Cinco plantas, sillas “de Los Picapiedra” y una escultura de chocolate: así es el piso-museo de Javier Peres
El fundador de Peres Projects, una galería presente en Alemania, Italia y Corea del Sur, está especializado en talentos emergentes de distintos orígenes y contextos. Su casa está llena de obras de todos ellos
Cuenta el galerista Javier Peres (La Habana, Cuba, 52 años) que decidió adquirir su actual casa en Milán, un edificio del primer tercio del siglo XX en la zona noble de la ciudad, por un detalle imposible de adivinar desde fuera. Bajo tierra, la casa se prolonga 18 metros y entre la superficie y las plantas subterráneas hay un dojo, un espacio concebido para practicar artes marciales cuyas paredes están cubiertas de listones de madera. “Cuando vi este dojo me pareció increíble. La disposición de las maderas permite colgar cuadros sin necesidad de poner ni un clavo, así que podía poner todo el arte que quisiera. Y el problema de exponer obras muy grandes había desaparecido”, explica el galerista. “Aquí a veces montamos pequeñas exposiciones privadas o colocamos algunos cuadros para que los vea un cliente”. La mañana en que acudimos a fotografiar su casa, este espacio amplio y cubierto por un techo ondulado –”se parece a la T-4″, bromea Peres– exhibe grandes lienzos de Daniele Toneatti y George Rouy, dos artistas jóvenes que han expuesto en los últimos tiempos en Peres Projects, la galería que regenta desde hace 20 años. Las obras son recientes y rotundas, en una tónica que se repetirá en el resto de estancias: a excepción de una escultura africana de finales del siglo XIX, todo en la vivienda de este galerista rebelde refleja pasión por lo nuevo.
Nuevos artistas, nuevas obras, nuevos temas. “Vemos Peres Projects como un espejo del momento, pero un espejo seleccionado por nosotros”, explica. Ese “nosotros” alude a él y a Nick Koenigsknecht, su socio. El año pasado Peres Projects cumplió dos décadas. Y en todo este tiempo no ha dejado de cambiar. Peres cuenta que, al inicio, su idea estaba más cerca de un espacio híbrido que de una galería al uso. “Mi plan era no hacer más de tres exposiciones con un mismo artista, porque yo venía de trabajar con startups en el bum de las puntocom, y estaba acostumbrado a clientes que cambiaban de proyecto cada pocos años”. Pronto se dio cuenta de que el mundo del arte no funcionaba igual que el de la tecnología. “Era un novato”, reconoce. “Yo comencé trabajando con artistas que hacían instalaciones. Montar aquellas exposiciones costaba una fortuna. Vendíamos las obras a precios más bajos, y al cabo de tres años su valor se había multiplicado. Cuando inviertes tanto dinero, energía y tiempo en un artista, no tiene sentido cortar ese acceso”. La experiencia le llevó a un término medio. “Yo siempre me he centrado en el descubrimiento de nuevos artistas. Pero Mark Flood, por ejemplo, lleva con nosotros 18 años. En este tiempo hemos acumulado artistas, algunos se han ido y otros han entrado. Todo cambia”. Incluso su propia ubicación geográfica. Peres vive en Milán desde hace dos años, pero las sedes principales de su galería están en Berlín y en Seúl. “En Milán tenemos también un espacio muy bello, un palacio en el centro, pero ya llevamos dos años y empiezo a pensar que es demasiado bonito. Empiezo a entender a muchos italianos que se han criado rodeados de tanta belleza que a veces la arquitectura, el diseño o la belleza les aburren”.
A Peres nada de esto le aburre porque su infancia no discurrió en museos, sino en la Cuba castrista. “En aquella época el acceso a la cultura era bien específico, dominaba el realismo social soviético que, honestamente, hoy sigue encantándome. A mis padres no les interesaba el arte, pero mis abuelos sí eran coleccionistas, aunque habían perdido muchas obras. El siglo XX fue difícil para mi familia. De niño, lo que me fascinaban eran las culturas antiguas como Egipto, Roma o Grecia. Yo era un chiquillo que vivía 5.000 años atrasado. Estaba obsesionado con todo aquello”. De hecho, una de sus primeras adquisiciones fue una escultura africana que compró en los noventa, procedente de una colección que también contaba con obras importantes de Picasso. “En el coleccionismo de arte clásico africano la procedencia de la pieza es importante. Y esta recuerda mucho a Las señoritas de Avignon, porque precedió a la creación de la obra. Siempre la he tenido conmigo. Ahora está junto a la entrada de la sala de meditación”.
