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ARTE

Paul McCarthy: “Hay una línea recta que va de Hitler a Walt Disney”

Castraciones, violaciones, amputaciones, coprofilia. Visitamos el estudio de Paul McCarthy en Los Ángeles con motivo de una muestra que repasa en Barcelona su trayectoria

Dos modelos posan ante el pintor Paul McCarthy.
Dos modelos posan ante el pintor Paul McCarthy.Cortesía del artista y de Hauser & Wirth

Los estudios de Paul McCarthy (Utah, 1945) se alzan frente a un paso de ferrocarril por el que atraviesan de manera incesante trenes de mercancías integrados por hileras interminables de vagones. Situados a unos minutos del downtown de Los Ángeles, en sus hangares se almacenan piezas de todas clases: maquetas, dibujos, pinturas, esculturas, fotografías, vídeos y filmes, el laboratorio entero de la imaginación de uno de los artistas más complejos de nuestro tiempo. En una dependencia de la planta baja, rodeada de extremidades arrancadas a esculturas de cuerpos desmembrados, hay una reproducción de Almuerzo en la hierba, de Manet, transformado en un set de tres dimensiones en el que los protagonistas se abandonan a rituales de signo abominable. Unos metros más allá, en un inmenso espacio abierto, se acumulan objetos dispares: jeeps, diligencias, la carcasa de un submarino, desecho de un plató de la vecina Hollywood.

Damon McCarthy, su hijo y uno de sus colaboradores más cercanos, sugiere visitar el set originario de Nieve blanca, instalación que se trasladó íntegra a Los Ángeles después de ser expuesta en el Armory Show de Nueva York en 2013. Lo desmesurado de sus dimensiones exigió la construcción de un edificio para albergarla. La pieza reproduce un bosque en el que Blancanieves y los siete enanitos se entregan a una orgía de sangre, sexo y coprofagia. En un recodo se alza la casa donde transcurrió la infancia del artista, reconstruida hasta el último detalle a una escala de ¾. Transfigurado por la imaginación atormentada de McCarthy, el espacio se configura como un escenario de asesinatos, violaciones y mutilaciones que jamás tuvieron lugar. ¿De qué profundidades de la psique emergen semejantes atrocidades? ¿Cuál es el origen de traumas tan profundos?

“Esta es la cama de matrimonio de mis padres,” señala el artista de 71 años, adentrándose en uno de los dormitorios. “Blancanieves es a la vez mi madre y mi hija. O la idea de una hija, más bien. También es la esposa de Walt Disney, aunque lo que dice va dirigido a mí”. Las escenas en las que los personajes de Disney perpetran o son víctimas de formas extremas de violencia, frecuentemente sexual, han estado siempre ahí, mezcladas con imágenes que representan el cuerpo y sus fluidos. “Son cosas que nos empeñamos en ocultar, funciones fisiológicas de las que nos avergonzamos. Yo las muestro recurriendo a líquidos y sustancias que sustituyen a los que circulan o forman parte de nuestros cuerpos: la sangre es kétchup; el semen, mayonesa, y la mierda, chocolate. Son parte fundamental de mi trabajo, como las amputaciones”. Es consciente de que sus imágenes provocan un rechazo visceral, pero se niega a renunciar a ellas. “Es mi modo de representar el caos y el absurdo que presiden nuestra forma de vivir. Nuestra existencia es absurda, pero lo aceptamos sin cuestionarnos nada”.

El artista se ha caracterizado a sí mismo como un payaso que llena orificios representando así la alucinación del cuerpo

En 1970 McCarthy se instaló en Los Ángeles, donde profundizó en el lenguaje de sus obsesiones realizando happenings, filmes experimentales y performances para vídeo, todo ello de un signo desafiante. Sus trabajos, de una complejidad cada vez mayor, lo fueron llevando hacia el cine. “Un día decidí crear mis propios estudios, aunque lo que hago no son películas en el sentido convencional, ni siquiera en comparación con lo que hacen artistas como Schnabel o Larry Clark, a quienes respeto. Mi cine es más abstracto. Rompo demasiadas reglas. Ahora trabajo con técnicos y actores de Hollywood que conocen bien el mundo del arte. Entienden lo que quiero hacer y creen en ello”.

El cine es el punto de llegada de un proceso que arranca en el dibujo y la pintura, dimensiones a las que se presta por primera vez plena atención en la exposición inaugurada en la Fundación Gaspar de Barcelona. Las obras exhibidas corresponden a las series sobre las que se sustentan dos de sus obras cinematográficas más importantes: SW y CSSC.

SW, siglas en inglés de snow white (nieve blanca), es la respuesta fílmica a Blancanieves (1937), el clásico de Disney que diseccionó en la instalación del Armory Show. Las pinturas de la serie, de una delicadeza que contrasta con la brutalidad de los temas que trata, propician un acercamiento insólito al trabajo del artista. Las imágenes correspondientes a CSSC, la segunda serie, constituyen la base de la respuesta fílmica a La diligencia, largometraje de 1939 dirigido por John Ford y protagonizado por John Wayne. Tomadas en conjunto, Nieve blanca y La diligencia son un resumen perfecto de la poética del artista. ¿De dónde procede su obsesión por Disney, una de las constantes de su carrera desde que arrancó?

