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Vestidos para la aventura
Columna
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Cómo vestir para una cita con Gaviota en el eje cafetero

He abandonado la tumba de Tutankamón: ahora estoy atrapado por ‘Café con aroma de mujer’

Café con aroma de mujer
Laura Londoño y William Levy, en 'Café con aroma de mujer'.
Jacinto Antón

Aquí va una dolorosa confesión: estoy enganchado a Café con aroma de mujer, el culebrón de Netflix que es una apoteosis de los amores contrariados, las familias a la greña y el eje cafetero. Sé que esto me va a restar credibilidad y aumentará las pullas de lectores que me tienen ya enfilado (espero que el que me despedaza firmando como García Márquez sea comprensivo). Me paso las noches abandonando las pesquisas en la tumba de Tutankamón, la lectura de Las guerras napoleónicas, una historia global, de Alexander Mikaberidze, los diarios de Rafael Chirbes (esto no es verdad pero así complazco a García Márquez, que me reprocha no leerlos) y mil y un grandiosos proyectos literarios para entregarme desaforadamente a las andanzas de la Gaviota y su troupe de funambulistas de los sentimientos. Caí en sus redes por casualidad, porque se quedó la tele puesta tras un documental sobre el III Reich y no sé cómo salió ahí la chica, Gaviotica, con ese acento cantarín, su hipnotizante lenguaje gestual y ese aspecto de Julia Roberts de Manizales que me ha robado el corazón y el entendimiento.

Llevo 40 episodios, hacia la mitad de los 92 del culebrón, y en mis ratos clarividentes me pregunto cómo he pasado 40 horas refocilándome en esa charca emocional cuando podría haber empleado el tiempo, no sé, en aprender a tocar la armónica (40 horas igual da para tocar El cóndor pasa) o en revisar la filmografía completa de Éric Rohmer (no confundir con Ernst Röhm, aunque también podría haber pillado la miniserie Hitler: el reinado del mal).

Ya estoy como adoptado por la familia Vallejo, hasta el punto que hablo con ellos y con los demás personajes como si formaran parte de mi entorno. Me dice la gente que se me ha pegado el acento (espero que no el del supuesto sevillano villano Miguel, “que sí, que sí, shiquilla”) y que empleo giros y expresiones colombianas como “eso está bien maluco”, “cómo qué”, “permisito”, o “hable rápido que se me quema la arepa”. Me es difícil destacar un personaje porque los amo (ya ven el contagio) a todos, incluso a los malos (Carlos Mario me parece genial: “Con la dignidad me limpio el cuatro letras”). Pero quizá sean Diana y Danilo con los que me iría de copas; Carlos, el sufrido novio de Bernardo, también me cae muy bien (curiosamente los tres tienen bares). A Sebastián, siempre agobiado hasta el rictus, se lo dejo a Mercedes Milá. Y a Leónidas a quien lo aguante.

Y no crean que me olvido del vestuario: a destacar, junto a los apretados conjuntos populares de Margarita y Marcia en contraste con la moda a la última de las pijas Lucrecia, Lucía y Paula, los abrigos y cuellos de cisne de Sebastián (y sus hombros no digamos), la decadencia motera de Iván y sobre todo, a Aurelio en su versión actualizada del Juan Valdéz de “este año va bueno”: muy funcional, con bota de caucho, machete al cinto, mantita sobre el hombro y sombrero (sustituido a veces por la gorra de béisbol que le trajo Gaviota de NY). Pensé que estar atrapado por la serie me permitiría estrechar lazos con mi colega de política en EL PAÍS Camilo S. Baquero, pero él me afeó no haber visto la serie original, que paralizaba Colombia, sino el “remedo descafeinado” (y valga la palabra) de Netflix. En fin, yo sigo, cada noche, en la Hacienda Casablanca y aledaños, amando y sufriendo, y quién sabe hasta cuándo esperando...

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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