“He sido expulsado de una manera agresiva”: el escultor que reformó su casa en Madrid para luego tener que abandonarla
Rafa Munárriz ya no vive en el piso madrileño de este reportaje. El artista tiró muros y abrió ventanas con sus propias manos para crear un espacio donde convivir con su obra, pero el mercado inmobiliario terminó siendo más fuerte

Esto es el réquiem por una casa difunta. Un lugar que estaba muerto y embalsamado al que, en pleno desconfinamiento, llegó una ilusionada pareja y le quitó las vendas, limpió sus heridas y le insufló una nueva vida. El artista Rafa Munárriz (Tudela, 35 años) y su chica, Estefanía Sánchez, llegaron a una oficina en estado de ruina, aparentemente inhabitable, en un edificio levantado durante el desarrollismo en el barrio madrileño de Prosperidad. Acordaron con los caseros un precio accesible a cambio de que les permitieran hacer de lo inhóspito lo más parecido a un hogar. En definitiva, abordar una reforma con sus propios medios, aunque no fueran los propietarios. Cinco años después, tras esta resurrección, les han forzado a irse a la calle. Cuando lean estas líneas, su ilusión habrá expirado.

Lo resume mejor Munárriz: “Alguien como yo, en los años setenta, se podría comprar algún pisito. ¿Ahora quién se puede plantear eso? La especulación ha hecho que sea imposible. Toda esta precarización ha hecho cada vez más difícil el acceso a una vivienda digna, con la cual te sientas identificado. Con esta casa y su remodelación, quiero plantear una respuesta al sistema. Cuando entré aquí, llevaba 10 años viviendo en diferentes casas que no eran mías. Al entender que tener algo en propiedad en un futuro cercano era imposible, opté por implicarme en esta como si lo fuera. Es lo más parecido para mi generación a esa idea de tener algo propio: ficcionar que es tuyo. Luego llega el final del contrato y el mercado te pone en su sitio”.

Junto con su novia, levantó una moqueta cubierta de mugre inmemorial, trató el suelo que encontró debajo hasta rescatar el pavimento hidráulico original, rascó gotelé, conservó el alicatado setentero, quitó puertas, tiró muros, conectó ventanas entre sí, buscó la luz e hizo de las limitaciones virtud. “Un amigo me decía: ‘Esta casa solo ha sido posible porque la has hecho desde la precariedad’. Tal vez sea una de las poquísimas que salen en una revista como esta en las que se ha hecho todo de alquiler, sin recursos, solo por la voluntad de que suceda. No parte del poder económico de tener a un buen arquitecto. Y, tengo que ser honesto, yo ni siquiera soy interiorista, soy escultor. Solo me podía permitir hacerla de esta manera: con mis propias manos, paso a paso, sin prisas. Todas las decisiones están tomadas desde la necesidad”.

Se convirtió en una reforma experimental. ¿Que quería montar una estructura de hormigón en la cocina inspirada en el brutalismo de la vecina Iglesia de los Mexicanos de Madrid? Pues aprovechaba los sobrantes de encofrado que tiraban al contenedor de la obra del edificio de enfrente. ¿Que los dueños incumplían el compromiso de ponerle calefacción? Se traía una antigua estufa e instalaba él mismo el tubo de ventilación. ¿Que no había mueble en el baño ni la cocina? Inventaba uno de madera que comparten ambas estancias. ¿Que se iba a arruinar en lámparas? Fabricaba las suyas propias. “Decidí que todo fuera lo menos posible. A la vez, me tocó aprender de fontanería, de electricidad, de todo. Ya puedo ejercer de chapuzas”, sonríe. Apenas tiene un par de objetos de capricho, un antiguo sofá Pollock de cuero negro de Rodolfo Dordoni para Minotti, una mesa de comedor Trapèze de Jean Prouvé para Vitra y una serigrafía de 1973 de Calder que intercambió por obra con la que fuera su galería durante 10 años, Pelaires. La mesa del salón la facturó él mismo, y sirve de origen a Archivo Funcional, su proyecto de crear diseño industrial para otros. Algo que acaba de poner en práctica concibiendo las estructuras metálicas para el renovado kiosco de la nave La Mosca de Madrid.

Construir este hogar ha sido como realizar un autorretrato. El mismo que lleva cincelando a través de su propia obra escultórica a lo largo de los años. Su trabajo trata de desvirtuar la frialdad de lo industrial dándole un giro orgánico, donde se impone el gesto humano. Revisen sus piezas y solo verán autorretratos, instantáneas de su vida: chapas de aluminio que se doblan, un guardarraíl siniestrado, persianas de comercio que abren o cierran el paso… Elementos urbanos descontextualizados que delimitan qué es accesible y qué no en los espacios públicos, bloqueos relativos que nos obligan a repensar nuestro lugar en el mundo.

A este apartamento llegó tras atravesar un túnel, figurado y literal, el de la instalación de dos piezas de seis metros de longitud que levantó en chapa galvanizada en su última expo individual en Pelaires justo antes de la pandemia. Un pasadizo muy angosto no apto para claustrofóbicos, como él. “Adquirí consciencia de mi claustrofobia hace relativamente poco. Y me di cuenta de que mucho de mi obra, de cuestionar la privatización del espacio, viene de eso. De pequeño tenía un sueño recurrente: se me encerraba en un espacio y no podía salir. Con esta casa me ha pasado lo mismo. Di tanto y he sido expulsado de ella de una manera tan agresiva, que he tenido que enfrentar mis miedos, la idea de que se me estaba cerrando y, al mismo tiempo, me resultaba muy difícil salir de este espacio por cómo aprieta la especulación del mercado”. Hay luz al final de ese túnel. Munárriz lo reflexiona así: “Toda esta reforma ha sido una búsqueda de puntos de fuga y de apertura al exterior. ¿Y cuál es el objetivo de abrir? Salir, y entenderse desde fuera. En ese proceso estoy”.

El destino a veces es generoso y nos ilumina la salida. Le esperaba una evolución hacia los espacios abiertos. Tras instalar la pieza inaugural del museo entre viñedos que proyecta Alto de Pioz, una bodega en Guadalajara donde también se va a construir un hotel boutique concebido por Tadao Ando, acaba de ganar el I Certamen de Producción de Artes Plásticas de la Fundación Montenmedio Contemporánea. Montará en breve esa escultura en este icónico museo al aire libre en Vejer de la Frontera (Cádiz), donde convivirá con piezas de James Turrell, Olafur Eliasson o Maurizio Cattelan. Una evolución lógica en su carrera. “Mis obras siempre han invitado a reflexionar sobre lo que está dentro y lo que queda fuera. Hace tiempo que vengo pensando también sobre cómo trabajar desde dentro, pero estar fuera del sistema artístico. Odio asistir a mis inauguraciones. Entiendo que tengo que estar por el lado social, pero me gusta que haya una distancia entre lo profesional y lo artístico. Por eso disfruté tanto de la intimidad de trabajar una casa que sentía como propia en el ámbito íntimo, emocional, sin esa presión de tener que compartirla con nadie. Pero ahora que se ha perdido, quizás sí haya llegado el momento de cambiar la perspectiva y mirar hacia afuera”.

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