Adiós a Luis Romero, el obrero anónimo que se convirtió en un icono de la Transición
El póster del PSUC para las elecciones de 1977, considerado uno de los “más efectivos” de la historia democrática española, llevaba la cara de Luis Romero, que acaba de fallecer a los 90 años. Esta es su historia
El fallecimiento de un pensionista de 90 años, antiguo obrero de la construcción, no suele ser noticia. La de Luis Romero, que murió el pasado 11 de marzo en Barcelona envuelto en una bandera roja y con las notas de La Internacional, sí lo fue en algunos ámbitos. Porque Romero protagonizó en 1977 el que está considerado uno de los mejores y más memorables carteles de la Transición.
En el póster, una creación colectiva en la que intervinieron varios nombres clave de la política, del diseño y la comunicación en Cataluña –desde Manuel Vázquez Montalbán hasta Paco Montalvo, el publicista que creó eslóganes como “el frotar se va a acabar”– tenía un diseño impactante y una rareza. No aparecía ningún candidato, sino un militante, un votante, el propio Romero, fotografiado en blanco y negro y extendiendo sus manos hacia la cámara. Lo utilizó el PSUC, el partido de los comunistas catalanes, en las elecciones generales de 1977. El partido concurría apenas dos meses después de su legalización, con el reto de darse a conocer, de vencer la resistencia que aun existía a asociarse al comunismo y de distinguirse del resto de los partidos de izquierda.
“Es un cartel efectivo y afectivo. El más recordado de esas elecciones”, confirma Oriol Pibernat, profesor de historia del diseño en la escuela EINA y editor de libros como Diseño y franquismo. Dificultades y paradojas de la modernización en España (Cegal). “En aquella primera campaña hubo algunos carteles convencionales, de tipo norteamericano, como el de la UCD con Adolfo Suárez y, por otro lado, la apuesta del PSOE por una línea naïf, casi idílica, con ilustraciones. Ellos estaban muy influidos y apoyados en la parte gráfica por los socialistas alemanes. Frente a todo eso, esta imagen contrastaba mucho. Presentando a este hombre de paz, con la mano extendida en lugar del puño levantado porque existía aun mucho miedo a los comunistas. Tanto la patronal como los partidos de derecha agitaban el miedo al voto marxista”, explica Pibernat. El consultor de comunicación política Xavier Peytibi destaca también cierto elemento de imaginería cristiana en la composición, “con esas manos formando triángulo”. Pibernat está de acuerdo: el obrero de la foto era aquí “un pantocrátor comunista”.
En realidad, Luis Romero era un trabajador de la construcción, acostumbrado a hacer pequeñas obras y reformas y con un largo historial de despidos por parte de varias empresas. Se le había incluido en una lista negra de sindicalistas clandestinos por ser un “incitador del personal”, según apareció después en unos papeles clasificados. Nacido en 1931 en Alcalá la Real (Jaén), hijo de un militante comunista, trabajó de muy joven en Palma del Río y se casó en 1957 con Francisca López. Ambos emigraron a Barcelona en 1964, no solo por motivos económicos, como los otros cientos de miles de andaluces que hacían el viaje en dirección Norte en esos años, sino también poniendo tierra de por medio entre él y las autoridades cordobesas que le habían detenido ya en dos ocasiones. Fue en una de sus estancias en la cárcel donde Romero aprendió a escribir, recordaba hace unos días el obituario en la revista Treball. En Barcelona se instaló primero en una barraca sin agua corriente ni lavabo en el barrio de Sant Genís del Agudells y allí fue recibido por los otros obreros politizados como un militante con cierto pedigrí. Durante los setenta incluso hizo varios viajes clandestinos a congresos de sindicalistas en Rusia, Italia y Yugoslavia.
Para 1977, él y Francisca llevan ya un tiempo instalados en el barrio de La Pau, una zona de nueva construcción para trabajadores, donde fue también un activo del movimiento vecinal. El 8 de mayo, recién salido de una huelga que había acabado mal para los trabajadores, acudió a una fiesta del PSUC en el camping La Tortuga Ligera. “No conozco a nadie que asistiese que no recuerde ese domingo tan luminoso, tan festivo, tan hoy-empieza-el-cambio”, escribe Txema Castiella en el libro que dedicó al poster, Retrat d’un cartell (Nous Horitzons, 2013). Romero y varios compañeros de la construcción llevaban un chiringuito para recaudar dinero para el partido. Fue allí dónde se le acercó el periodista Rafael Pradas, uno de esos reporteros que cubrían los movimientos izquierdosos que emergían de la ilegalidad, y le preguntó si querría salir en el poster del PSUC. “Hicimos las fotos allí mismo, en una esquina”, le contó Romero a Castiella cuando le entrevistó para su libro. En realidad no fue así. Las retratos los hizo Carlos Bosch, un fotógrafo argentino que había aterrizado en Barcelona apenas un año antes, huyendo de la dictadura argentina. Se tomaron en un taller de bicis del Raval. “No era un retrato, era una fotografía política, una imagen que evocaba una fuerza de cambio”, escribe Castiella.
