de la nación. Y como no estaba dispuesta a hacerlo, George proponía sustituir todos los impuestos federales por una tasa única, muy elevada, que deberían pagar los propietarios de tierras.

Elizabeth Magie creía en esta doctrina fiscal, el llamado geordismo, y el juego que había creado era un intento de mostrar las bondades de la idea. En The Landlord’s Game, se podía jugar de dos maneras: cooperando o compitiendo. En el primer caso, todos los jugadores prosperaban razonablemente, se repartían las áreas de influencia de manera armónica y desarrollaban en ellas sus iniciativas empresariales desde el respeto mutuo y la voluntad de no interferencia. En el segundo escenario, la competencia descarnada arruinaba a todos menos a uno.

El activista conservador John Cox, durante una rueda de prensa en agosto de 2021 donde se subió a un tablero de 'Monopoly' para explicar el auge de precios en California durante las elecciones frustradas en aquel Estado en 2021, en las que él aspiraba a  Gobernador.
El activista conservador John Cox, durante una rueda de prensa en agosto de 2021 donde se subió a un tablero de 'Monopoly' para explicar el auge de precios en California durante las elecciones frustradas en aquel Estado en 2021, en las que él aspiraba a Gobernador.Jessica Christian (San Francisco Chronicle via Gett)

En los albores del siglo XX, los Estados Unidos estaban inmersos en un periodo de prosperidad y optimismo que se dio en llamar la era progresista. El país se había dotado, además, de protecciones legales contra las prácticas monopolísticas como la ley Sherman, de 1890, un intento de encauzar el desarrollo nacional sobre los raíles de la libre competencia, evitando así que el esfuerzo colectivo fuese capitalizado en exclusiva por las élites egoístas que denunciaba George. Magie, progresista contumaz, estaba convencida de que los que jugasen a su juego acabarían entendiendo tan bien como ella las bondades de una cooperación armónica y lo absurdo que resulta desarrollar una economía depredadora, con patente de corso, destinada a crear prosperidad para unos pocos, los menos escrupulosos, y miseria para el resto.

Cómo se pierde (y cómo se gana)

Lo que ocurrió entre 1903 y 1932 es que de The Landlord’s Game fue adquiriendo poco a poco vida propia, al margen por completo de las intenciones y expectativas de su creadora. Había sido comercializado de manera muy modesta, ya que Magie siempre lo concibió como un proyecto educativo, no como un negocio, y se vendió sobre todo a escuelas y bibliotecas. Sin embargo, muchos de los que tuvieron la oportunidad de jugar a aquello lo encontraron francamente divertido, y empezaron a crear variantes caseras que circularon con profusión por la costa este de EE UU y, muy especialmente, los Estados de Pensilvania e Illinois.

A medida que se separaba de su referente original, el juego se iba desvirtuando gradualmente. La idea de que cooperar con sensatez y equilibrio era la forma de que todos ganasen en el marco de una economía capitalista orientada al bien común dejó de resultar intuitiva tras la Primera Guerra Mundial, en esos años de prosperidad convulsa y frenética que fueron los feroces años veinte (roaring twenties), y no digamos a partir de 1929, cuando el crac de Wall Street dio paso a la Gran Depresión y a un recrudecimiento aún mayor de la lógica del sálvese quien pueda.

En la versión doméstica del juego que los Todd enseñaron a los Darrow aquella noche de 1932 ya no se trataba de aprender nada sobre economía y ética, sino, sencillamente, de ganar. De ser el tipo listo, con iniciativa y sin remilgos que arruina el resto. Cualquier otra manera de concebirlo empezaba a resultar ya de una ingenuidad suprema. En realidad, tal y como explica Pilon, entre lo poco que había sobrevivido del espíritu de Magie estaba “esa orden escrita en mayúsculas en una de las esquinas del tablero, GO TO JAIL (ve a la cárcel)” que la activista pretendía que fuese un aviso para navegantes: si actúas contra la sociedad, la sociedad acabará actuando contra ti.

Para mayor escarnio, cuando Parker Brothers se quedó con la patente y dio al Monopoly la forma definitiva con la que fue lanzada comercialmente, casi idéntica a la actual, los nombres de las calles se tomaron de las de Atlantic City, en el estado de Nueva Jersey. No era una elección casual. Se trataba de la ciudad que la mayoría de los estadounidenses asociaba con esa década de crecimiento desordenado y especulativo que fueron los años veinte, el momento en que las peores pesadillas de Elizabeth Magie y Henry George se hicieron realidad. Pueden hacerse una idea aproximada de cómo era la Atlantic City de por entonces viendo la serie Boardwalk Empire, crónica del ascenso de un gánster local, Nucky Thompson, que hubiese sido sin duda un magnífico jugador de Monopoly.

El código de colores elegido para las calles del juego tiene también connotaciones siniestras. A medida que se acercaba a la recta final del tablero, los jugadores entraban en la zona segregada de la ciudad, es decir, prohibida a residentes afroamericanos y, en general, que no fuesen ricos, protestantes y anglosajones. El par de calles azules, Boardwalk y Park Place, eran el epicentro de ese gueto de opulencia blanca en que la clase media soñaba con establecerse algún día.

Elizabeth Magie murió en 1948 sin molestarse siquiera en reclamar la maternidad del juego que le habían usurpado. Tuvo que ser otro economista heterodoxo, Ralph Anspach, el que se encargase de hacerle un poco de justicia retrospectiva. En 1974, Anspach creó el Anti-Monopoly, una contracultural inducción a cooperar en lugar de competir muy en el espíritu de lo que había hecho Magie 70 años antes. Fue demandado por Parker Brothers, y en su trabajo de investigación para preparar su defensa legal acabó encontrado la patente de The Landlord’s Game. Ese documento relacionado con la prehistoria de los juegos de mesa le permitió alcanzar un acuerdo muy ventajoso y seguir comercializando su variante.

Hoy podemos jugar tanto al Monopoly convencional como al progresista e idealista (y también, justo es reconocerlo, bastante más aburrido) del profesor Anspach. Huelga decir cuál de las dos versiones es más popular. En Barcelona, en Madrid, en Atlantic City, en El Cairo y un poco en todas partes.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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