“¿Quién unió ‘art’ con ‘déco’? Es una monstruosidad”: un siglo del estilo que murió de éxito y resucitó con subastas millonarias
El ‘art déco’ nació con la rompedora exposición de París de 1925 como respuesta lujosa al éxito de la Bauhaus alemana. Cien años después su cotización sigue batiendo récords

Los mejores hoteles de París, las casas de los interioristas ilustres de hoy y las listas de la compra de los coleccionistas de antigüedades más puntillosos tienen una cosa en común: la locura por el art déco, ese estilo lujosamente geométrico —piense en imponentes biombos de laca negra o carísimas butacas beis— y eternamente moderno que hoy cumple cien años. Y que, por supuesto, nació de las cenizas del estilo contrario.
En los años veinte del siglo pasado Francia contemplaba con preocupación sus floridas sillas y lamparitas art nouveau. Admiradas hasta hacía poco en los salones más elegantes del país, se habían convertido en la prueba de un fracaso nacional: mientras que las pinturas cubistas de Picasso y Braque, los vestidos rectilíneos de Chanel o los ensayos de André Breton mantenían a los franceses en la cresta de la vanguardia, los muebles y edificios modernistas se habían quedado muy por detrás de los de otros países y, en particular, de la Alemania de la Bauhaus. Lucien Dior, tío segundo del famoso modista y ministro de comercio e industria en aquel entonces, se tomó muy en serio el asunto y habló de la urgencia de que el gusto francés volviera a imponerse en el diseño. Tras arduas negociaciones, consiguió la cesión por parte de París de varias hectáreas en el centro de la ciudad: las que hacían falta para montar la madre de todas las exposiciones de artes aplicadas y que, de entonces en adelante, el mundo volviera a necesitar la erre francesa para describir los interiores más sofisticados.

“Un detonante de estos celos de Francia fue la invitación a los alemanes de la Werkbund [la agrupación de diseñadores precursora de la Bauhaus] al Salón de Otoño que se celebró en París en 1910”, explica desde esta ciudad Anne Monier Vanryb, conservadora del Musée des Arts Décoratifs. “Los franceses se sintieron tan amenazados por sus muebles que pidieron organizar una exposición propia que les ayudara a ganar la batalla comercial y cultural. Se iba a haber celebrado en 1915, pero llegó la guerra”. Considerada la cuna del art déco, la Exposition Internationale des Arts Décoratifs et Industries Modernes se inauguró el 25 de abril de 1925 y, durante los seis meses siguientes, atrajo a unos 16 millones de visitantes a los 15.000 pabellones y expositores que Francia, España, Japón, Austria, Reino Unido, China y el resto de los países invitados —a los diseñadores alemanes esta vez no se los convocó— instalaron a un margen y otro del Sena, en la zona que va del Grand Palais a la explanada de Los Inválidos.
Según las normas los participantes debían limitarse a mostrar diseños que fuesen originales y mostraran claras tendencias modernas. No todos lo entendieron de la misma manera —unos visitantes británicos describieron el pabellón de la Italia de Mussolini como un “monumento al clasicismo analfabeto que habría avergonzado a Calígula”—, pero la idea que tenían los organizadores de la modernidad quedaba clara desde antes incluso de acceder al recinto: diseñada por Louis-Hippolyte Boileau, de la Porte d’Orsay (la puerta más imponente de las doce que se mandaron construir) colgaba un enorme estandarte en el que la Cerámica, la Escultura, la Arquitectura o el Mueble aparecían representados mediante esas líneas tensas y elegantes tan características de lo que, muchos años después, se llamaría el estilo art déco.

En rigor, no era un estilo nuevo. Antes de la Primera Guerra Mundial, muchos artesanos ya habían trasladado a sus piezas las mismas formas esquinadas con las que los cubistas habían revolucionado la pintura, inspirándose al igual que ellos en las máscaras africanas o las artesanías chinas y japonesas y doblegando mediante la geometría las sinuosas curvas del art nouveau. No obstante, la Exposition de 1925 añadió a todas estas piezas un ingrediente muy importante, un barniz de glamour sin el que el déco no sería lo mismo y gracias al cual se mantuvo durante muchos años como el estilo preferido de los trasatlánticos, los hoteles de lujo o las películas de Hollywood. Ayudó no solo la ubicación de la exposición junto a algunas de las vistas más bellas de París sino, sobre todo, la estrecha relación que se entabló entre diseño y moda a través de la participación de grandes almacenes de lujo como Le Bon Marché y Galéries Lafayette, presentes en la exposición con sus propios pabellones, o de Paul Poiret, el gran modista francés, quien fletó tres barcazas en el Sena decoradas en este mismo estilo para mostrar sus vestidos y perfumes.
Fue, para que nos entendamos, como si ahora Chanel, Hermés y Jonathan Anderson se pusieran de acuerdo en patrocinar un estilo decorativo en concreto: solo lo más exquisito valía. Porcelanas de Rapin, los paneles lacados con los que Jean Dunand convirtió en un bosque de palmeras geométricas el fumoir del pabellón de la embajada francesa, las alfombras con dibujos cubistas de Jean Lurçat, la gigantesca fuente de René Lalique que se iluminaba de noche en los Inválidos… y el pabellón más aplaudido de todos, el Hôtel d’un Collectionneur, una mansión diseñada por Pierre Patou para un coleccionista imaginario en la que se mostraban los muebles de Émile-Jacques Ruhlmann, el ebanista en quien por fin la Francia moderna encontró a un Riesener —el favorito de Luis XVI y María Antonieta— para el nuevo siglo.

