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En el apartamento ‘mohoso’ de Harry Nuriev: “Vivimos en un mundo tan pulido que todo parece un escenario. ¿Qué hay de las ruinas?”

La casa parisiense del provocador artista, uno de los nombres más influyentes de la escena internacional, es toda una declaración de intenciones. Nada es lo que parece y consigue elevar los materiales cotidianos a la categoría de arte

Nuriev en su salón, vestido de Balenciaga, bajo la lámpara de luz continua. Detrás, cuatro espejos hechos con monitores de ordenador.
Nuriev en su salón, vestido de Balenciaga, bajo la lámpara de luz continua. Detrás, cuatro espejos hechos con monitores de ordenador.Gorka Postigo
Daniel García López

“¡Creo que Harry no está!”, nos avisa la portera desde el rellano de la escalera entre el cuarto y el quinto piso de un típico edificio de Saint-Germain-des-Prés, en una calle tranquila de este barrio elegante y turístico lleno de iconos parisienses: el Café de Flore, Les Deux Magots o la Brasserie Lipp. Pero el costumbrismo termina cuando Nuriev abre la puerta, atravesamos un despacho decorado con mobiliario de cartón y pasamos al salón. Sobre nuestras cabezas, una enorme lámpara de luz continua ocupa casi todo techo; al fondo, un gran espejo cuyo marco negro está hecho con teclados de ordenador viejos descansa contra la pared, y domina el centro de la habitación un sofá semicircular estampado con tapices de Gobelinos que Nuriev creó para una exposición reciente en el Mobilier National. Pero nada está hecho para permanecer en este apartamento. Unas semanas después, cuando nuestro fotógrafo lo visita, los muebles aparecen envueltos en tela blanca y cinta adhesiva, un look que contrasta con la tarima antigua y las paredes desconchadas y aparentemente llenas de moho.

“Este no solo es mi estudio sino también donde vivo”, explica Harry Nuriev (Stavropol, Rusia, 1984), uno de los nombres más influyentes de la escena internacional del diseño de vanguardia, y desde hace tres años vecino de la capital del Sena, adonde llegó desde Nueva York. “Me obligué a vivir aquí como una especie de compromiso con lo que hago”, afirma. Ahora mismo, investiga en su teoría del “transformismo”, basada en que no existe lo nuevo y todo es crear a partir de algo preexistente. “Es una especie de futuro alternativo, una visión apocalíptica. Ahora estoy trabajando en el manifiesto, buscando las palabras adecuadas”, precisa.

Con su tez aceitunada, ojos verdes, ropa ancha y melena rizada con restos de decolorado, Nuriev tiene aspecto de gurú. Habla con voz suave y se refiere a su “práctica” antes que a sillas, mesas o colaboraciones determinadas, pero su productividad es como mínimo envidiable. Está preparando tres exposiciones en solitario y su oficina de diseño, Crosby Studios, lleva una década desarrollando mobiliario, interiores, instalaciones y proyectos digitales para nombres insoslayables como Balenciaga, Nike o Rem Koolhaas. Nuriev no parece tener interés en los compartimientos estancos. En el último Salone de Milán, envolvió sofás del fabricante de mobiliario italiano Poltronova con plástico biodegradable negro, como el que usan los agricultores para proteger la tierra, algo parecido a lo que ha hecho después en su apartamento.

Poltronova tiene en su archivo colaboraciones con algunos de los diseñadores que revolucionaron la disciplina en los años sesenta y setenta, herencia que conecta a Nuriev con nombres históricos como Archizoom o Ettore Sottsass. Pero él no trabaja con referencias, digamos, inmediatas: “Si recurro a lo que ha ocurrido antes, pienso más bien en los primeros casos de reciclaje, como cuando en el siglo I construían iglesias con restos de otros edificios. O pienso en Brunelleschi”, dice. Se define como artista: “Para mí, lo primero no es necesariamente pensar en la función, aunque tenga formación como arquitecto”. Tampoco quiere saber nada de categorías. “Y me encantaría que la gente joven tampoco las tuviera en cuenta”, suspira.

Allá por 2017, el New York Times dijo de Harry Nuriev que era “el diseñador de la generación Instagram” gracias a su uso primigenio del rosa millennial, los arcos posmodernos o la contundencia de los ángulos metálicos de gusto años setenta. Él se encoge de hombros: “Estaba concentrado en cambiar de proyecto en proyecto, intentando retarme a mí mismo, a mis clientes y a mi equipo”. Rápido y de imaginación fértil, casi todo lo que hace Nuriev es imitado después, en parte, precisamente, gracias a Instagram. ¿Ha cambiado en algo su trabajo la eclosión de las redes sociales? “No tengo nada con lo que comparar porque cuando nació Crosby Studios, en 2013, ya estábamos en la era de Instagram. No lo podías evitar. ¿Que si Instagram ayuda? Pues supongo que sí, no lo sé”.

En cualquier caso, sostiene, vamos tarde con las críticas: “Incluso la Met Gala ya está hecha para Instagram. No creo ni que sigan haciendo vídeos horizontales, todo está pensado para reels...”, afirma. Hay algo totalmente contemporáneo en su naturalidad a la hora de asumir la inmediatez y, a la vez, rechazarla: “Creo que la lentitud es la nueva rapidez. Y lo viejo es lo nuevo... nuevo. No me interesa mucho lo nuevo en realidad. Vivimos en un mundo tan pulido que todo parece un escenario. ¿Qué hay de las ruinas? ¿Y qué hay de tu libro favorito, viejo y lleno de manchas?”, pregunta.

Su apartamento es el mejor ejemplo de este mood: de ahí el moho y los desconchones de las paredes que, en realidad, son un trampantojo: “Lo último que quieres ver en tus paredes es moho, ¿verdad? Pues eso es exactamente lo que quiero yo”, ríe Nuriev. “Irónicamente, ese papel de pared es de las cosas que más éxito tienen del apartamento. Lo cual ratifica mi teoría de que tenemos demasiadas restricciones, y que deberíamos aprender a mirar un poco fuera del cuadro”. A su manera, Nuriev cuestiona el culto a los objetos. Más que la solidez y la perfección, a Nuriev le interesa el nomadismo y la impermanencia: “La tela que cubre los sofás es un tejido como el que usamos en mi profesión para embalar muebles cuando te mudas. A veces uso justo ese y a veces uso otro, pero esa es la inspiración, moverse”.

Nuriev dice que París le ha cambiado. Que le ha ayudado a descubrir aspectos de su personalidad que no conocía, algunos no precisamente agradables: “Ya no tengo ninguna excusa para no ser un artista radical”, afirma. “Pero no quiero resultar presuntuoso. Mi trabajo se basa en la belleza, el instinto, en ayudar a los demás a que no tengan miedo a sus ideas y a que no esperen al mejor momento para ejecutarlas”. Esto último es una lección de vida como pocas.

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Sobre la firma

Daniel García López
Es director de ICON, la revista masculina de EL PAÍS, e ICON Design, el suplemento de decoración, arte y arquitectura. Está especializado en cultura, moda y estilo de vida. Forma parte de EL PAÍS desde 2013. Antes, trabajó en Vanidad y Vanity Fair, y publicó en Elle, Marie Claire y El País Semanal. Es autor de la colección ‘Mitos de la moda’.
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