Visitamos la casa desmontable de Jean Prouvé, un paraíso de acero, aluminio y madera construido durante los fines de semana
El diseñador ensayó en Nancy su idea de hogar extensible. Visitamos, de mano de sus hijas, este ensueño que por fuera tiene vidrio y metal y dentro albergaba niños, amigos, música de Bach y luz natural
Cuando Catherine, una de las dos hijas de Jean Prouvé, tenía 13 años y estudiaba en el Liceo de Nancy, los alumnos solían referirse a ella como la hija del que hacía barracas: “Eh, tú, a ver, ¿cuándo dejará tu padre de hacer barracas?”, le preguntaban. Catherine se encogía de hombros y entraba en clase tal vez recordando alguna cena del fin de semana y la variedad de gente que acostumbraba a visitar al arquitecto de las barracas, nombres exóticos como Josephine Baker, Charles de Gaulle, Le Corbusier, Ferdinand Léger… y también, por supuesto, echando de menos a su padre, quien, como todos los lunes, se había ido a trabajar a París y no volvería hasta el viernes.
Para la historia del diseño, Jean Prouvé (París, 1901-Nancy, 1984) es el gurú del midcentury francés por excelencia, autor de muebles de inconfundible silueta utilitaria y factura industrial. Prouvé producía las estructuras metálicas en su propia fábrica. Hoy, sus originales son codiciados por interioristas, museos y casas de subastas y, desde 2002, las reediciones llevan la firma de Vitra, la prestigiosa firma suiza, depositaria de una parte fundamental de su legado (y que este año lanza una colección conmemorativa).
Pero, para encontrar su lenguaje, Prouvé tuvo que recorrer un camino propio a partir de un doble estímulo, artesanal y artístico, que se avino a la perfección con su espíritu humanista. Por un lado creció conviviendo en la casa familiar con los artistas de la llamada École de Nancy, un grupo de pintores, escultores, diseñadores y ebanistas art nouveau que tenían en su padre, Victor Prouvé, a su ideólogo, fundador y cabeza visible. Por otro, aprendió a dominar el oficio de herrero. A estas influencias hay que añadir la filosofía creativa de la escuela arts et métiers, que consolidó su voluntad de ligar el arte a la industria para que todo el mundo tuviera acceso a él.
Estos factores confluyeron en una noción innovadora de la producción de mobiliario y vivienda a la vanguardia arquitectónica del siglo XX. Para Prouvé no había ninguna diferencia entre la construcción de un mueble y de una casa, y desarrolló un pensamiento constructivo basado en la lógica de la fabricación y de la funcionalidad que acabó por generar una estética depurada de artificios. Construir, crear, inventar: Prouvé colaboró con los grandes arquitectos del siglo XX y muchos edificios célebres lucen hoy su impronta.
“Al final de su vida, mi padre siempre decía que si no hubiera tenido formación de herrero no habría podido hacer estos diseños”, dice Catherine en el museo de Bellas Artes de Nancy, ante los muebles de la habitación que su padre diseñó para la Ciudad Universitaria de Antony. Si el orden es el placer de la razón y el desorden el placer de la imaginación, el arte de Prouvé condensa ambos. Sensibilidad y resistencia. Nunca se las dio de nada que no fuera de “constructor”.
Estamos en la place Stanislas de Nancy. Catherine, su hija, y Delphine, su nieta, señalan los decorados, barandillas y puertas de hierro forjado rococós que Jean restauró en esta plaza, la más famosa y transitada de la ciudad. Sin embargo, su obra más representativa se levantó en 1954 a unos dos kilómetros de allí, en el 4-6 de la rue Augustin Hacquard, en Le Haut-du-Lievre, en un terreno elevado con privilegiadas vistas.