Su mirada, en todo caso, se formó en EE UU, adonde se mudó la familia cuando Javier contaba 12 años. “El arte de Nueva York y Los Ángeles en los ochenta era muy interesante. Estaban Keith Haring, Basquiat y todos esos artistas que tomaban ideas de las culturas antiguas africanas y europeas, y las mezclaban. Aquel caos americano fue decisivo para un muchachito como yo”. Sin embargo, su primera vocación profesional fue el Derecho. Lo ejerció en San Francisco. De aquellos años conserva su amor por el diseño italiano y varios muebles de Mario Bellini con los que amuebló su despacho de entonces. La mayoría son sillas Cab de cuero, un material que le recuerda a su infancia –”cuando te crías montando a caballo, te crías sentado en una silla de cuero”– y que con los años ha adquirido las huellas del tiempo, del uso y de los consentidos de la casa, sus dos perros, Max y Prince Harry. El otro vestigio de aquella etapa es la constatación de que vivir con arte requiere cabeza. “En San Francisco mi pareja y yo vivíamos en una casa de cuatro plantas, y coleccionábamos instalaciones de arte y vídeo. No sé por qué caímos en eso, era la época de Rineke Dijkstra, Maurizio Cattelan, Thomas Hirschhorn y Damien Hirst. Las instalaciones eran tan grandes que llegó un momento en que no teníamos muebles. Era un poco ridículo, no podíamos invitar a nadie a casa porque solo había sitio para sentarse en la cocina o en nuestro dormitorio”.
Asegura que ha encontrado un término medio. “Aquí hay arte por todas partes, pero hay gente que tiene muchas más cosas”, replica. “Me gusta que haya un cierto orden. Me considero minimalista. En pintura me gusta lo conceptual, la calidad y la reducción”. Repartidas por las cinco plantas de este edificio que acoge vivienda y oficina hay un sinfín de obras pertenecientes a su colección o ligadas a la galería. También hay muebles históricos y piezas híbridas. Peres confiesa su admiración por el británico Max Lamb, uno de los adalides del diseño de colección que ha transformado el sector. “Las primeras piezas suyas que compré eran unas sillas de metal. Las compré como muebles de feria, pero pesan mucho y son frías. No son nada prácticas, pero me encantan”. No es la única pieza de Lamb que posee. El comedor también es del británico: la mesa y las sillas son de poliestireno con pintura de látex. “No pesan nada, pero parecen de Los Picapiedra”.
Peres se hizo galerista para coleccionar más piezas. “Yo al principio era un acumulador. No tenía intención de vender las piezas. Pronto me di cuenta de que no tenía sentido. Para exponer a otros artistas tenía que vender todas esas obras que habían empezado a costar dinero de verdad. Ahora trato de no vivir con las mismas obras durante mucho tiempo”. En estos 20 años, Peres Projects se ha especializado en obra nueva de artistas vivos, mayoritariamente jóvenes, pero también de creadores consagrados que han encontrado un interlocutor dispuesto a escuchar. Una de ellas es Dorothy Iannone, con quien colaboró en sus últimos años. “Fue un privilegio trabajar con ella. Toda su obra giraba en torno al concepto del amor y de lo sexual. Es una artista muy importante, porque ella ya estaba ahí antes de Sarah Lucas o de Tracey Emin. Hacía obras muy explícitas ya en los años sesenta. Fue una adelantada a su tiempo. Y su obra no es fácil. No era como Louise Bourgeois, cuyo marido era un comisario del Metropolitan. ¡La tipa no estaba tan loca como decían! Dorothy Iannone, por el contrario, trabajaba sola y le cancelaban exposiciones por la censura. Yo trabajé con ella cuando ya era una abuelita. Recuerdo que una vez me preguntó qué me parecía el tamaño del pene de uno de sus personajes. ‘Parece grande’, le dije. Ella me dijo que estaba bromeando. ‘¡Nunca es demasiado grande!”.
Lo sexual es una de las variables que definen su colección. “Cuando compro obras de arte aplico lo que denomino fuck you money. Por ejemplo, en mi oficina tengo una escultura hecha con no se cuántos kilos de chocolate. Es una obra de Paul McCarthy que compré en 2007 y consiste en dos figuras de Santa Claus con un plug anal en la mano, metidas en un tubo de plástico. Pagué bastante dinero por esta escultura y no sé cuánto vale ahora, pero ese nunca fue el propósito. La compré porque no celebro las navidades, pero quería un árbol de navidad. Este es mi árbol de navidad, un Santa Claus con un butt plug. Es la clase de cosas que me interesan. Vivir y coleccionar arte ligado a esos ideales”.
Poco después de estas fotos, la escultura de Paul McCarthy volvió a un almacén refrigerado a pasar los meses más calurosos. En esta casa de Milán la temperatura permanece estable todo el año, pero en verano el olor del chocolate resulta demasiado invasivo. En la cosmovisión de Peres, la provocación es aprendizaje. “Siempre he intentado que la galería fuese un espejo que reflejara la condición humana desde un punto de vista auténtico y sincero, sin miedo a los tabús. Por eso siempre he trabajado con mujeres y con artistas de todas partes del mundo. La primera artista que expuse cuando la galería estaba en San Francisco fue Berni Searle, una artista lesbiana, feminista y muy importante en el contexto sudafricano. Yo uso la galería para informarme. Me interesan los artistas de los que aprendo algo. Yo diría que el 90% de los artistas con los que trabajo ponen sobre la mesa ideas y expresiones que no conozco. Fíjate en Donna Huanca, que mezcla la historia de las culturas antiguas de Bolivia. O Paolo Salvador, que habla de las culturas precolombinas de Perú. La galería tiene esa función. En Corea tenemos un programa académico muy fuerte, con charlas y presentaciones constantes. Vendemos obras de arte, pero también queremos crear cultura”.
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