Pibernat la describe como “una imagen en blanco y negro, de un gran dramatismo. Muy contrastada y con mucho grano”. El historiador del diseño cree que el estilo corresponde a un tipo de fotografía muy ligado a los temas sociales. “La expresión del rostro y el gesto de las manos intenta hablar de los desposeídos, de los parias de la tierra, y también habla de los que no tienen nada que perder”, señala.
El cartel fue una obra colectiva por la que ninguno de los participantes, que trabajaban sin cobrar como parte de su militancia, ha reclamado nunca la autoría. Aun así, se considera que el ideólogo es Ferran Cartes, un diseñador gráfico y escultor de Tortosa que llevaba años colaborando con el partido. El logo del PSUC, que se estrenó para aquel cartel, lo creó la diseñadora Pilar Villuendas, que lo presentó a un concurso de ideas convocado por el Comité Central del partido. Al igual que ella, otros de los participantes en aquel concurso del logo del PSUC ocuparían después la primera línea de la generación del disseny y se graduarían con los Juegos Olímpicos del 92. Según recoge Castiella en su libro, participaron también América Sánchez y Claret Serrahima. Y entre los miembros de la comisión que escogió el logo final se encontraban el escritor Manuel Vázquez Montalbán y militantes históricos como Francisco Frutos.
“Nadie reclamó la autoría porque era norma no escrita que estas colaboraciones fueran anónimas”, dice Castiella. El logotipo se quería austero pero moderno. A todo el mundo le gustó el de Villuendas. Había solo un pequeño problema: la tipografía que había utilizado era la American Typewriter ¿Podía un partido comunista ir por el mundo con una tipografía llamada american en 1977? El asunto se discutió en asamblea, explica Castiella. “Algunos –futuros campeones de la modernidad– denunciaron apasionadamente aquella contradicción. Otros, más dubitativos, lo veían como inoportuno. Por supuesto, una mayoría supo arrinconar los prejuicios dogmáticos y opinar sobre si estéticamente aquello era lo que convenía o no”.
El logo se quedó. La misma tipografía, que evocaba las máquinas de escribir, se utilizó también para el cartel. “La composición es importante. Hay un orden de retícula y está muy ordenada. Es un tipo de imagen que parece querer encontrar una tercera vía entre el agit prop, la propaganda de la calle, y lo que era el oficialismo de los partidos más centrales, que ya utilizaban el color. Aquí solo el logo está en rojo”, señala Pibernat.
“Era muy moderno para su época”, abunda Xavier Peytibi, que destaca las “grandes mentes”, el potencial intelectual que había detrás de un partido como el PSUC. Al asesor le llaman la atención los dos puntos del eslogan, tipográficamente más contundentes que una coma, y el hecho de que el texto estuviera en castellano, pese a tratarse de un partido catalán. “Se dirige al voto emigrante, que tenía más posibilidad de abstención”, señala. Quien se encargó de redactar ese copy tan contundente de cuatro palabras –mis manos: mi capital– fue Paco Montalvo, una figura que se definía como “un obrero de la publicidad”, un madrileño, hijo de militar franquista trasladado a Barcelona, de barba poblada que vivía una especie de doble vida. Por un lado, ideaba campañas para multinacionales como Henel, Telefunken o Braun –la empresa confió en él para lanzar en España su aparato revolucionario: el minipimer– y por otro, y sin que nadie en el mundo de la empresa lo supiera, militaba activamente en los partidos de izquierda, primero en el FELIPE, el Frente de Liberación Popular, y después en el entorno del PSUC. Su mayor contribución a la causa fue esa, prestar su capacidad para generar eslóganes pegadizos.
El uso de gente corriente en las campañas, es decir, poner a votantes y militantes de base como Luis Romero, ha sido una idea recurrente en la historia del marketing electoral. Peytiby recuerda una campaña de ERC, también en Cataluña, en la que se empapelaba cada barrio con un candidato de esa misma zona, aunque fuera muy abajo en las listas, para subrayar que el partido estaba enraizado en el territorio, y una iniciativa del Partido Demócrata italiano, en el que en cada míting se generaban pósters con los asistentes que después se colgaban por la región.
Por muy gráficamente, potentes o bellos que sean, al final los carteles electorales se juzgan por su efectividad, por si arrastraron o no votantes a las urnas. Este lo hizo. El PSUC fue la segunda fuerza más votada en aquellas elecciones en Cataluña, una posición de ventaja que no duraría mucho pero que le serviría para convertirse en cantera de diputados del PCE, muy perjudicado en el conjunto del estado por la ley d’Hondt. El propio Luis Romero pudo acceder al poder, pero no quiso. En 1979 fue escogido regidor del PSUC en el primer ayuntamiento democrático de Barcelona, pero no recogió el acta porque prefirió seguir trabajando en la calle para el sindicato. También en los ochenta fue candidato a senador por el Partido Comunista, sin intención alguna de dejar el barrio de La Pau para pisar moqueta en Madrid. En sus últimos años se convirtió en un convencido yayoflauta con chaleco amarillo protestando contra los recortes. Quienes se manifestaban con él seguramente no sabían que su cara, y sus manos, empapelaron las calles en 1977 y que ese poster figura en varios archivos históricos como un documento clave de la Transición.
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