“Hay una línea recta que va de Hitler a Walt Disney. Ambos fueron, literalmente, arquitectos de sueños malignos. El Berlín del Tercer Reich equivale a Disneylandia. En una ocasión reuní cientos de imágenes de objetos por los que sentían veneración Disney y Hitler, y aparecían en lugares unidos por esa línea imaginaria: Berlín, los Alpes bávaros, París, Las Vegas, Disneylandia. Los coches y los pastores alemanes de Hitler, imágenes de la Torre Eiffel o el nido del águila nazi. Disney es responsable de muchos aspectos del infierno consumista en que vivimos, desde la televisión a Hollywood. Personajes como Blancanieves, el Pato Donald o Mickey Mouse tienen un trasfondo maligno que no resulta fácil ver”.

En CSSC (La diligencia) McCarthy disecciona un mito fundacional de su país, la conquista del Oeste, dislocando las convenciones del wéstern a fin de construir una violenta farsa psicosexual en la que ataca los valores de la sociedad norteamericana: “En la diligencia viajan Ronald y Nancy Reagan, Jesucristo y María Magdalena, y Adán y Eva, pero ninguno tiene una identidad estable. En un momento dado Adán es Warhol; María Magdalena, la hija de un consejero del MOMA, y Ronald Reagan, un banquero que se parece mucho a J. P. Morgan. Es ficción, pero no está lejos de la realidad: un presidente que es un magnate de las finanzas; María Magdalena como hija de un coleccionista billonario, Jesucristo convertido en un jugador de póquer. Es mi manera de dar una bofetada a un sector muy característico de la derecha americana: la derecha religiosa”.

El artista entra en una sala de su estudio y le pide a un ayudante que proyecte un montaje de 7.000 imágenes. Muchas proceden de su obra, pero la mayoría las ha tomado de Internet, televisión y otros medios sirviéndose de su iphone. Reproducidas a intervalos de un cuarto de segundo, el espectador no tiene tiempo de procesar lo que significan hasta que, terminada la proyección, comprende que lo más aterrador es que documentan sucesos que ocurrieron realmente, borrándose así la distancia con la representación artística. Los ahorcados, los cuerpos mutilados, las víctimas de torturas, violaciones y decapitaciones son muy semejantes a los que figuran en muchas de sus obras, solo que en este caso son reales. En el artista no inventa, constata.

Al día siguiente, McCarthy muestra interés por ir a la extensa propiedad que ha adquirido en las montañas que lindan con el desierto del Mojave. Es allí donde rodó las dos primeras partes de La diligencia, una trilogía que espera poder completar en otoño. “Cada parte corresponde a las tres fases de la violencia”, explica. “Tras los abusos sexuales de los asaltantes a los viajeros y la masacre en la posta, los asesinos acuden a un salón, donde se cierra el ciclo en una orgía de muerte que carece por completo de sentido”. McCarthy se embarca en una disquisición acerca del carácter absurdo de la conducta del ser humano. “No es que la vida en sí sea absurda, pero sí lo es la manera en que la construimos”, concluye.

De regreso a Los Ángeles, se detiene a contemplar los campos alfombrados por amapolas de color naranja, la flor de California. Viajamos por una ruta por la que apenas transitan vehícu­los. Poco antes, frente a las montañas azules que rodean su propiedad, el artista describió las imágenes de la tercera parte de La diligencia que tenía intención de rodar. McCarthy se ha caracterizado a sí mismo como un payaso que llena orificios representando así la alucinación del cuerpo. “Castraciones, violaciones, amputaciones, ahorcamientos, decapitaciones, coprofilia”, recita, respondiendo a una pregunta que no le han hecho. “Supongo que hay una contradicción aquí. Dicen que soy un tipo cool, y les cuesta asociar mi forma de ser con lo que hago”. En efecto, resulta difícil conciliar su aspecto de hippy anciano y benévolo con las imágenes que aparecen en su obra. ¿Cuál es el sentido de una búsqueda así? McCarthy quiere que bajemos con él a las cloacas de lo sublime, donde el arte funciona como una máquina de expulsar emociones que tienen su contrapartida en acciones abyectas. Las coordenadas de su obra, inequívocas, remiten a un universo presidido por terrores innombrables. Algo inconcreto, sin embargo, parece remitir a un impreciso punto de fuga, un mecanismo imperceptible cuyo fin es trascender lo representado. ¿Es posible que en lo más profundo del universo de McCarthy haya un lugar para el que carecemos de nombre en el que esté tratando de abrirse paso el destello de una luz?

‘WS&CSSC, Drawings and Paintings’. Paul McCarthy. Fundación Gaspar. Barcelona. Hasta el 16 de julio.

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