“Es un edificio monstruoso”, “este ridículo aborto”: en defensa de la ‘arquitectura fea’
La historia está llena de agrias polémicas suscitadas por edificios feos que el tiempo ha transformado en queridos símbolos de sus ciudades
En febrero de 1887, casi medio centenar de escritores, pintores, escultores, arquitectos y otros “apasionados entusiastas de la belleza hasta ahora intacta de París” publicaron un manifiesto en el periódico Le Temps. Protestaban “en nombre del buen gusto, del arte y de la historia franceses amenazados, contra la erección en pleno corazón de nuestra capital, de la inútil y monstruosa Torre Eiffel”. Aquella campaña resultó inútil. El inmenso éxito popular que cosechó durante la Exposición Universal de 1889 convirtió aquel “aborto de un ridículo y delgado perfil de chimenea de fábrica”, como había sido descrita por Guy de Maupassant, en un monumento que lleva 132 años sobrecogiendo a todo aquel que visita la Ciudad de la Luz, incluidos a los más crueles y desalmados.
Esta misma historia se ha repetido en decenas de ocasiones. Parece que la arquitectura interesante, y no necesariamente buena, se diferencia de la “pura mierda” ―como calificó en 2014 Frank Gehry al “98% de los edificios que se hacen ahora”― en que debe provocar emociones. Emociones y, desgraciadamente, opiniones. En mayo de 1984, el príncipe Carlos opinó sobre el proyecto para la ampliación de la National Gallery de Londres realizado por Ahrends, Burton y Koralek. Le parecía feo. Lo calificó como “un monstruoso forúnculo en el rostro de un buen amigo”. Aquellas palabras motivaron que el diseño original se reemplazara por una solución paliativa, a cargo de Denise Scott Brown y Robert Venturi, que podemos ver hoy en Trafalgar Square. “Tu opinión es lo único a lo que no tienes ningún derecho como soberana”, pudo decir María de Teck a su nieta, la reina Isabel II. Lástima que los buenos consejos no sean hereditarios.
Debe de ser cosa de la nobleza, porque a Francisco José I, emperador de Austria, rey de Hungría y rey de Bohemia, la arquitectura moderna le parecía tan fea como al príncipe de Gales. Se dice que ordenó cubrir todas las ventanas del Palacio Imperial de Hofburg desde las que se podía ver el edificio que Adolf Loos diseñó en la Michaelerplatz de Viena (1910-1911). Contrario a los excesos decorativos de la arquitectura vienesa del momento, Loos proyectó una fachada totalmente desnuda, sin ningún tipo de motivo decorativo, tal como había defendido en Ornamento y delito (1908), manifiesto fundamental para la modernidad arquitectónica que empezaba a gestarse a principios del siglo XX. La prensa local comenzó una campaña de desprestigio contra el proyecto (se publicaron caricaturas que comparaban el proyecto con la tapa de una alcantarilla) y la polémica llegó hasta tal punto que las autoridades suspendieron las obras. El arquitecto se vio obligado a introducir modificaciones para que su edificio fuera menos feo y poder terminar su construcción. ¿Qué hizo? Colocó algunas macetas.
Al igual que había sucedido con la Torre Eiffel, de nuevo fueron los artistas los que alzaron la voz contra el Museo Solomon R. Guggenheim (Nueva York, 1956-1959), de Frank Lloyd Wright. Un total de 21, incluidos los maestros del expresionismo abstracto Willem de Kooning y Robert Motherwell, firmaron una carta de protesta en la que se negaban a mostrar su trabajo en aquel museo. El proyecto consistía en una gran rampa helicoidal, cuyas paredes curvas e inclinadas describían un espacio expositivo que transgredía todos los estándares para contenedores de arte aplicados durante siglos. Además de raro por dentro, el edificio resultaba feo por fuera. Los críticos lo comparaban con una lavadora o con “un bol de avena invertido”, mientras que Norman Mailer dijo que “destrozaba el estado de ánimo del barrio”. A sus casi cien años, “el mejor arquitecto del siglo XIX” ―como le gustaba decir con toda la mala leche del mundo a Philip Johnson―, firmó un edificio demasiado moderno y radical para la modernísima Nueva York y sus radicalísimos artistas. En 2019, el Museo Solomon R. Guggenheim fue incluido en la lista de Patrimonio Mundial de la Humanidad de la UNESCO.
Aunque también incluye un final feliz made in UNESCO, la historia de la Ópera de Sídney (1959-1973), de Jørn Utzon, fue mucho más truculenta. Trabajos mal planificados que demoraron el fin de obra una década sobre los plazos convenidos, sobrecostes que multiplicaron por 15 el presupuesto inicial, chanchullos contractuales y un sinfín de tensiones personales entre Utzon y las autoridades locales, obligaron al arquitecto a dimitir y abandonar el proyecto. Aquel escándalo adquirió una dimensión nacional, y dividió la opinión pública a favor y en contra del edificio. Utzon fue declarado persona non grata por el Gobierno australiano, y su nombre ni siquiera fue mencionado el día de la inauguración de su obra. Ahora, su característico perfil se estampa en sellos y monedas.