Por supuesto, los grandes protagonistas fueron los pabellones y expositores de los diseñadores franceses, estratégicamente situados en las áreas con las vistas más espectaculares y muy superiores en número a los de los extranjeros. Tras la clausura de la muestra en octubre de 1925, no se hicieron distinciones y todos ellos fueron derruidos pero, tal y como había deseado el tío de Christian Dior, el objetivo de que el gusto francés volviera a ser la ley quedó cumplido. En los años siguientes muestras internacionales como la de Chicago de 1933 tomaron la de París como modelo, lo que junto a la construcción de edificios art déco en colonias y protectorados franceses como Casablanca y Hanoi o en países como EE UU, que habían enviado delegaciones a visitar la exposición, hizo que este estilo se extendiera a todos los rincones del planeta. El déco llegó a Túnez, a Nueva York, a Calcuta, y, muy especialmente, a Shanghái, “la París del Este”, donde hace solo unos meses la joyería Cartier patrocinó una exposición sobre la influencia de la artesanía tradicional china en el art déco y la que a su vez tuvo este estilo en muchos diseñadores chinos.
Como suele ocurrir, esta enorme popularidad del art déco marcó también su declive, pues llegó un punto en el que cualquier pueblito perdido tenía su cine decorado en este estilo, pero en las piezas más refinadas conservó intacto ese brillo que había adquirido en París. Medio siglo después de la exposición, muebles como los que se habían mostrado en 1925 despertaron la codicia de una nueva generación de coleccionistas: desde Andy Warhol, que despachaba sus asuntos de la Factory en una mesa de Ruhlmann; a Karl Lagerfeld, dueño entre otras muchas piezas de varios jarrones de Dunand, quien al empezar a coleccionar art déco a principios de los años setenta fue uno de los primeros en volver a poner de moda este estilo.
“Desde el boom de los setenta y ochenta el art déco no tiene parangón en el mercado de diseño”, explica Adriana Berenson, directora de DeLorenzo Gallery en Nueva York, donde desde la inauguración de esta galería en 1981 ha batido récords como el que, por ejemplo, marcó la venta del que está considerado uno de los mayores tesoros del art déco: el aparador de Ruhlmann con un burrito y un erizo dibujados con incrustaciones de plata que presidía el gran salón del Hôtel d’un Collectionneur. “Las piezas de la exposición de 1925 son las más buscadas y difíciles de conseguir. Una de las pocas que ha salido últimamente al mercado es un biombo de Dunand con unas figuras de animales. Lo sacó a la venta mi galería hace unas semanas, pero podrá verlo todo el mundo en la muestra por el centenario de la Exposition que se inaugurará el próximo otoño en el Musée des Arts Décoratifs de París”, cuenta.


A pesar de su enorme éxito la exposición de 1925 también recibió críticas. Arquitectos franceses como Auguste Perret protestaron contra ese enfoque en clave de lujo del diseño por el que apostó la organización, lamentando que en vez de aprovechar para alinearse con la Bauhaus alemana y defender una modernidad útil para todo el mundo Francia hubiera preferido repensar Versalles. A Perret en particular le molestó hasta el título: “Me gustaría saber quién fue el primero que unió esas dos palabras, ‘art’ y ‘décoratif’. Es una monstruosidad. Donde hay verdadero arte no se necesita decoración”, declaró este pionero del hormigón armado.
Con todo, ni siquiera el veto a Alemania impidió que ideas como las que estaban enseñándose en la Bauhaus irrumpieran en el recinto de la Exposition. El pabellón soviético, por ejemplo, fue concebido como una especie de bofetón de “la joven república proletaria” contra el lujo que le rodeaba, según el artículo de una revista de la época donde aparecía descrito como un “edificio de madera vista pintada de un color neutro” en el que su creador, el “camarada” Konstantin Melnikoff, prescindió de cualquier ornamento y referencia histórica y se limitó a jugar con los planos y los volúmenes. Entre los edificios franceses destacó por su parte el puesto de información turística de Robert Mallet-Stevens, un edificio lleno de adelantos tecnológicos al que, además, se considera un precedente de ese especie de art déco veloz que es el estilo streamline moderne: ese momento de los años treinta en que los edificios eran como máquinas de tren.
“En la Exposition de 1925 no se vio una modernidad tan radical como la de la Bauhaus, pero el siguiente paso ya estaba allí. Cuatro años después, Mallet-Stevens y otros de los grandes del art déco que participaron en la exposición fundaron la Union des Artistes Modernes en busca de una modernidad que pudiera ser aplicada a la vida cotidiana”, explica Anne Monier Vanryb. A este grupo se unieron por ejemplo figuras tan notables del diseño moderno como Jean Prouvé o Eileen Gray. También el creador de otro de los disidentes de la Exposition, el pabellón L’Esprit Nouveau, tan alejado del estilo ornamental predominante que los organizadores ordenaron levantar una valla a su alrededor para ocultarlo. Su autor recurrió al gobierno francés y consiguió que la valla fuera derribada, liberando aquella extraña caja blanca. Las mesas con patas de acero tubular y demás piezas producidas en serie con las que estaba amueblado el interior presentaban un aspecto más modesto que los diseños de Ruhlmann, pero hoy costarían un riñón. Al igual que el pabellón, eran obra de Le Corbusier.
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