Esta obra legendaria de la arquitectura contemporánea se construyó con elementos recuperados (“elle est faite de bric et de broc”, decía, aludiendo a que estaba hecha con lo que había encontrado) de la fábrica de Maxeville, donde Prouvé había instalado sus talleres y puso al servicio de la arquitectura y el diseño los cuatro valores básicos de su ideario: economía, funcionalidad, resistencia y comodidad. Esta es una auténtica maison extensible, un icono de la modernidad a cargo de la mente que mejor supo entender el uso y la transformación del acero, el aluminio, la madera y los materiales plásticos para el uso cotidiano.
La casa se construyó durante los fines de semana de un par de meses del año 1954, un año en el que Prouvé tenía mucho trabajo en París. La construcción fue una labor comunitaria en la que colaboraron amigos y familiares. Catherine lo recuerda así: “Claude, mi hermano mayor, subía con el jeep las piezas más pesadas, mi primo François transportaba los paneles, mi madre servía bebidas sobre el capó del jeep, y yo, que tenía 13 años, mantenía la obra limpia y ordenaba los pernos. Con elementos estándar de la fábrica, mi padre hizo una obra maestra, un vagón de madera, aluminio y vidrio. El salón, en el centro, enteramente acristalado. En un extremo estaban los dormitorios y en el otro la cocina, las salas técnicas. Todo lo textil, como las cortinas, fue tejido por mi hermana Simone. Las paredes estaban adornadas con pinturas de mi abuelo. Y los muebles eran prototipos de mi padre”.
Esta es una casa que sigue el sendero de las residencias desmontables que Prouvé inventó tras la Segunda Guerra Mundial para abordar la necesidad de vivienda colectiva. Estructuras sólidas articuladas por mecanismos que les permiten montarse y desmontarse. La Maison Prouvé mide 27 metros de largo y, como es una casa hecha de restos, tiene detalles puramente Prouvé, como los clásicos paneles de aluminio con ojos de buey, que son entradas de luz, o la canónica biblioteca. Es un espacio en el que conviven aperturas y transparencias, todo a favor del cómodo desplazamiento y de una ligereza firme, anclada en las raíces del terreno por tracción —fijados sobre la armadura que sostiene la fachada norte primero y los elementos de la fachada principal después—, una armónica unidad de materiales prefabricados en permanente diálogo con el exterior, donde resalta un jardín en pendiente.
En una entrevista con Isabel Da Costa, en 1984, el propio Jean Prouvé decía que el lugar más importante de la casa era el salón. “He querido hacer una casa con un gran salón porque tengo una gran familia con muchos niños y nos gusta mucho recibir a gente. Vivimos lo que yo llamo una vida de albergue. Llamo albergue, pues, a este salón”.
En ese mismo espacio observamos la chimenea de hormigón cuya decoración sigue tal cual la pintó la ceramista amiga de la familia Gisèle Pinsard. La gran puerta lateral que da a la terraza de entrada es una pieza única. Montada sobre un tubo de pivote según un proceso patentado por Prouvé, su marco de metal está equipado con un vidrio grueso cuya cuña equilibra el conjunto. En un rincón del salón sorprende un agujero en el suelo a través del que se mantiene en pie el tronco de un pequeño árbol y unas plantas. “Mi madre amaba la naturaleza, y mi padre dejó este hueco para que pudiera tener un pequeño jardín en casa”. Hijo de pianista, la música fue otra de las pasiones de Prouvé, de ahí la presencia de un gran altavoz: “Aquí siempre sonaba Bach” .
La casa tiene cuatro habitaciones. Las de matrimonio y las de los niños son mínimas, de tres por tres y de tres por dos. Salvo las destinadas a hijos con quehaceres técnicos, como Claude, arquitecto, o la de Simone, llena de herramientas de coser, más grandes. Todo con una inevitable apariencia industrial. Cuando Catherine Prouvé regresaba al Liceo los lunes de 1954, sus compañeras de clase alardeaban de todo lo que habían hecho durante el fin de semana. “Cuando me preguntaban a mí qué había hecho solo podía decir una cosa: he estado construyendo una casa”.
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