Las calles del París posrevolucionario sesentayochista entonaron una vez más el “demasiado moderno para esta ciudad” cuando Renzo Piano y Richard Rogers erigieron en el bello e histórico 4º arrondissement el feo y ultramoderno Centro Pompidou (1971-1977), una especie de plataforma petrolífera llena de andamios, escaleras y tubos de colores. Aquella irreverencia high-tech no cayó demasiado bien. Le Monde publicó entonces que “esta fanfarria patriotera realizada por una banda de pop” era “una violación a París”. Palabras gruesas para el segundo museo más visitado de Francia, solo por detrás del Louvre.
Inmediatamente después de aquello, Rogers, ya sin Piano, volvería a apostar por el escándalo tecnológico en un entorno histórico con el Edificio Lloyd’s (1978-1986), una torre feísima en mitad de la City de Londres. En un gesto a medio camino entre el respeto y la provocación, el arquitecto mantuvo como acceso principal la fachada de la antigua sede de Lloyd’s of London, un edificio neoclásico construido en 1928. Su semicúpula artesonada de piedra de Portland serviría como acceso a uno de los espacios interiores más alucinantes de la arquitectura del siglo XX.
La arquitectura brutalista es, desde hace unos pocos años, objeto de este proceso de adaptación del paladar arquitectónico colectivo. A mediados del siglo pasado, en el imperio del hormigón rugoso no se ponía el sol: desde Chandigarh hasta Londres, pasando por Belgrado, Boston, Madrid, Marsella o São Paulo, nuevas y viejas democracias, dictaduras comunistas, prestigiosas instituciones culturales y ministerios de vivienda sembraron el planeta con una arquitectura que no parecía gustarle a nadie. Por razones que no se pueden determinar con exactitud, a principios de los años noventa, “jóvenes arquitectos, diseñadores y pintores comenzaron a deleitarse con edificios tan denunciados como la Torre Trellick diseñada por el arquitecto Erno Goldfinger, un bloque de viviendas de hormigón de 31 pisos terriblemente brutal que arroja una sombra monumental sobre el interior bohemio del oeste de Londres”, explica el crítico especialista en arquitectura Jonathan Glancey en Brutalism: How unpopular buildings came back in fashion (Brutalismo: cómo edificios impopulares volvieron a estar de moda). De la noche a la mañana, aquellas monstruosidades de hormigón que escandalizaron a medio mundo dejaron de ser feas.
¿Cuál será la próxima arquitectura considerada fea que cambie de bando? Hay quien cree que ha llegado el momento de la redención del posmodernismo. Nos encontramos ante un movimiento peligroso, que arrastró hasta sus inciertas arenas movedizas a maestros de la talla de Francisco Javier Sáenz de Oiza, como demuestra el Palacio de Festivales de Cantabria (Santander, 1986-1990). Aunque juzgar la sobresaliente obra de Oiza por este edificio sería como juzgar a los Beatles por Ob-La-Di, Ob-La-Da, veremos a quién se puede seducir con aquellas ensaladas de órdenes clásicos de colorines y personajes de Disney convertidos en cariátides. Mientras tanto, el posmodernismo ya ha puesto su primera pica en Flandes: en 2018 la New York City Landmarks Preservation Commission (LPC, la comisión para la preservación de lugares emblemáticos de Nueva York) incluyó al AT&T Building (1984), de Philip Johnson y John Burgee, en la categoría de edificio protegido, situando este rascacielos con forma de armario rococó entre las más importantes obras de arquitectura de Nueva York.
La arquitectura fea actual sigue acaparando desprecio, más o menos fundado. En nuestro país, el Edificio Mirador (Madrid, 2005), de MVRDV y Blanca Lleó, es, sin duda, una de las obras más odiadas y, me atrevo a decir, también de las más incomprendidas, del skyline madrileño. Estandarte de los mejores años de la Empresa Municipal de la Vivienda y Suelo de Madrid previa al estallido de la burbuja inmobiliaria, el proyecto de MVRDV y Lleó pertenece a ese grupo de edificios de viviendas que combinaron soluciones espaciales interiores poco convencionales con un aspecto exterior arriesgado, diametralmente opuesto a la tediosa monotonía de los PAUs del extrarradio de la capital española. A pesar de sus innumerables aciertos, cada vez que se habla del Edificio Mirador, casi siempre se pone el acento en sus problemas. Para la gran mayoría, es un edificio feo. Nada más.
Pero la arquitectura fea necesita tiempo. Es posible que, pasados unos años, el Edificio Mirador deje de ser feo y sea uno de los más queridos de Madrid. Si no es así, tampoco es grave. Ya saben que “los médicos tapan sus errores con tierra, los abogados con papeles y los arquitectos aconsejan poner plantas”, tal como dijo en una ocasión Frank Lloyd Wright. Me pregunto a qué selva tendremos que acudir cuando nos decidamos a tapar las Torres KIO de una vez por todas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.