De Moscú 1980 a Qatar 2022: Cómo el deporte abandonó el boicot como arma política
Los escasos gestos críticos contra el Mundial de Fútbol del próximo año nos alejan de aquella época, la Guerra Fría, en que las potencias llevaban sus diferencias al campo de juego
A James Walker le robaron su sueño. En julio de 1980, al atleta estadounidense de 23 años se le esperaba en Moscú para participar en la prueba olímpica de 400 metros vallas, la gran cita para la que llevaba más de dos años preparándose. No le hizo falta renovar el pasaporte: se quedó en Estados Unidos y acabó compitiendo en Filadelfia, en un simulacro de Olimpiada alternativa bautizado como Liberty Bell Classic. Walker ganó la medalla de oro con una marca respetable, 48 segundos y 6 décimas, pero apenas lo celebró. Era consciente de estar participando en una farsa geopolítica, un triste sucedáneo. Ocho días después, un atleta de la República Democrática Alemana, un tal Volker Beck, consiguió el oro en Moscú con una marca dos décimas peor que la de James. “¿Por qué no fuimos a aquella Olimpiada?”, se preguntaba este héroe anónimo del atletismo 40 años después del boicot estadounidense a los Juegos de Moscú. “Supongo que sería por alguna razón moral o política de peso”.
La razón de peso que Walker dice ignorar es que la Unión Soviética había invadido Afganistán en diciembre de 1979. Como respuesta al despliegue en Asia Central de las tropas del pacto de Varsovia, Estados Unidos adoptó una serie de medidas de represalia que incluían el boicot a los Juegos, secundado también por naciones como Noruega, la República Federal Alemana, Japón, Argentina, Turquía o la República Popular China. Cuatro años después, en 1984, la Unión soviética y sus aliados devolvieron las tornas al no acudir a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles.
Los boicots deportivos a gran escala se convirtieron en un arma en la recta final de la Guerra Fría, pero ya se practicaban a mediados de los sesenta. Son una forma de interacción extrema entre política y deporte que, en ciertas ocasiones, han funcionado también como eficaz herramienta de cambio social. Por ejemplo, el régimen racista de Sudáfrica fue objeto de un bloqueo casi universal que incluía la prohibición de organizar y participar en acontecimientos deportivos internacionales y que el propio Nelson Mandela acabó considerando una de las causas directas de la transición a una verdadera democracia que se produjo en el país en 1992.
En los últimos meses, activistas, colectivos de aficionados y medios de comunicación de las democracias occidentales están empezando a plantear con insistencia la necesidad de un boicot ético y humanitario a la Copa del Mundo de fútbol de Catar, cuya celebración está prevista para noviembre y diciembre de 2022. Algunos de ellos esgrimen un dato muy llamativo, hecho público por el diario The Guardian el pasado 23 de febrero: 6.500 trabajadores inmigrantes, procedentes en su mayoría de naciones como India, Pakistán, Bangladesh o Nepal, han muerto en el país árabe desde que la organización del Mundial fue concedida a la monarquía del Golfo Pérsico, hace ahora diez años. Los futbolistas de la selección alemana formaron abrazados en línea portando cada uno una camiseta con una letra mayúscula hasta componer las palabras “derechos humanos” antes de un partido contra Islandia.
The Guardian se interesó por el tema tras la muerte de un ciudadano británico desplazado a Catar que trabajaba en la construcción de los nuevos estadios. La cifra no se obtuvo con una investigación independiente sobre el terreno, sino consultando y extrapolando fuentes oficiales cataríes. Para Toni Padilla, jefe de deportes del diario Ara y miembro fundador de la revista Panenka, “es muy improbable, que se produzca un boicot significativo a la Copa del Mundo de Catar”. Las razones para hacerlo existen y serían, en su opinión, “muy sólidas y completamente legítimas”; sin embargo, “no hay ahora, a diferencia de lo que ocurrió en los años ochenta, ninguna superpotencia mundial interesada en hacer uso del boicot como herramienta de represalia política”. Los esfuerzos voluntariosos y desordenados de agrupaciones como el colectivo de aficionados alemanes ProFans, que piden a sus selecciones nacionales que no acudan a Catar, servirán, en todo caso, “para que los jugadores se pongan una camiseta reivindicativa”. “Catar es una dictadura feudal que tiene un desastroso expediente humanitario”, argumenta Padilla, “y eso resulta difícilmente discutible, más allá de controversias sobre si la muerte masiva de trabajadores inmigrantes tiene o no que ver con las condiciones de seguridad laboral en las obras de construcción de los estadios”. Sin embargo, el listón ético está muy bajo. “Países como Rusia o China han organizado recientemente olimpiadas y mundiales sin comprometerse más que a concesiones cosméticas a los supuestos valores de la comunidad internacional democrática”, recuerda Padilla.
El emirato es ahora mismo uno de los países más ricos del planeta, “y está inyectando quintales métricos de dinero fresco al mundo del deporte, en el que ha encontrado una vía para legitimarse y blanquear su imagen”. Futbolistas de élite como el holandés Geoginio Wijnadum ya se han pronunciado. Quieren ir a Catar. No están dispuestos a que un exceso de celo humanitario les robe su sueño. Otros, como el ilerdense Roberto Martínez, seleccionador de Bélgica, creen que no se puede renunciar a una cita de semejante importancia y que, en cualquier caso, es mejor ir y contribuir a que en el país se produzcan intercambios culturales que lo abran al mundo. Padilla ve en ello argumentos “entre ingenuos, voluntaristas y cínicos” que esconden una realidad: “El deporte está politizado de raíz y sin remedio, tal vez desde que, ya en 1906, las Olimpiadas dejaron de ser eventos amateurs y se convirtieron en competiciones entre naciones”. Catar merecería un boicot si el deporte se tomase en serio por un instante su supuesto papel de herramienta de cambio social al servicio de unos valores universales. Y, como avisa Padilla: “No va a ocurrir”.
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